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Experiencia del panurgismo

En La doctrina del shock (cuya lectura, más que nunca, nos parece indispensable), la ensayista canadiense Naomi Klein hace un paralelismo entre los métodos de tortura utilizados (especialmente durante el golpe de Estado de Chile en 1973) y la teoría económica de la Escuela de Chicago, reunida alrededor de Milton Friedman, el defensor de un capitalismo ultrarradical. Con el fin de imponerle al pueblo reformas que no quiere, lo hace pasar por un shock (o aprovechar una catástrofe) para establecer de golpe las medidas que de otra forma serían imposibles. Entre los ejemplos que da Naomi Klein, citemos las consecuencias del huracán Katrina que en agosto de 2005 destruyó Nueva Orleans en Luisiana: mientras que los servicios de emergencia no habían llegado todavía a los más necesitados, Milton Friedman pedía que se reanudara todo el sistema educativo. Muy rápidamente se hizo realidad: antes del huracán Katrina había ciento veintitrés escuelas públicas y siete escuelas privadas. Después de Katrina, ya solo quedaban cuatro escuelas públicas y treintaiuno escuelas privadas. “Las nuevas escuelas (privadas) volvieron a contratar a algunos jóvenes profesores, donde recibían un salario definitivamente inferior que el anterior. Muchos otros no tuvieron esa suerte”.

Para establecer las bases de su doctrina del shock, Milton Friedman se habría inspirado de los métodos del “interrogatorio coercitivo” (la tortura) elaborados por la CIA. Se trata de “provocar una fractura violenta entre el prisionero y su capacidad de comprender el mundo que lo rodea”. Cambien “el prisionero” por “la sociedad” o “el pueblo” y tienen las líneas generales del pensamiento de la Escuela de Chicago.

Vivo a orilla del Mediterráneo. Hoy, el cielo está azul, el mar también está tranquilo. Desde la llegada del Covid-19 y desde las medidas de confinamiento que se les impusieron a los franceses, vimos un tiburón azul nadar no muy lejos, en las aguas del puerto de Sète; cetáceos cruzar muy cerca de las playas. La ciudad balnearia se parece a esas ciudades en las películas o las series que relatan una catástrofe. La mayoría de los comercios están cerrados, la policía, a la entrada de la ciudad, controla los escasos automovilistas: para circular es necesario un salvoconducto. Las calles están desiertas cuando en esa época del año se encuentran turistas y habitantes, jubilados y jóvenes trabajadores temporales que vinieron por una chamba de mesero, cocinero, vendedor… Hoy vi pasar a una anciana provista de un cubrebocas artesanal que llevaba mal puesto. Como una actriz que interpreta mal su papel y que no ha leído el libreto. Las vitrinas de las tiendas están sucias (el viento marino acumula en ellas el polvo de la arena de la playa). Sin embargo, estamos en una región que está bastante a salvo de la crisis sanitaria. A salvo en los hechos, pero no en su representación: los medios, veinticuatro horas al día, enumeran la cantidad de víctimas del virus en Francia, recuento sórdido y ansiogénico. Cada cuarto de hora, se dan consignas sanitarias en las ondas de radio, en la tele. La policía municipal y la gendarmería patrullan. Cada día, helicópteros sobrevuelan las playas para prohibirle a cualquier persona que se pasee por ahí, como si eso tuviera una verdadera incidencia en la pandemia. Más al norte, un prefecto le pidió a los cazadores que vigilen los bosques para prohibirle el acceso a los paseantes, aunque estuvieran solos deambulando por ahí. Algunos polis sancionan a los ciudadanos según criterios muy personales: aquí, porque salir para comprar solamente pan no es considerado indispensable; allá, una persona que seguía una caravana fúnebre se gana una multa (no tenemos permiso de decirle adiós a los que amamos)… Nunca antes los franceses le hubieran permitido a no importa qué gobierno imponer esas medidas tan liberticidas. Desde el Covid-19, sí. Y esto va más allá: durante el confinamiento los conmutadores de la policía estaban saturados de llamadas de “buenos ciudadanos” que querían denunciar los comportamientos de sus vecinos.

Naomi Klein muestra cómo algunos psiquiatras contribuyeron a perfeccionar la tortura. Evoca a Ewen Cameron y sus prácticas radicales: retirarle al paciente cualquier punto de referencia cronológica, espacial, sensitiva. Confundirlo. Las páginas del libro que evocan esto son bastante extenuantes. La idea, que Friedman y sus discípulos adoptaron, es que se puede obtener lo que se quiera de alguien que ya no tiene control sobre la realidad. Se le borra la mente para reprogramarla con las reglas que se quieren hacer que siga.

La pandemia confunde a las sociedades. El peligro es invisible, pero las cámaras van a filmar a los entubados en los pasillos de los hospitales. Lo invisible está espectacularizado. No solo por los medios: para transportar a doce enfermos de Córcega al continente, el gobierno alquiló un portahelicóptero con doscientos marinos a bordo. Fue menos costoso enviar a Bastia a algún personal sanitario y doce respiradores… Pero había que ejemplificar las declaraciones del Presidente de la República que pretendía que Francia estaba en guerra… El peligro es desconocido: se anuncia la eficacia de un medicamento que de inmediato se dice que es inservible. Se habla de estacionalidad, pero se predice que esto durará más de un año. Se dice que los cubrebocas son inútiles y se obliga a usarlos. Se cierran las escuelas porque los niños son muy contagiosos, se vuelven a abrir dos meses más tarde tranquilizando a los padres: los niños no son muy contagiosos. Se descubren formas de Kawasaki (debilitamiento del corazón) en los niños y ya no se habla más de ello. Hasta que uno muere. Se nos pide que seamos solidarios con las personas frágiles, se nos prohíbe ir a ver a los abuelos. Todos esos mensajes contradictorios confunden.

Entonces, en nombre de la urgencia sanitaria, es más fácil imponer una gobernanza de excepción, por mandato, e imponer medidas liberticidas: la prohibición de manifestarse, la reagrupación de más de diez personas está prohibida. Al mismo tiempo que se relaja (eufemismo) el derecho del trabajo para preparar el relanzamiento económico después de la crisis económica que se provocó. Una catástrofe como la pandemia del Covid-19 es un golpe de suerte para los partidarios de la Escuela de Chicago: en nombre de la salud de cada uno se pueden borrar años de conquistas sociales, es posible sentarse sobre las medidas ecológicas preconizadas antes de la epidemia, es posible imponerle al pueblo leyes extremadamente liberticidas. Sin embargo, aquí en Francia, la primera reacción del gobierno fue la de poner la vara en el punto opuesto del que deseaban Friedman y sus descendientes. La orientación inmediata que dio el capitán del navío Francia fue, al contrario, la de sostener masivamente la economía vía el dinero público: fondos de solidaridad, asumir el desempleo parcial, préstamos garantizados por el Estado. Hasta ese momento, Emmanuel Macron se nos anunciaba más como un friedmaniano que como un keynesiano. Esas ayudas, masivas, ¿qué contragolpe anuncian? ¿Cómo cubrirá el país las sumas gastadas? ¿Con una privatización más intensiva? ¿Con imposiciones centradas en la futura economía de los ciudadanos?

Hoy en día la pandemia se aleja al igual que los cetáceos se alejan de las costas. El regreso a la vida normal está en curso. Las viejas señoras que van a comprar el pan son las que peor usan el cubrebocas. Las ciudades balnearias difunden actividades que teníamos la costumbre de tener en abril: los restaurantes playeros se instalan con más o menos un mes de retraso, los comercios vuelven a abrir en modo sanitario (menos mesas en los restaurantes, cubrebocas y gel hidroalcohólico obligatorios).

Ante el coronavirus, no todos los diferentes países respondieron de la misma manera: Alemania en Europa, Tailandia o Hong-Kong en Asia, lograron controlar la pandemia. Bastaba con tener cubrebocas y pruebas. De haber sabido, se hubieran seguido los planes elaborados desde hace años y que anunciaban el tipo de crisis que padecimos. Este no es el caso de Francia, España, Italia o Gran Bretaña, entre otros. La pandemia se aleja y muchos se agitan de impaciencia por ir a pedir desde la calle cuentas a los que estaban encargados de ahorrarnos tantos muertos.

Pero por ahora, la urgencia es retomar las actividades. Henos aquí ya en el mundo de después. Es el mundo de antes, pero menos bien. Ya no nos besamos. Ya no nos damos la mano. Algunos gestos son prestados: ¿cómo encontrarse de nuevo en una calle estrecha? ¿Ir a manifestarse, a pesar de la prohibición, a favor de los indocumentados nos convierte en ángeles o demonios? ¿Ayudamos a nuestro alter ego a encontrar el lugar que le corresponde en nuestra sociedad o vamos a relanzar una epidemia que mató en exceso?

Por tres meses, los mensajes repetidos incesantemente decían algo así: nos arriesgamos a morir antes de lo previsto, restringimos nuestras libertades para que esto no pase. El mensaje pasó. Muchos están listos para aceptar un recorte salarial para relanzar la economía, renunciar a sus vacaciones, trabajar más para ganar menos. Si esto puede frenar la muerte en el momento de la próxima pandemia…

Sin embargo, nunca se planteó una pregunta: ¿en vez de retrasar el momento de morir no convendría aprovechar más el momento de vivir? ¿En vez de desconfiar del otro, de renunciar a los abrazos, de ponerse un cubrebocas entre sí mismo y el mundo, no convendría convertir el momento que precede a la muerte en algo que sea la verdadera vida? Una vida de arrebatos, emociones, alegrías y combates. En vez de un encierro físico y mental al que consentimos con mucha abnegación, ¿qué deben ser nuestras vidas? ¿Qué queremos que estas sean?

En 1962, Jean-Luc Godard grababa Vivir su vida con la conmovedora Anna Karina. La película relata cómo una joven vendedora que no tiene ni un centavo y está ávida de sueños, termina prostituyéndose. El escritor Arno Bertina nos la recuerda en su último libro, L’Âge de la première passe: “Vivir su vida” o “hacer la vida” como se dice en el Congo también significa: “prostituirse”.

La pregunta que nunca se ha planteado durante la crisis pandémica es esta: ¿qué sentido queremos darle a “vivir su vida”? Solo nos compete a nosotros responder a ella y rehusarnos a que nos dicten esta respuesta, por la razón que sea. Para estar muy seguros de que existe una vida antes que la muerte.

 

 

Valras-Plage, Francia

Traducción del francés de Adriana Romero-Nieto

La Bitácora del encierro es un proyecto de la UAM Cuajimalpa