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Caminata inmóvil

Veo que en estos días la gente desempolva cosas. Fotos, ropa, algún adminículo que la marcha de la tecnología ha dejado obsoleto. Por lo que escucho como comentarios, desempolvan con nostalgia, con curiosidad. Yo desempolvo una cinta de caminar. Y lo hago más bien con vergüenza. Hace años terminé de decretar que ese aparato era la representación pura del anticaminar y ahora acá estoy, con el corazón que me palpita por esa misma cinta, agradecida con mi procrastinación por no haberla llevado a ningún lado. Creo que en parte la vergüenza viene de ahí, y en otra parte viene porque la vergüenza siempre se las arregla para aparecer de alguna manera cuando se trata de nuestras adicciones. Y hace ya tiempo que yo me he vuelto adicta a caminar. Literalmente. Si no camino, se me embotan la cabeza y los sentidos, caigo en raptos de furia o de melancolía, me aturdo. Soy presa de un desorden que solo se desovilla cuando salgo paso a paso. En mi última novela publicada hay un personaje que lleva hasta el extremo esa manía de la que hablo, y en paralelo hay un diario en el que rastreo las huellas del primer paciente en ser diagnosticado con ese mal, un francés llamado Albert Dadas. Fuguismo se le ha llamado en la psiquiatría, y también automatismo ambulatorio, dromomanía, fuga disociativa, turismo patológico, poriomanía, drapetomanía y Wandertrieb. No sé si se me aplican algunas de estas etiquetas, solo sé que lo paso muy mal si no camino. Muy. Ese estatismo en el horizonte fue lo primero que me afectó en esta cuarentena. Y como eso repercute en todo lo demás, diré que es lo único que me afectó. En esta época en la que todo el mundo tiene lotes de malestares para relatar, mejor suscribir a la síntesis.

Las primeras caminatas en esta etapa de la cinta, tengo que confesar, fueron duras. El paso a paso se daba, sí, pero no el resto de las asociaciones y liberaciones y ejercicios de la imaginación que suele depararme el caminar. Mis únicas asociaciones eran formas de la tortura mental: me acordaba de los pasajes demoledores que Rebecca Solnit le dedica a estas máquinas en su extraordinaria Una historia del caminar. Me acordaba además del caminar como práctica de resistencia en Michel de Certeau y en Thoreau, del caminar como conjuro contra la muerte en Herzog, del caminar como afrenta a los temas prohibidos en Mary Shelley, del caminar como descubrimiento de otros órdenes en Iain Sinclair, del caminar animal de Stevenson, del caminar intrépido de Graham Greene, del caminar crepuscular de Sebald, del caminar fluvial de Esther Kinsky, del caminar empático de Carl Seelig. Y así con tantos otros, otras. Cómo podía yo seguir teniéndolos de interlocutores desde esa cinta inmóvil, me preguntaba, en cada paso. Cómo podía seguir sintiéndolos parte de mi tribu. Pero la adicción es más fuerte, así que seguí de largo, con mis tormentos y dudas a cuestas.

Y hoy, cuando ya han pasado semanas de caminata inmóvil, noto que esos tormentos y dudas se han mitigado, más bien diluido, y que en paralelo mi mente ha pasado a interesarse por lo que mi vista capta desde la ventana que tengo frente a mi cinta. Y así es que hoy, como todos estos días, veo salir a su balcón a la mujer del rodete. Camina también, pero no el mismo punto sino de un lado al otro de su balcón. Y de un lado al otro en sentido contrario. Y así sucesivamente. Su balcón es largo pero no tanto. Cada dos minutos se encuentra con un límite. Lo asume, gira, vuelve para atrás, caminando rauda hacia el otro límite. Hay mucho de eso en esta cuarentena, pienso, mucho de encuentro con los límites concretos. La mujer, además del rodete, camina con una falda amplia, es una de esas señoras de este barrio que no se plegó a los mandatos de la tercera edad cool. No camina entonces para mantener la forma. Ni tampoco para responder a los mandatos de su médico, porque esa fruición de su andar no es la de una buena paciente. Será también otra adicta, vuelvo a pensar, e intento una vez más localizar exactamente su edificio. Tal vez un día de estos, en mis escapadas por las cuatro cuadras de mi manzana, pueda tocar el timbre y preguntarle. Sé que hoy tampoco voy a intentar confirmarlo. Nada calma más una adicción que encontrar a otros que la padecen, que la veneran.

Y veo también al esbelto que desayuna en su balcón, enfundado en sus zapatos que adivino terminados en punta, y veo a las dos chicas que dibujan y cortan telas y se las prueban, y veo al hombre con sombrero que fuma demasiado agarrado de la varanda, y veo al perro que sistemáticamente se quiere comer al gato azulado, y veo esas sillas de hierro pintadas de un verde agua, y veo las macetas, veo las hojas que desbordan por el otoño, veo las cortinas que se mecen en ese gran ventanal del que nunca sale nadie, veo el triciclo muy bien colocado para un arreglo que nunca llega, veo el barrilete que una madre pelirroja hace flamear todos los fines de semana, veo a una chica con otro tipo de rodete que hace barra, y los veo a ellos, a mis niños de la terraza de acá nomás. Dos son, una niña y un niño, los dos hermosos, acompañados de sus padres también hermosos y exhaustos, cada día más exhaustos. Veo que hoy subieron con una bolsa llena de pelotas de colores que a los minutos ruedan desperdigadas por todos los ángulos de la terraza. Hay sol y los colores brillan. Y veo que el hijo del encargado, que tiene su casa en esa misma terraza y que aun así hasta hoy, hasta recién, los miraba retraído desde la ventana, se les suma. Corren los tres felices entre las pelotas de colores, se gritan cosas, se abrazan, y yo desde mi cinta pienso que por un momento se han disuelto las barreras que hasta hace unos minutos los separaban, ese tipo de barreras de clase aceptadas y propiciadas aun por esos padres que, además de hermosos y exhaustos, son evidentemente progres, uno de esos tantos matrimonios progres que con la gentrificación se ha mudado a este barrio, y yo desde mi cinta pienso que tal vez estoy asistiendo a uno de esos instantes en los que la micropolítica marca el germen de una transformación, uno de esos instantes en los que, se verá después, mucho después, cuando realmente se pueda pensar, se fue dando cabida a un nuevo orden, una nueva forma de relacionarnos y de habitar este planeta, una nueva concepción de lo que es la riqueza, de lo que son los otros, de lo que significa una vida en común, un reconocimiento de lo que significa la Naturaleza no como objeto sino como sujeto de derecho, y un reconocimiento de la importancia del juego en nuestras vidas, del juego como antítesis de la lógica productivista y acumulativa que nos llevó adonde estamos. Todo esto pienso desde mi cinta inmóvil, y en un punto no me extraña, porque caminar, incluso acá, entre estas cuatro paredes, me suele llevar por el costado luminoso de las cosas.

 

Buenos Aires, Argentina

La Bitácora del encierro es un proyecto de la UAM Cuajimalpa