Partiendo de este contexto, me gustaría empezar señalando el uso del género de ciencia ficción, ya que no fue una elección inocente por parte de Oesterheld. Muy por el contrario, este género le permitió sortear los límites de la censura de su tiempo, operando como vehículo metafórico para una crítica política velada, pero profundamente contundente. En contextos de represión o vigilancia ideológica, como los que atravesó Argentina en diferentes momentos de su historia política y social, la ciencia ficción ofrecía un espacio narrativo alternativo donde denunciar la alienación, el autoritarismo y las formas de control sistémico sin recurrir directamente a consignas explícitas. Es decir, en lugar de nombrar a dictadores, militares, empresarios o partidos, Oesterheld los codificó como invasores invisibles, jerarquías represivas y amenazas externas, logrando así crear un relato de resistencia bajo la apariencia de una fábula futurista.
En esta nueva versión no solo se reinterpreta el contenido original, sino que se amplifica su lectura política, integrando referencias directas al contexto histórico de las dictaduras militares, la guerra de Malvinas, y espacios de represión como Campo de Mayo o el estadio Monumental de Buenos Aires. Estas referencias no son fortuitas: funcionan como recordatorios de un pasado no cerrado y como signos de advertencia ante un presente donde aún persisten las huellas del autoritarismo.
Uno de los ejes fundamentales del análisis es el poder invisible: la alienación y la violencia estructural. En un momento determinado de la historia ocurre el primer punto de quiebre con la aparición de una misteriosa “nevada mortal” que cubre Buenos Aires. Esta se puede leer como símbolo de una violencia difusa pero omnipresente, típicas de las lógicas del capital y de los regímenes conservadores y autoritarios. Desde una perspectiva crítica, puede entenderse como una forma de alienación generalizada donde las personas pierden toda agencia sobre su tiempo, cuerpo e historia. Es decir, en el capitalismo el trabajo no pertenece al trabajador, sino a las lógicas del capital, y en dicha lógica, la desposesión se radicaliza en contextos represivos, donde incluso la vida misma es incautada. En este sentido, el rol que asumen las criaturas invasoras —los “Ellos” y sus monstruos— representan la maquinaria sistémica reaccionaria, en su ejecución jerárquica, como aparato militar y autoritario que arrasa con toda forma de resistencia.
El segundo punto central es la organización colectiva como motor de resistencia. Aunque la historia tiene como eje narrativo a Juan Salvo (Ricardo Darín), él no actúa solo: resiste junto a su familia, amigos cercanos y vecinos. Este es uno de los mensajes más poderosos de la historia ficcional que teje con el pensamiento crítico: la emancipación no es individual, sino colectiva. La historia impugna la figura del “superhombre, héroe individualista” y propone en su lugar un sujeto colectivo en formación, que se [des]construye en el conflicto ante un orden alienante. Como decía el propio Oesterheld: “El verdadero héroe de El Eternauta es el héroe colectivo, el grupo humano solidario. No el individuo”.
Un tercer eje esencial es el abordaje de la memoria, la dictadura y la represión. La serie incluye referencias explícitas —aunque sutilmente tratadas— a la última dictadura militar Argentina (1976–1983), período en el que desaparecieron más de 30.000 personas. Campo de Mayo, base militar clave ubicada en San Miguel, provincia de Buenos Aires, fue utilizado como centro clandestino de detención y tortura. A la vez, fue base de operaciones y hospital militar durante la guerra de Malvinas (1982), conflicto que la Junta usó como cortina de humo para ocultar la crisis económica y el terror represivo. Es decir, mientras en los exteriores de Campo de Mayo se entrenaba a los jóvenes para una guerra desproporcionada, en la clandestinidad del mismo espacio se torturaba y ejecutaba a civiles detenidos. Esto quiere decir, que la inclusión de estos episodios en la historia ficcional no es decorativa, sino estructural: ya que denuncia cómo los discursos reaccionarios de “patria y libertad” funcionan como máscaras dogmáticas para legitimar el control de las masas.
Otro sitio simbólico que aparece en la serie es el Estadio Monumental de Buenos Aires, utilizado como sede principal del Mundial de Fútbol de 1978 durante la dictadura. Apenas a unas cuadras de allí funcionaba la ESMA, otro de los centros clandestinos feroces de detención y tortura. El espectáculo deportivo se convirtió así en una forma de propaganda, donde el fútbol y la alienación masiva convivían con el silenciamiento del horror. La serie resignifica este espacio, mostrando cómo la cultura popular también puede ser instrumentalizada como distracción política. Dado que la maquinaria espectacular no solo organiza la emoción colectiva, sino que distribuye cuerpos, tiempos y afectos según una racionalidad que excede el fútbol. En esta economía de la atención, la pasión está regulada como fuerza productiva, una forma de plusvalía afectiva. Ya lo advertían Marx y Freud, desde campos distintos: este tipo de deseos, lejos de ser libre, están modelados por estructuras —de clase o de pulsión— que exceden la conciencia del sujeto. Lo ocurrido durante ese Mundial fue, precisamente, el despliegue de esa economía de la atención, alcanzando su forma más visible: produciendo identificación, catarsis y obediencia. Todo lo necesario para el manejo del control de las masas. En ese sentido, el rol de Juan Salvo aparece como interrupción. Como una figura a contraluz que descompone la gramática del espectáculo. Podría decirse, siguiendo a Brecht, que su irrupción produce un efecto de distanciamiento: no busca la identificación ni el consuelo, sino el corte, la fisura, el despertar. Este mismo tipo de interrupción es lo que Walter Benjamin entiende como una imagen dialéctica: una ruptura en el continuum histórico que permite ver el pasado bajo una nueva luz. Para Benjamin, los momentos de crisis, como el que representa la figura de Juan Salvo, son esos destellos de luz crítica que interrumpen la oscuridad, revelando —aunque sea por un instante— las estructuras ocultas de la realidad. Salvo, entonces, se convierte en una especie de relámpago en medio del tiempo vacío, una chispa que ilumina la opresión que se esconde detrás del espectáculo. Y aunque al estadio de fútbol —en muchas ocasiones— se le puede interpretar como un dispositivo de control y hegemonía —como bien podría advertirnos Gramsci—, la aparición de Salvo activa otro régimen del sentido: uno que no se ordena por la lógica del mercado ni por el relato del espectáculo patriótico, sino por una política de los restos, de lo interrumpido, de lo que insiste.
De tal modo, El Eternauta opera como una advertencia activa. Juan Salvo, quien pone en figura a dicha noción, vive condenado a repetir su viaje a través del tiempo, intentando prevenir la catástrofe. Convirtiéndose así en la representación de la memoria histórica activa, en lucha constante contra el olvido. Esta dialéctica entre pasado y presente es fundamental para una conciencia crítica transformadora. Como dice el célebre refrán popular atribuido a múltiples pensadores: “Quien no conoce la historia de su pueblo está condenado a repetirla”. O, como escribió Karl Marx en su Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte, “la historia ocurre dos veces: la primera como tragedia, la segunda como farsa”. En este sentido, la serie no busca solo representar un mundo distópico, sino advertirnos que los mecanismos del horror y la represión fascista pueden reactivarse en contextos “democráticos” si se normaliza el olvido o se banaliza el pasado. En ese punto propongo pensar su figura en una imagen aún más poderosa: la figura de Juan Salvo como una luciérnaga. Esa pequeña luz que insiste en brillar, incluso cuando la noche del autoritarismo lo ha cubierto todo. Como lo propone el filosofo e historiador de arte francés, Georges Didi-Huberman en su obra La supervivencia de las luciérnagas (2012), incluso en los contextos más oscuros —cuando las grandes luces del pensamiento crítico han sido apagadas por el espectáculo, la propaganda o la represión—, sobreviven destellos. No espectaculares ni masivos, sino intermitentes, minoritarios, errantes. Pero es precisamente esa fragilidad orgánica y luminosa la que mantiene viva la posibilidad de desear, de imaginar, de recomenzar. Juan Salvo no es un héroe con superpoderes, sino una chispa en la penumbra. Una luciérnaga que se rehúsa a extinguirse, y que en su titilar evoca otros fuegos apagados, pero no vencidos. El Eternauta puede leerse como un dispositivo de supervivencia crítica, una forma de iluminar zonas silenciadas de una historia reciente. Así mismo, resuena también con fuerza lo que este mismo autor plantea en sus recientes publicaciones: Desear – desobedecer (2021) e Imaginar – recomenzar (2022): que todo deseo verdadero es, en el fondo, una forma de desobediencia. Desear otra historia, otra política, otra memoria, implica resistir al orden establecido, en el cual toda imaginación política radical es un gesto de reinicio, una negativa a aceptar que la historia esté clausurada. Oesterheld y su Eternauta hacen precisamente eso: desear cuando todo invita a la resignación, desobedecer cuando la norma impone silencio, imaginar cuando se ha querido cancelar toda posibilidad de futuro. Y eso es lo que mantiene viva a la luciérnaga.
Por último, no puede pasarse por alto que Oesterheld fue uno de los desaparecidos de la dictadura (1976 – 1983). Y, si bien El Eternauta fue escrita años atrás, para él fue como un acto de militancia, una forma de crítica cultural en pleno contexto de la época: golpes de Estado, regímenes conservadores y autoritarios de gestiones de corte capitalista liberal, anticipando lo que más tarde sería denominado como neoliberalismo, como los de Aramburu, el segundo y tercer gobierno de Perón o el de Videla como la gota de fascismo que rebalsó el vaso, estos tan solo para mencionar apenas los más significativos. En la actualidad, su obra resuena con una vigencia inquietante. Porque El Eternauta no es solo un cómic ni una adaptación cinematográfica: es un espejo invertido de la historia Argentina como de tantos otros países con una historia de vivencias similares. “La nevada” que cae sobre Buenos Aires no es otra cosa que el frío sistemático del terror fascista, del olvido institucionalizado y de la alienación moderna. Los personajes caminan por calles devastadas no solo por la invasión, sino por los ecos de un poder que siempre encuentra nuevas formas de disfrazarse. Juan Salvo no es solo un viajero del tiempo: es el testigo. El sobreviviente. El militante de la memoria que se rehúsa a callar. Como él, caminamos entre ruinas que fingen normalidad. Y es en esa tensión donde El Eternauta nos sacude: nos recuerda que la historia no ha terminado, que el peligro no viene solo del espacio exterior, y que la verdadera lucha —como la verdadera esperanza— siempre es colectiva.