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Casi todo lo que sé sobre desinfección

La naturaleza muerta es uno de los géneros más populares de la pintura, tanto clásica como contemporánea. En mis visitas al Museo del Prado he pasado ratos embelesada ante las que pintaron De Arellano, De Zurbarán o Willem Heda, que muestran hortalizas, frutas y alguna presa de caza descansando sobre una mesa o repisa de cocina. En el siglo XX, artistas como Giorgio Morandi o Matisse eligieron objetos cotidianos —en concreto botellas, jarras y floreros— como motivo recurrente para sus naturalezas muertas. Si yo adaptase este género a la situación de cuarentena actual en Madrid, mi bodegón más representativo estaría compuesto por envases de productos de limpieza y desinfección.

Para muchos, nuestra única manera posible de luchar contra lo que entre gente de confianza llamamos el bicho es paradójicamente la más pasiva: la de quedarnos en casa. Pero como mi ansiedad, preocupación e impaciencia fueron creciendo exponencialmente y sin control desde mediados de marzo, confieso que caí en el consumo exagerado de productos para limpiar y desinfectar todo lo que me rodease.

Para empezar, reparé en que limpiar no es sinónimo de desinfectar. Durante mis cuarenta y ocho años de vida en la tierra no me había dado demasiada cuenta de esta diferencia, que ahora me resulta esencial. Por eso acudí al diccionario de la RAE, para salir de dudas. La entrada limpiar se define como “quitar la suciedad o inmundicia”. La voz desinfectar, por su parte, es para los académicos algo tan previsible como “quitar la infección o la posibilidad de causarla”, aunque la definición prosigue con algo que me interesa más: “[…] destruyendo los gérmenes nocivos o evitando su desarrollo”. Así que me grabo a fuego en la mente un par de cosas: que la inmundicia apenas tiene relación con esa partícula microscópica de ADN que necesita de los humanos para sobrevivir, y que a pesar de que ni mis manos ni la encimera de la cocina lo parezcan, pueden estar plagadas de partículas del virus. Para alguien con tendencias obsesivas, esta es una noticia muy mala.

 

 

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Como tanta gente, yo también tenía un par de pastillas de jabón en casa. Humildes en su mutismo blanco, finalmente han resultado ser las mejores aliadas contra el virus, según los expertos. En el botiquín no me faltaba alcohol etílico (un frasco pequeñito que ahora he sustituido por uno de litro), y en el armario de los productos de limpieza guardaba la típica botella de plástico de lejía para desinfectar (y limpiar) cualquier superficie. Esas podrían haber sido mis espadas láser contra la pandemia, pero no me parecieron suficientes. Por eso, tres días después del inicio de la cuarentena, me hice también con un envase del clásico alcohol en gel que durante días faltó en las farmacias y droguerías y ahora se encuentra de nuevo por todas partes. Leí que el jabón destruye la capa grasa del virus y que el alcohol desnaturaliza sus proteínas, así que cada vez que froto algo —manos, teléfono, tarjeta de crédito— con alcohol en gel o líquido, me siento como la protagonista de un videojuego de matar marcianitos que no tuviese efectos de sonido incorporados.

 

 

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El 28 de marzo creció por segunda vez mi familia de productos de limpieza: me hice con un spray que desinfecta superficies —lo pone en el rótulo del envase— y ya solo el gesto de apretar esa especie de gatillo del que viene provisto el dosificador sirve para calmar esta cabeza preocupada. También compré un vinagre especial para limpiar superficies que jamás había visto antes en ninguna tienda, no porque no los vendiesen sino porque quizá yo no miraba los estantes de la sección de droguería con el mismo empeño que ahora. La vendedora del supermercado me aclaró que el vinagre no desinfecta, solo limpia. A pesar de ello, me lo traje a casa.

El vinagre es para mí un remedio ligado a la civilización grecolatina. Seguro que los romanos, que ya hacían vino, también usaban para algo el vinagre. En efecto, lo acabo de comprobar: lo bebían mezclado con agua y al mejunje lo llamaban posca. No creo que el vino agrio mate a este virus que ni siquiera es un ser vivo, pero me reconecta con mis ancestros, con los antiguos habitantes de la península ibérica precristianos. El bote de vinagre de limpieza multiusos que tengo aquí no eliminará el coronavirus, pero sí que hace desaparecer “la cal, la grasa, el óxido y los malos olores”. Y abrillanta, me garantizan en el envase. Pero, ya que elimina la grasa, ¿se deshará también de la que recubre el código genético del coronavirus, esa misma grasa que el jabón común sí puede eliminar? No sé a quién preguntar. Nunca pensé necesitar a un virólogo o a una epidemióloga como interlocutores en mi día a día. Hasta el momento solo había solicitado el consejo de abogados y contables, pero ahora me encuentro transportada a una extraña etapa similar a mi infancia en la que cualquier comentario de los adultos —de aquellos adultos que no eran tan sabios como los niños creíamos— era palabra sagrada. Lo mismo sucede hoy con las declaraciones de los que conocen el comportamiento de los microorganismos.

Mi último invitado en forma de producto ha sido otro espray de alcohol, esta vez no para el lavado de manos sino para el de objetos y superficies (he incrementado el uso de la palabra superficie en un doscientos por cien en estas semanas). Viene de Polonia, por eso la información que figura en su envase está escrita en versión bilingüe polaco-inglés: “Oczyszczający żel do rąkCleansing hand gel”. Por más que diga gel, es alcohol en espray, pero lo más llamativo es que su tapón dosificador es de color dorado. Se me hace extraño que hayan tenido que importar un producto tan común desde Polonia. Imagino la situación: “Por favor, necesitamos productos desinfectantes. Son para España, un país muy tocado porCovid-19”. Y Polonia ofreciendo miles de esos frasquitos con tapón dorado. Me mata el tapón dorado: dota al producto de un boato ridículo e innecesario, como si en verdad se tratase del atomizador de un perfume caro y sofisticado.

El alcohol polaco lo empleo para llevar a cabo un nuevo ritual diario que, según algunos expertos del sector de la salud, es innecesario: al volver de la compra saco del bolsillo mi monedero de plástico y le paso por encima unos discos desmaquillantes rociados del líquido eslavo. Después llevo a cabo la misma operación con los envases de alimentos: cartones de leche, cajas de plástico o latas. Ayer la leche desnatada que compré destiñó: el color verde-prado que eligieron los diseñadores del tetrabrik se lo llevó por delante el algodón con el que lo froté. Una artista plástica me hizo ver que experimentar con esos desteñidos era una interesante manera de intervenir los objetos cotidianos, pero yo no tengo ni tiempo ni ganas de hacerlo.

 

 

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El 24 de abril se publicó la noticia en todos los medios del planeta: Donald Trump había preguntado a sus científicos de cabecera, en tono más bien de sugerencia, si beber desinfectante o inyectárselo podría ser una buena idea para combatir el virus. Con su deprimente espontaneidad, fruto de su ignorancia mezclada a partes iguales con una gran dosis de altanería, hizo la siguiente observación: “Veo que el desinfectante, lo deja K.O. [al virus] en un minuto, ¿hay alguna manera de que podamos hacer algo así mediante una inyección?”.

La humanidad se echó las manos a la cabeza al unísono, incluida yo misma. Pero en lo más profundo de mi cerebro, en un lugar remoto al que nadie puede acceder, se aloja el recuerdo de haber hecho gárgaras en estos días con un colutorio contra la irritación de garganta que me recetaron el año pasado. Confiaba en que se llevase por delante al bicho, en caso de que estuviera alojado en mi asintomática faringe. No le pedí asesoramiento a nadie: simplemente lo hice porque no tenía nada que perder (como también parece haber dicho Trump sobre el uso de un medicamento no contrastado científicamente: si se prueba en humanos que no sean él, “no hay nada que perder”). Yo, que no soy mandataria internacional, me puedo permitir mis experimentos silenciosos con Odamida (“Solución para enjuague bucal. No ingerir”). De hecho, no la ingerí, pero la empleé combinando mi ignorancia con mi bagaje de cine de ciencia ficción y thrillers, creyendo que con ese líquido rojizo destruiría al enemigo microscópico.

Lo que sí es una certeza para mí en estos días se inspira también en el cine, concretamente en un largometraje en blanco y negro de Jack Arnold. En él, un hombre va menguando poco a poco de tamaño a medida que pasan los días. Esa es mi sensación respecto a la pandemia, la de haberme convertido en una hormiga cabizbaja que en su momento creyó ser tan grande y poderosa como Godzilla.

 

Madrid, España

La Bitácora del encierro es un proyecto de la UAM Cuajimalpa