Creación

Bruce Nauman

“Bruce Nauman: cuerpo, espacio y virtualización de la experiencia” de Pablo Posada Varela se centra en un análisis fenomenológico de la icónica videoinstalación Live-Taped Video Corridor (1970). Su génesis apunta al modo específicamente naumaniano de entender el performance como “representación formal”, a lo que contribuye la presencia de cámaras y monitores situados dentro de la instalación y que consigna la desaparición del autor de sus propias instalaciones. Así, la configuración del dispositivo permite —e incluso obliga— a que el espectador realice un performance y lo haga “a contracuerpo”. Llevada al límite por la instalación misma, señala Posada Varela, esta obra de Nauman revela las estructuras profundas de la experiencia gracias a una variación artística y estética que completa y radicaliza la variación eidética propiamente fenomenológica.

Antes de discutir las relaciones entre cuerpo, espacio y experiencia (parcialmente mediada por la imagen) en Live-Taped Video Corridor, instalación de Bruce Nauman (1970),[1] hagamos una somera descripción de la instalación misma. ¿En qué consiste?

La instalación se resume, a grandes rasgos, en un pasillo alto y relativamente estrecho formado por dos tablas pintadas de blanco en su cara interna. En las versiones más minimalistas de la instalación, el pasillo está formado exclusivamente por las dos planchas. Está, pues, abierto por arriba y en sus dos extremos. Dicho de otro modo, no hay fondo, ni techo, tan solo dos planchas dispuestas en paralelo. Al final del pasillo, plantados a ras de suelo, uno encima del otro, se encuentran dos monitores. Al entrar en la instalación, ambos monitores reflejan la simple imagen del pasillo vacío. Suspendida a la altura del primer cuarto del pasillo, una cámara graba en directo, enfocando desde lo alto las restantes tres cuartas partes del recorrido. Por eso, antes de entrar en el pasillo y al no haber cruzado aún el umbral a partir del cual somos captados por la cámara, ambos monitores, situados al final, devuelven exactamente la misma imagen: la del pasillo vacío. Solo más adelante descubriremos que uno de los monitores se limita a proyectar una imagen fija del pasillo vacío, mientras que el otro refleja lo que la cámara graba en directo. De ahí que, cruzado el primer cuarto del recorrido, empecemos a aparecer, de espaldas y enfocados desde arriba, en uno de los monitores. Una de las tramas fundamentales de la instalación consiste, pues, en que a medida que nos acercamos a los monitores nos alejamos del objetivo de la cámara, de tal suerte que nuestra imagen en el monitor es cada vez más pequeña y nos representa (de espaldas) cada vez más adentrados en el pasillo.

Dichas estas primeras palabras, dejemos ahora suspendida por un momento la descripción de esta instalación para iniciar un recorrido por la obra de Nauman ―que, por supuesto, no pretende ser exhaustivo― prestando especial atención a la génesis de la instalación de pasillo y cuya somera descripción acabamos de ofrecer de modo provisional.

 

I. Génesis del pasillo grabado en directo: la idea naumaniana de performance

Señalemos, en primerísimo lugar, que la idea de realizar una instalación de pasillo con un video grabado en directo no le viene a Nauman espontáneamente. No es fácil reconstruir el hallazgo, pues muchas son las líneas de trabajo estéticas y técnico-artísticas que confluyen en él. A decir verdad, cuando Nauman empieza a utilizar la cámara de video tiene la idea de realizar ciertas acciones que luego graba y expone. ¿Qué tipo de acciones? Desde los inicios de su obra le fascinan las acciones de una simplicidad extrema, casi obsesiva. Es conocida su afición por Beckett, atento a este tipo de tramos conductuales insignificantes, pobres, infecundos, absurdos.

Pensemos en el personaje beckettiano de Molloy que recuerda, por su comportamiento, la estructura repetitiva de las acciones que Nauman graba y que, al principio, ejecuta él mismo. Al igual que Beckett, Nauman se ve cautivado por la idea de una combinatoria finita de acciones dada una circunstancia (que incluye reglas absurdas autoimpuestas). Sus primeros performances consisten en movimientos de una simplicidad desesperante, sometidos a mínimas variaciones. El propio Beckett describe con obsesiva minucia los movimientos de sus personajes. No es de extrañar que una de las obras de Nauman contenga una referencia explícita a Beckett: el video grabado Slow Angle Walk (Beckett Walk), de 1968. En él puede verse a Nauman caminando de manera poco ortodoxa: intentando mantener sus piernas en un ángulo de 90 grados y pivotando, alternativamente, sobre ellas. Dar el siguiente paso, una vez asentado el centro de gravedad del cuerpo sobre una de las piernas, le exige bascular todo su cuerpo hacia delante. Observando esas reglas autoimpuestas, se hace imposible avanzar en línea recta guardando el equilibrio. Tan solo es posible andar en círculos, sin avanzar realmente. Nos encontraremos con esas mismas astringencias cinestésicas en el pasillo aunque, en este caso, las dos paredes harán las veces de límites, impuestos, en adelante, al espectador, pero que Nauman se autoimponía en sus primeros performances. Se ve aquí cómo la instalación de pasillo trueca en dispositivo físico impuesto al espectador lo que era antes, en Nauman, autolimitación voluntaria de su libertad.

Sin embargo, antes de analizar de cerca esta deportación —por así decirlo, a contracuerpo— del espectador hacia el papel de performer, es esencial que nos preguntemos por la razón que sustenta esa búsqueda de movimientos simples. Se verá que la razón es profunda y, en cierto modo, de carácter metaestético. Corresponde a una auténtica investigación que bien puede encerrarse en la siguiente pregunta: ¿cómo hacer que partes de vida puedan convertirse en obra?, ¿cómo “enmarcar” partes de vida vivida?

En una entrevista con Chris Dercon, Bruce Nauman afirma algo que será de una enorme importancia para abordar la cuestión de la obra en el performance (y, en especial, en los performances de pasillo): “lo que me preocupaba era la actitud que implicaba la transformación de una actividad normal en representación formal”.[2] Las palabras de Nauman revelan que está investigando los fundamentos mismos de la “estetización” del performance, el modo de convertir en obra un tramo conductual y de hacerlo con rigor y no por decreto. La clave está aquí en que la anamorfosis del performance en obra no es, a su vez, performativa. No es algo que se decrete a la buena de Dios, sino que requiere dar con algo sito en las cosas mismas, en el espacio y sus constricciones, y requiere entroncar con un per se, con un de suyo con inercia propia, ajeno a la voluntad del propio artista.

Hay en Nauman un auténtico rigor artístico. Uno puede performar lo que desee, pero que de un performance se desprenda una obra no depende exclusivamente de nuestro arbitrio o convención, de la performatividad de un mero decretar. Lo que de obra tenga un performance se alcanza, cristaliza, se deposita… pero no se decreta meta-performativamente. Pues bien, la citada idea de “representación formal” constituye un auténtico parteaguas que deja a Nauman del lado de un esforzado rigor, separándolo de formas voluntaristas y meta-performativas del arte del performance. ¿Cómo entender este devenir “representación formal” de determinados tramos conductuales?

Tanto John Cage en música como Merce Cunningham en danza, incidían en eso mismo: el cuerpo vivo —mediante una rigurosa repetición confinada por una serie de reglas— acaba convirtiéndose en representación. La materia viva del cuerpo en movimiento pasa a convertirse en material representativo, en imagen o Bildobjekt, como dirá la fenomenología de Husserl.[3] Más tarde, pues esto es esencial, habremos de volver sobre este punto. Sigamos explorando la génesis de los pasillos grabados en video. ¿Cuándo y cómo se produce la irrupción del espectador en los performances de Nauman y la consectaria retirada de este último, atrincherado ahora en una retaguardia desde la que idea dispositivos e instalaciones?

Con Art Make-Up (1967-1968), video en que el artista cubre su cara y parte del torso de distintos colores, Nauman anuncia simbólicamente su desaparición del performance. Se inicia así un giro en su obra que precisamente conducirá a los pasillos grabados en directo. Efectivamente, en el número de diciembre de 1970 de la revista Artforum ―acaso espoleado por el crítico Robert Pincus-Witten, que lo tildaba de narcisista al referirse a los performances en que él mismo participaba (que eran casi todos)―, Bruce Nauman publica “Notes and Projects”, una colección de notas, instrucciones y observaciones para obras posteriores; entre ellas destaca “La retirada como forma de arte”. Esta expresión encierra, a la vista del recorrido de Nauman, una enorme profundidad. En realidad, si lo que una acción ha tocado es arte, la consistencia de esta “representación formal” admite una puesta a prueba, una potencial prueba de fuego, en la persona de otro individuo y a limine en la persona de un individuo cualquiera, es decir, en el espectador, en todo espectador.

Ahora bien, que las acciones del espectador devengan, sin que este último lo busque, en “representaciones formales” rigurosas, sólidas, consistentes, requiere una medida anticipación por parte del propio Nauman. Efectivamente, Nauman delegará en el dispositivo mismo de la instalación todo el cúmulo de reglas que se autoimponía para trocar ―y troquelar― su libertad en “representación formal”. La desaparición del autor le confiere tanta más importancia al dispositivo en que consiste la instalación: esta sustituye ahora a la voluntad de Nauman.

Así pues, el espectador no sabe que en la instalación se dispone a hacer lo que Nauman quiere que haga, ni sabe tampoco que le pasará eso mismo que Nauman quiere que le pase. No obstante, la experiencia estética de anamorfosis de una “representación formal” ―que de repente se desgaja y deslinda de una serie de actos― no será ya una experiencia exclusiva del propio Nauman sino, antes bien y más fundamentalmente, del espectador. No se trata tanto de una experiencia de control amparada en la inadvertencia del controlado (en cuyo caso Nauman sería un psicólogo o un sociólogo), como de generar mediante la instalación una experiencia estética: la experiencia consistente en palpar la negatividad de nuestros límites, revirtiéndolos en forma y materia positivas, consistentes, válidas por sí mismas. Nauman suscita en el espectador un asistir a la génesis de una obra que se hace con su carne y de la que, quiéralo o no, es a contracuerpo ―y a contrapié― arte y parte. La instalación genera en el espectador un extrañamiento de sí mismo que alberga un intrínseco valor estético que, por otro lado, va de la mano de una intensificación de la conciencia de libertad.[4]

 

II. La intercesión de la imagen y los meandros de la autorreferencia

En sus primeros dispositivos, Nauman idea situaciones comprometidas de sobrecarga sensorial o de sobresimplificación. Citemos las instalaciones, en la galería Nick Wilder, de seis pasadizos de los cuales solo tres son susceptibles de ser recorridos; o el inquietante Green Light Corridor de 1970, así como la inhóspita habitación triangular amarilla Yellow Room (Triangular) de 1973. Esta última obra consiste en una habitación triangular intensamente iluminada por una luz amarilla. La forma triangular de la habitación hace difícil permanecer en ella por mucho tiempo, ya que nuestro cuerpo se siente constantemente desajustado respecto de la inhabitual simetría del triángulo. Ahora bien, Nauman empezará a conjugar el uso de la cámara con las instalaciones. No solo grabará las acciones, sino que cámara y monitor se convertirán en parte de la instalación.

El uso de la cámara alberga, entre otros, el propósito de explorar los efectos de la vigilancia sobre el comportamiento. La situación de vigilancia es sin duda un tema recurrente en la obra de Nauman. Dependiendo de cada obra, las posiciones de vigilante y vigilado se intercambian. En ocasiones, como en el caso del pasillo, el espectador hace las veces de vigilado (y vigilante). En otras ―sobre todo en obras más recientes―, Nauman graba en video escenas de personajes vigilados por un vigilante invisible. Ejemplo de ello es Clown Torture (1987). La ausencia física del vigilante y la congoja del vigilado (que se sabe vigilado) son especialmente claras en Shit in Your Hat/Head on a Chair (1990), video en el que un mimo ejecuta las órdenes de una voz invisible, sin cuerpo. Las órdenes le obligan a realizar acciones tan inverosímiles como humillantes.

La cámara tiene también su importancia en lo tocante a otra temática grata a Nauman, antiguo estudiante de Lógica (no es baladí recordarlo). Nos referimos a la autorreferencia, para la que Nauman explora diversas formas de poner en juego y que está muy presente, como veremos, en el pasillo grabado en directo.

Una de las estrategias a las que recurre Nauman es la que ofrece el lenguaje. En Clown Torture, la autorreferencia del lenguaje o la posibilidad de un nivel metalingüístico, será lo que mantenga al pobre payaso en su pose ridícula. Sentado en un retrete y vigilado por un observador invisible, repite sin cesar el texto: “Pete and Repeat were sitting on a fence. Pete fell off. Who was left? Repeat”. Dos son los niveles de lenguaje que aquí se traslapan, creando un perpetuum mobile cuya lógica aplastante fagocita el cuerpo mismo y la vida del payaso, cobrándose su tiempo y su energía. Así pues, en los juegos de autorreferencia que establece Nauman nunca hay una coincidencia estable, sino un perpetuo desequilibrio que genera movimiento e incomodidad en el espectador. Hay siempre una ampliación y diferimiento de la autorreferencia, una dramática de la autorreferencia, nunca un refrendo cerrado.

Entre los aspectos que han fascinado y ocupado a Nauman se cuenta la materialidad del signo. En algunas de sus obras trenza un sistema inestable de autorreferencia combinando los niveles semántico y meramente material del signo. Buena ilustración de ello nos ofrece la obra Waxing Hot (1966-1967), que consiste en una toma en la que aparecen dos manos sacándoles brillo a tres figuras, una con forma de “H”, otra con forma de “O”, y otra de “T”. En otra obra de estructura autorreferencial semejante, Eating My Own Words (1966-1967), observamos al artista untando con mermelada esas mismas palabras, hechas de pan. Veremos que en el pasillo también se da una mezcla de niveles; en rigor, un entreveramiento infinito e indecidible. En realidad, Nauman utiliza esos juegos de autorreferencia diferida y con saltos de niveles para suspender el sentido o, mejor dicho, para volverlo indecidible. El efecto estético surge cuando tomamos ese vilo por sí mismo, en su positividad metaestable. Volveremos sobre ello en la siguiente sección de este estudio, cuando nos centremos en el pasillo grabado en directo.

La instalación del pasillo grabado en directo pone en juego una suerte de autorreferencia diferida. Sabemos que la cuestión de la autorreferencia es típica en la obra de Nauman. Aquí tenemos un entreveramiento, en principio infinito, entre la imagen mía de espaldas (tengo frente a mí mi reflejo, pero de espaldas) combinada con la efectiva vivencia de estar mirando esa imagen (que, a su vez, representa ese mirar). Todo ello obra, en el espectador, esa misma suspensión significativa que, fiándolo todo a las posibilidades de interacción con la imagen, nos deja, tan pronto como esa interacción deja de ser viable, a solas con la mera materialidad de la vivencia, varada, desprovista, infecunda, borbotón de mera vida sin aprehender o atravesada por aprehensiones flotantes: puras sensaciones, innegables en su fenomenalidad, pero de adscripción intermitente. Siento lo que siento, pero si vivo en y según el reflejo (que es lo que la obra del pasillo grabado en directo fomentará), ese sentir está exacta y exhaustivamente recogido por la cámara (que, recordemos, transmite en directo). ¿Quién siente lo que siento? Sin duda mi yo actual que, pendiente como está de su yo representado, tiene delante la imagen, vista desde atrás, de su riguroso presente. Evidentemente, la figura en el monitor no figura la inmanencia de mis vivencias. Sin embargo, toda vez que se trata de la representación de un cuerpo vivo, a saber, del mío, su inmanencia, su vida tal y como es vivida, se significa o incluso se “apresenta” ―por retomar este término de la fenomenología husserliana ― a través de una extraña intropatía (Einfühlung) con mi yo representado; yo representado en que, en rigor, se representa el exacto equivalente de lo que yo como apresentante, como actual conciencia efectuante, estoy viviendo.

Baste por ahora con reparar en que el dispositivo del pasillo es un verdadero catalizador de suspensiones aperceptivas (no sabe uno ya dónde está… el presente de la experiencia sigue afluyendo, aunque no sabemos ya cómo aprehenderlo). Estas suspensiones se consiguen mediante un dispositivo de autorreferencia diferida entre mi yo actual y mi yo representado, por intercambio intermitente, imposible de aquietar, entre caracteres varios adosados en parpadeo recíprocamente excluyente a esos dos yoes: “vigilante” y “vigilado”, o “vigilante vigilado” y “vigilado vigilante”, “detrás” y “delante” (recordemos que yo veo y tengo, en el delante real, mi detrás representado). En resumidas cuentas, todo ello deviene en una suspensión de la localización de las sensaciones y demás aprehensiones. Queda un puro sentir.[5] Vivir sigue aconteciendo, el tiempo inmanente sigue su curso, pero la intromisión de este dispositivo de autorreferencia diferida provoca que, llegado un momento de perdición y frustración en el interior del pasillo, el aflujo de vida quede ahora semánticamente suspendido, irresuelto y, por lo tanto, fiado a su solo ser fenomenológico de sensación bruta. No hemos sabido resolver la madeja experiencial en que consiste la instalación. Nuestro fracaso da paso a la manifestación de lo único que nos queda: vivimos, respiramos, somos mero flujo de vivencias. El ser fenomenológico básico que somos aparece entonces de nuevas, manifiesto como un basamento siempre cubierto que ahora da la cara en su ser mínimo, en su pulsación fundamental. En realidad, el dispositivo de Nauman hace las veces de una verdadera epojé fenomenológica.

 

III. Ante mi imagen de espaldas: el confinamiento a la periferia

La ausencia de centro, otra de las típicas temáticas de Nauman, tampoco es ajena al pasillo. De hecho, la experiencia del pasillo no es sino la confirmación de esta: no conseguimos acercarnos a nosotros mismos, nos vemos siempre de espaldas… Todo indica que bogamos por la periferia, donde el centro está siempre en otro lugar. Efectivamente, encaminarnos hacia el final del pasillo busca dar con un centro, aderezar una simetría. Sin embargo, al alejarnos de la cámara que graba (que vamos dejando a nuestra espalda), nuestra imagen en el monitor aparece más y más alejada aunque, hasta cierto punto, compensemos dicho alejamiento virtual acercándonos realmente al monitor situado al fondo del pasillo. El problema está en que vivimos en interacción con la imagen recogida por el monitor. Por eso, al acercarnos a él, en realidad no hacemos sino ver más de cerca nuestro alejamiento. Al caminar dentro del pasillo en pos de la imagen de nuestra propia espalda, colegimos con frustración que esta se aleja cada vez más en la imagen.

Las señas de periferia que antes identificábamos ―“vernos de espaldas”, “alejarnos”― no solo no se revierten, sino que se confirman. Nos embarga la impresión de haber sido definitivamente confinados a una suerte de periferia, de no asistir al centro de los acontecimientos. Para ello tendríamos que vernos de cara y acercándonos,[6] lo que se compadecería con las relaciones de autorreferencia normales; con aquellas, en suma, a las que estamos acostumbrados y que confortan al sujeto. Pues bien, Nauman se las arregla aquí para tejer una autorreferencia que cursa en periferia y me deja fuera de su circuito. Terminamos entonces comprendiendo que todo en el pasillo es periferia: el recorrido del pasillo, su experiencia, es una confirmación constante de la periferia, un aderezo del confinamiento del espectador fuera de un centro inaccesible. Es más, no hay modo de romper hacia un centro. Jamás abandonamos una periferia que, a golpe de impotencia, cimenta los sentidos “lejos”, “de espaldas”, “alejándonos (sin remedio)”. No avanzamos ni un ápice hacia centro alguno que cambie las cosas, que rompa la circularidad excluyente del dispositivo.

En rigor, la sensación de periferia se mantiene incólume de acuerdo con una traslación perfecta (donde juegan realidad y virtualidad, vivencia y representación) que la preserva como periferia. ¿Cómo? Pues, sencillamente, merced al modo en que el dispositivo cruza realidad y virtualidad, distancia real y representada, de tal suerte que realiza en todo momento un canje perfecto, continuo y sin falla. ¿Cuáles son los términos del canje? De un lado tenemos la paulatina aproximación real al monitor, es decir, al soporte de la imagen (lo que Husserl llama Bildding en su fenomenología de la conciencia de imagen); una aproximación acaecida en el espacio real del pasillo. Pues bien, esta aproximación real se troca ―en traslación perfecta― en alejamiento virtual o representado de la imagen misma (lo que Husserl llamará Bildobjekt), solo que esta vez el movimiento acaece en el interior del espacio de la representación (es decir, dentro del monitor).

Volveremos enseguida sobre el aspecto anterior, pero antes hagamos una breve recapitulación: hemos visto cómo Nauman parte en un primer momento de las acciones repetidas y grabadas que terminan convirtiéndose en lo que él mismo llama “representación formal”. En un segundo momento desaparece Nauman de sus grabaciones cediéndole su lugar al espectador, pero dejando un dispositivo que, en cierto modo, encauza la obra o —para ser más precisos— la anamorfosis de la representación formal, ejecutada ahora por el espectador y recogida por una cámara que graba en directo. Observamos luego una vuelta de tuerca suplementaria: el propio soporte de la representación —a saber, el monitor— se introduce ahora en el dispositivo. Esto provoca una difuminación de las diferencias entre autor y espectador; dicho de otro modo, hace que ser espectador sea una parte esencial del ser autor o actor. Quien entra en el pasillo y lo recorre se está viendo a la vez. En definitiva, surge una metavigilancia que condiciona más aun al vigilado. No solo nos vigila la cámara, sino que observamos en el monitor el efecto de dicha vigilancia.

 

IV. Buscar coincidir con mi imagen o correr a mi pérdida

Sentado el constato general de que la inclusión de la representación (el monitor o cualquier otro soporte que refleje lo grabado) dentro de la instalación resulta todo menos inocua, investiguemos ahora otros efectos del pasillo, más sutiles, si cabe, que el simple y más general caer o no en el marco de la imagen. Empecemos, una vez más, dejándonos guiar por las descripciones del propio Nauman.

En una célebre entrevista concedida a Willoughby Sharp, Nauman se refiere a uno de los seis pasillos del Nick Wilder Corridor, de factura análoga al de 1970. Sus observaciones nos darán elementos de respuesta suplementarios a las preguntas metaestéticas que planteábamos al principio (y que abordaremos de lleno en el siguiente apartado). En estos términos se refiere Nauman a su propia instalación:

El pasillo más accesible tenía 10 m de largo y 65 cm de ancho. Había una cámara instalada delante de la entrada y la imagen se encontraba al otro lado. Había asimismo otra imagen, pero que no tenía nada que ver con lo que aquí nos interesa. Había que andar unos 3 m antes de aparecer en la pantalla del monitor que se encontraba aún a una distancia de más de 6 m. Utilicé un objetivo de ángulo amplio, lo que trucaba aun más la noción de las distancias. La cámara se encontraba a una altura de 3 m, de modo que uno se veía en el monitor tomado (o grabado) de espaldas y desde arriba, cosa que difiere con bastante claridad de la manera en que tenemos costumbre de vernos, así como de la experiencia inmediata que uno hace del pasillo. Cuando tomábamos conciencia de nuestra presencia en la pantalla, encontrarse en el pasillo procuraba las mismas sensaciones que descender por un acantilado o hacia el interior de un agujero.[7]

Nauman recoge perfectamente esa impresión que nos embarga, recorrido ya el primer cuarto del pasillo: al irrumpir en la imagen nos vemos, de golpe, como hundidos en el pasillo, adentrados en él sin remedio. La perspectiva que de nosotros ofrece el monitor nos muestra abocados a su fondo, sin retorno posible. Como bien nos dice Nauman, vernos delante (es decir, en el monitor) filmados de espaldas y desde arriba, nos ofrece la impresión de adentrarnos en un espacio inclinado hacia abajo y de pendiente pronunciada. Tener la vista puesta en el monitor va instilando, poco a poco, una insidiosa suplantación de la realidad, una paulatina suspensión de la experiencia real del pasillo. La experiencia de la instalación se cifra entonces en la posibilidad de interactuar con la representación. La “experiencia del pasillo” se convierte en un compuesto entre realidad ―lo efectivamente vivido― y representación o virtualidad ―lo visto en el monitor, situado al fondo del pasillo—. Yo me vivo a mí mismo, me siento y noto cómo me adentro en el espacio y, al mismo tiempo, me veo a mí mismo filmado de espaldas y desde arriba, en el monitor, adentrándome en el pasillo. Si bien ambas experiencias tienen en mí su punto de surgimiento y su término, hay una esencial y sorprendente descoordinación entre ambas.

En efecto, la más leve de nuestras cinestesias o sensaciones de movimiento se traduce, en el monitor, por un movimiento “hacia abajo” precipitado, casi acelerado. Hay una misteriosa descoordinación que pareciera desmentir el hecho de que la grabación se proyecte en directo. Es como si la imagen, dado el inaudito punto de vista sobre nosotros mismos que recoge la cámara, trasmitiese un extraño efecto diferido, un imposible diferido en directo. La sensación es profunda y pertinaz. Este oxímoron de un directo en diferido acaso arraigue en la citada descoordinación. En cierto modo, nuestra propia imagen nos sorprende. No va de suyo que se trate de nosotros, que precisamente lo que vemos sean nuestros movimientos. Así, cuando asistimos a esos movimientos representados en el monitor, bregamos con la incómoda sensación de no poder hacer nada ante ese cuerpo representado, el nuestro, que vemos acelerarse y alejarse a medida que nos acercamos a él, como si cobrara vida propia, y sus movimientos y demás vicisitudes fueran otros que aquellos que yo mismo, desde dentro de mis sensaciones, desde mi verdadero cuerpo vivo, estoy provocando. La identificación ha quedado en suspenso. Mi cuerpo real, en principio sujeto a mi propia voluntad, incide, como no puede ser de otro modo, sobre su propia representación. Sin embargo, cunde la firme impresión de que no tengo control sobre el cuerpo representado, de que se me escapa de continuo y de que ―enseguida lo veremos― acelera su huida a medida que, tratando de darle alcance, me acerco al monitor.

Nos embarga una sensación de vértigo, incluso una extraña sensación de deslizamiento que nos lleva a frenarnos realmente ante lo que no es sino una inclinación virtual del suelo, inclinación que, en realidad, no existe. Una vez más, la intromisión de la representación, su inclusión a modo de cebo dentro del espacio de la instalación (es decir, entro en el pasillo y al mismo tiempo me veo entrando en el pasillo) incide en mi vivencia real modificándola, irrealizándola e instilando un autoextrañamiento que baraja de nuevo los parámetros de la experiencia: adentro y afuera, sentir el cuerpo por dentro y verlo por fuera.

Según avanzo, y aunque lo haga con paso regular, parece como si empujara y hundiera mi imagen en el pasillo más y más rápido. Comprendemos, desde la racionalidad, que ello se debe a un mero juego de distancias conjugado con la filmación: conforme avanzo, me alejo cada vez más de la cámara que me filma de espaldas, con lo que mi imagen captada por el objetivo y reflejada en el monitor es cada vez más pequeña. Si en pos de un encuentro con mi imagen proyectada me acerco al monitor, no hago sino agravar el caso: cada vez más y más alejada de la cámara (ya que el monitor se sitúa en el extremo opuesto del pasillo), la imagen de mi espalda que recoge el monitor es aceleradamente menguante. El dispositivo hace que mi fruición por alcanzarme en el monitor, por coincidir conmigo mismo, se salde, de la mano de mi consectario alejamiento del objetivo que me filma, con una franca agravación del alejamiento, hundimiento y perdición. Como si estuviera preso de arenas movedizas, correr a mi encuentro precipita, una y otra vez, mi pérdida. De hecho, es perfectamente exacto decir que la instalación de Nauman manifiesta o fenomenaliza mejor que cualquier definición nominal lo que pueda significar “correr a mi pérdida”.

Tratemos de conceptualizar lo que aquí sucede recurriendo a los términos, ya citados, propios de la fenomenología husserliana de la conciencia de imagen, probablemente una de las más profundas contribuciones a la Estética ―desde sus insoslayables bases fenomenológicas― del siglo pasado. Resulta que, al acercarme al monitor, llevado por el anhelo de una suerte de coincidencia conmigo mismo, lo que en realidad sucede es que veo más de cerca el soporte físico de la representación, el monitor como cosa física (lo que, en términos de Husserl, se denomina Bildding), mientras que lo reflejado se vuelve cada vez más pequeño, a saber, la imagen misma o ―también en terminología husserliana― el Bildobjekt, la representación misma de la cosa representada, de lo representado y que Husserl denominaba Bildsujet. Lo representado o Bildsujet corresponde, en este caso, a mí mismo de espaldas, entrando por un pasillo y viviendo exactamente lo que vivo en el preciso momento en que veo mi imagen al fondo del pasillo y me voy acercando a ella.

Pero dejemos por un momento el análisis de ese vértigo que suscita la autorreferencia (y que deriva en un autoextrañamiento, en una extraña suspensión del presente vivo) para centrarnos en lo que sucede con la imagen. Notemos que lo correcto sería aducir que a medida que me acerco a la imagen, esta aumenta en su pequeñez. Acercarnos al monitor permite ver mejor ―sencillamente ver de más cerca― su creciente (y acelerado) empequeñecimiento.

Avanzando, disminuyo mi figura grabada y proyectada, y hago aparecer de nuevo, en la superficie de la pantalla del monitor, el espacio del pasillo en torno. Recordemos que el segundo monitor no graba en directo, sino que proyecta una imagen fija del pasillo vacío. Todo sucede como si la continuación del proceso sugiriese la coincidencia asintótica de la imagen de ambos monitores, como si el segundo de ellos anunciara el estado inmediatamente posterior del primero. Llegados a pie de monitor, ambas imágenes apenas se distinguen: el que graba en directo registra el leve punto que me representa, que representa a lo lejos la actualidad de lo que estoy viviendo. Ese leve punto, con un enorme espacio en torno, en casi todo semejante a la imagen que proyecta el otro monitor, constituye el único desmentido, la sola leve traba a la perfecta coincidencia entre ambos monitores. Es como si, en los tramos últimos del recorrido, se estuviera representando la inminencia de mi desaparición. Sin embargo, el testimonio diminuto de mi propia presencia es la única impugnación de una desaparición completa que devendría en coincidencia de ambos monitores.

 

V. Más acá de la imagen: el surgimiento de la nuda experiencia

El mérito artístico-técnico de Nauman reside en haber conseguido representar la inminencia de mi desaparición en el interior de un dispositivo autorreferente. Su pericia artístico-técnica consiste, pues, en desplazar y modificar las modalidades naturales de la autorreferencia, aquí, en la dirección no tanto de una confirmación constante, como de una contradicción asintóticamente acariciada pero nunca traspasada, a saber, la de la inminencia de mi desaparición. Inminencia que se ve desmentida por una contradicción de la contradicción, que deja a esta última en la situación de una inminencia no cumplida. La contradicción que supondría mi propia desaparición reaparece, recalcitrante, en un resto imposible de evacuar: el de la presencia de mi propio cuerpo, vestigio mínimo, llegados al final del pasillo, del cariz autorreferencial del dispositivo. No deja de ser sorprendente el modo en que Nauman hace que la necesaria autoconfirmación performativa de mi presencia en la imagen penda, por necesaria que sea, de un mínimo de representación, de un diminuto punto. La autoconfirmación performativa aquí en juego resulta imposible de evacuar: no puedo no mirar el monitor y no aparecer, a la vez, en la imagen. Así y todo, Nauman hace aparecer como frágil y contingente lo que en el fondo no es sino una declinación, mediada por el dispositivo mismo, de la propia necesidad de aquello que la fenomenología llama “archifactidad”. Al reclamo de esta apariencia de contingencia que parece minar la necesidad de mi presencia, surge toda una retahíla de preguntas que, en circunstancias normales (es decir, no distorsionadas por una instalación), no acucia de ese modo.

La carne transcendental ha trasladado su actualidad allá, a lo lejos, y nos vivimos como a distancia. ¿Qué soy? ¿Dónde estoy? Nuestro ahora encarnado se deporta hacia un punto alejado que nos resume y a cuya inminente desaparición pareciera incitar un simple paso al límite que forzaría la coincidencia de la imagen reflejada por ambos monitores: un pasillo vacío. Es como si toda nuestra actualidad vivida pendiera, de repente, de ese minúsculo resumen de nosotros mismos captado en directo por la cámara y proyectado en el monitor. Si ese punto no desaparece es porque ese punto soy yo mismo ahora; por parafrasear aquí la tercera de las Meditaciones metafísicas de Descartes, ni siquiera el Genio Maligno más poderoso podría usar toda su industria para hacer que no tenga la experiencia que estoy teniendo en el preciso instante en que la tengo: me siento vivir y siento que estoy mirando un monitor en el que ese mismo mirar, ese mismo vivir, están presuntamente resumidos en un punto, en la imagen diminuta de mi cuerpo grabado de espaldas. Ese punto situado allá, a lo lejos, soy yo mismo ahora (recordemos que el monitor retransmite en directo lo que la cámara está recogiendo); yo mismo mirando lo que estoy mirando, embargado por una mezcla de vértigo, frustración e impotencia, todo ello rubricado por el ridículo testimonio de mi presencia: una figurita a lo lejos, hundida en el fondo del pasillo, reflejada de espaldas en aquel monitor que grababa en directo.

A pie de monitor o monitores, sin apenas un poco de espacio, comprendemos que hemos extenuado todas las posibilidades de la instalación y que la frustración e incomodidad provocadas ya no hallarán remedio. En otras palabras: solo queda darnos la vuelta y, dándoles la espalada a ambos monitores, volver por donde habíamos entrado. Y, por cierto, hacerlo con premura, ya que, en condiciones museísticas normales, suele agolparse al principio del pasillo toda una fila de espectadores que espera impaciente la oportunidad de vivir lo mismo, de que la obra paute también en ellos esa misma coreografía de vértigo, frustración, desorientación e incomodidad, pero también de fascinación, aunque esta última se sitúe en otro nivel estético y tenga a las aludidas sensaciones como materia y basamento.

Emprendamos, pues, la última parte de nuestro recorrido por este pasillo de Nauman, la que, llegados al final del pasillo, consiste en darnos la vuelta y abandonarlo.

 

VI. La resiliencia del dispositivo y la consistencia de la obra

Darnos la vuelta y volver por donde veníamos pertenece en cierto modo a la obra, aunque no haya ya interacción con la representación, pues le damos la espalda al monitor que está al fondo del pasillo. En el monitor debe estar reproduciéndose nuestra imagen de cara, aumentando ahora a medida que salgo del pasillo y, por lo tanto, me acerco al objetivo de la cámara. Pero, ¿por qué abandonar la instalación y darle la espalda al monitor, dejando así de interactuar con mi imagen, en cierto modo pertenece, también, al propio performance?[8] ¿Por qué el recorrido de vuelta no es un recorrido banal? ¿En qué sentido lo que ahí sucede también pertenece a la obra?

Al darnos la vuelta observamos la cámara que nos filmaba en directo, de espaldas, mientras nos alejábamos de ella (cámara que, de hecho, nos sigue filmando en riguroso directo, solo que ahora de frente y aproximándonos al objetivo). Al salir del pasillo comprendemos el dispositivo toda vez que el mecanismo está completamente a la vista, expuesto con descaro. Aparece a las claras la fuente de lo reflejado por el monitor. Por la posición y el ángulo de filmación, colegimos ahora sin mayor misterio el extraño comportamiento de nuestra imagen en la pantalla, la impresión de hundimiento y aceleración, agravada por nuestro movimiento real (de acercamiento al monitor y, por lo tanto, de alejamiento de la cámara).

Pues bien, lo sorprendente es que conocer el mecanismo del dispositivo, comprender racionalmente —merced al juego de ángulos, distancias, contraposición cámara-monitor— por qué las cosas sucedieron como sucedieron y demás, resulta perfectamente inerme respecto de la efectividad de la instalación. Los efectos que esta produce siguen siendo los mismos incluso después de haber escudriñado la tramoya del dispositivo. En cierto modo, ocurre aquí lo contrario de lo que sucede con algunos trucos de magia. El efecto del dispositivo es perfectamente impermeable a la revelación, todo lo exhaustiva que se quiera, de los entresijos del dispositivo. Veamos cómo describe Nauman este aspecto fundamental de su instalación, decisivo a la hora de detectar qué es obra en ella y, ante todo, si la hay: “la experiencia era bastante fuerte. Uno comprendía lo que pasaba porque el dispositivo estaba, por entero, a la vista. Sin embargo, la experiencia se reproducía cada vez que uno volvía a pasar por el pasillo. Era imposible evitarla”.[9]

Por paradójico que parezca, la obra solo se confirma ontológicamente como obra cuando entramos en el pasillo una segunda vez. En definitiva, es esencial a la anamorfosis de la obra el entrar en el pasillo una segunda vez (y, de ser posible, una tercera). Solo hay obra de verdadero performance al experimentar lo que es volver a entrar;[10] es decir, explícitamente, volver a entrar tras el recorrido de salida que nos permite localizar la cámara, la parte “oculta” del dispositivo (oculta no de suyo, sino porque en el recorrido de ingreso en el pasillo le dábamos la espalda) y, tras habernos explicado racionalmente el funcionamiento del dispositivo, medirnos de nuevo a este volviendo a entrar en el pasillo.

La sorpresa que suscita una segunda entrada es específica, es distinta a la sorpresa generada por la primera entrada, cuando se experimenta el dispositivo por vez primera. Volver a entrar infunde no solo la misma sorpresa, sino una metasorpresa ante la resiliencia de la sorpresa primera, ante su inquietante carácter inextirpable. Sorpresa ante el hecho de que, pese a saber del dispositivo, siga sorprendiendo, desestabilizando, frustrando. Las palabras de Nauman no pueden ser más exactas. No bien volvemos a entrar se dispara esa misma coreografía de frustraciones e impotencia, ese juego de límites e imposibilidades. Sucede exactamente lo mismo.

Nos preguntamos cómo es posible que el dispositivo esté calibrado de tal suerte que, a pesar de la complejidad de lo vivido (que contrasta con la simplicidad material de la propia instalación), suceda una y otra vez lo mismo, esa misma filigrana, ese mismo dibujo de límites y esa misma emulsión de frustraciones que, una y otra vez, forma el mismo dibujo de aristas que me infligen las mismas raspaduras. Hay una extraña consistencia en esas obras suscitadas por instalaciones hechas, en rigor, de la vagarosa “materia” que es la experiencia, del inasible y huidizo “mimbre” de las vivencias. La obra es y se hace con libertad cristalizada, con una parte de vida propia arrancada a contracuerpo.

Dispositivo mediante, Nauman ha conseguido que seamos arte y parte de la obra ahí en juego, sorprendiéndonos a contrapié o con el pie cambiado. Allí donde pensábamos revolvernos contra los límites del dispositivo, estábamos, inadvertidamente, cumpliendo con la coreografía de gestos y vivencias que forma la obra. Como quien rellena con metal incandescente el molde de una escultura, así rellenábamos nosotros, en este caso con materia de vida y libertad propias, el molde de la obra. Queriendo franquear límites, no hacíamos sino allegarnos a ellos para compulsar mejor aun su perímetro interno.

 

 

 

Bibliografía

Dercon, Chris. “Décomposer, décomposer sans cesse”, en Bruce Nauman: image-texte 1966-1996. Centre Georges Pompidou, París, 1997, pp. 98-105.

Husserl, Edmund. Husserliana XXIII: Phantasie, Bildbewusstsein, Erinnerung. Eduard Marbach (ed.). Kluwer Academic Publishers, Dordrecht-Boston-Londres, 1980.

Posada Varela, Pablo. A contracuerpo. Bruce Nauman y la fenomenología. Brumaria, Madrid, 2016.

Sharp, Willoughby. “Interview with Bruce Nauman”, 1971 en Please pay attention please: Bruce Nauman’s words: writings and interviews. Janet Kraynat (ed.). MIT Press, Cambridge, 2003, pp. 133-154.

 

[1] Hemos tratado más ampliamente estas cuestiones en nuestro libro A contracuerpo. Bruce Nauman y la fenomenología, Brumaria, Madrid, 2016. Las líneas que siguen retoman, remodelándolas y refundiéndolas, algunas partes de dicha obra.

[2] Chris Dercon, “Décomposer, décomposer sans cesse”, en Bruce Nauman: image-texte 1966-1996, Centre Georges Pompidou, París, 1997, pp. 98-105.

[3] Cfr. en particular Edmund Husserl, Husserliana XXIII: Phantasie, Bildbewusstsein, Erinnerung, Eduard Marbach (ed.), Kluwer Academic Publishers, Dordrecht-Boston-Londres, 1980.

[4] De hecho, en la automanifestación estética por autoextrañamiento (dispositivo mediante), se aloja también una intención política sobre la que nos explayaremos en ulteriores trabajos, y para cuyo análisis son necesarias las bases que estamos ahora tratando de establecer.

[5] En el apartado V insistiremos sobre este aspecto del pasillo de Nauman. Efectivamente, a la virtualización de la experiencia sucede una suerte de renacimiento del experienciar en bruto. La complejidad del dispositivo obra una auténtica puesta entre paréntesis fenomenológica que, precisamente, pone de manifiesto el mero vivir en su inaudita pureza, el latido mudo del experienciar sin las interpretaciones que habitualmente lo recubren. Y, paradójicamente, eso se logra mediante la sobrecomplejización de una mediación por la imagen que, difiriendo y torciendo la autorreferencia, permite que esta prorrumpa en su versión más inmediata y cerrada, inasequible a toda hermenéutica por consistir en un vivir que ya siempre se ha vivido a sí mismo (un vivir que correspondería a la autodonación de la vida tal y como la entiende el fenomenólogo francés Michel Henry). Lo cierto es que las instalaciones de Nauman nos permiten vivir de nuevas lo que es tener experiencia del cuerpo, del espacio, del mero vivir.

[6] Efectivamente, solo un dispositivo de espejo podría contener esta hemorragia de des-coincidencia. Si, por ejemplo, la cámara estuviera vuelta hacia mí y situada encima del monitor, entonces sí habría, en un determinado lugar del pasillo, a una determinada distancia tanto de la cámara como del monitor, algo así como un óptimo de visibilidad, de representación, un punto idóneo de epifanía. Pero dispuestas las cosas al modo de Nauman, correr a un supuesto centro nos condena a la periferia.

[7] Cfr. Willoughby Sharp, “Interview with Bruce Nauman. 1971”, en Please Pay Attention Please: Bruce Nauman’s Words: Writings and Interviews, Janet Kraynat (ed.), MIT Press, Cambridge, 2003, pp. 133-154. Chris Dercon, “Décomposer…”, op. cit. pp. 98-105.

[8] De hecho, en A contracuerpo. Bruce Nauman y la fenomenología, sosteníamos una tesis algo distinta que estas últimas reflexiones nos han obligado a matizar.

[9] Cfr. Willoughby Sharp, “Interview with Bruce Nauman…”, op. cit.

[10] Creo que sería preciso contactar a los museos que exponen pasillos de Nauman y otras instalaciones para que permitieran a cada espectador al menos una segunda entrada con carácter inmediato. Dicho de otro modo, instituir que esa segunda entrada sea posible sin que el espectador se sienta intimidado por la fila de espera que aguarda su turno. La instalación de pasillo solo cobra pleno sentido tras una segunda entrada.