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Herramientas para visitar otros mundos sin salir de casa

Cuando la realidad de esta pandemia no nos dejó más escapatoria que cancelar las funciones y recluirnos, me dispuse a buscar refugio junto a mi familia en nuestro querido Tepozclán, como le llamo. Empaqué todo lo que me pareció indispensable para un tiempo incierto, incluyendo una gran bolsa (de esas que parece que no tienen fondo) con materiales diversos para construir ficciones —también inciertas—, pero ciertamente posibles y necesarias en circunstancias de confinamiento.

En la bolsa había resistol, bolsas de papel, listones, brillantinas y tijeras (y muchas cosas más de las cuales fue testigo el pequeño ratón que estuvo royendo dentro de ella por semanas hasta que lo descubrí). A estos materiales se fueron agregando palos de bambú, tubos de cartón de papel de baño, papel de china y hasta una fibra para lavar trastes.

Llegando a casa de mi madre, desempolvé un viejo teatrino arrumbado que tenía aquí y me puse a la tarea de vestirlo de barco para contar una historia; una fábula que anda circulando en redes atribuida al Libro rojo de Carl Jung, que me pareció hermosa y profunda y muy pertinente en este momento: “En cuarentena”, la titulé. Me temo que no es realmente de Jung, porque ya supe de alguien que la recibió como si fuera de García Márquez, y yo aún no la encuentro en las casi 500 páginas del libro que un amigo me hizo llegar amablemente en pdf. Pero, independientemente de su origen y autoría, la relevancia de lo que cuenta me impuso un ritmo vertiginoso e irrefrenable de construir para contar. Lo agradecí tanto… pegar, cortar, dibujar, dar volumen, dimensionar: era todo lo que ocupaba mi mente. No hablar casi fue un regalo, un suspiro diario que me permitió conectar con mi propio laberinto interior y empezar a encontrar el camino, aunque a ciegas.

La maravilla de construir un barco es que siempre implica viaje, así que tenía prisa por zarpar.

Invité a colaborar a mis allegados más gráciles con el lápiz y la realización de lo concreto: mi marido dibujó un barco en una hoja y mi cuñado lo reprodujo al tamaño requerido para recortar; mi sobrino fue en busca de palos de bambú de todos los tamaños y ayudó cortando los que serían los peldaños de la escalera; mi sobrina fue mi mayor cómplice desde el inicio, proponiendo, asistiendo y animando. Todos los habitantes de la casa pasaban por el Astillero miniatura dejando un comentario, una idea, una mirada de extrañamiento.

Y en la búsqueda del volumen y la redondez, la construcción fue ya, en sí misma, un viaje.

Mi sobrina Cora es una actriz en construcción, apenas tiene once años pero su animal escénico se asoma salvaje tras su funda humana. “Tengo que aprovechar que aún tengo algo que enseñarle, una mano que darle para entrar en este mundo mágico-cómico-musical-pero-siempre-permeado-por-la-tragedia, que es el teatro”, me digo: “Qué suerte que hay dos personajes en la fábula”. Imprimo el texto y empezamos a estudiar y a ensayar, al tiempo que el universo se va armando de olas, velas y camarotes.

Por su parte, mi esposo Pablo compone una pieza y diseña la banda sonora del video que mi cuñado me ayudará a fotografiar y editar más adelante.

Una tarde, el viento azota poderoso el barco, rompiendo una vela y el mástil mayor. Hubo que restaurarlo y fue entonces que me convertí en tripulación.

En tanto actriz del elenco estable de la Compañía Nacional de Teatro, sigo siendo beneficiaria de una residencia artística, así que continúo trabajando. Hago teatro, produzco arte escénico desde el encierro. Pero cómo “hacer teatro” hoy es un enigma que se abre frente a nosotros como un abismo. El teatro, por definición, es reunión presencial. Y de pronto todas las salas se han cerrado y los hacedores de teatro nos encontramos recluidos en nuestras casas, imposibilitados de encontrarnos para construir universos conjuntos. Nos hemos vuelto islas y nuestro mar está repleto de balsas a la deriva. “Sin embargo, sabemos bien que la verdadera y única fuerza del teatro es la salvaje necesidad de quien lo hace, y su obstinación por no dejarse domesticar”, dice Eugenio Barba en una carta que escribe a su amigo Gregorio Amicuzi desde su “isla”, este pasado 27 de abril. “Nadie nos ha obligado a elegir el teatro. Nosotros que nos sentimos urgidos de esta necesidad debemos arremangarnos y arar el jardín que nadie puede quitarnos…”.

Y así vamos encontrando maneras de construir ficciones y compartirlas “en vivo”, y otras líneas que vamos lanzando en el vacío. Tendiendo puentes y construyendo barcos.

Este 27 de marzo, día mundial del teatro, como cada año, un especialista emitió un mensaje desde el teatro para el mundo. Algunos actores de la Compañía Nacional Teatro hicimos un video para transmitir este mensaje. El párrafo que me tocó leer frente a la cámara decía: “Es hora de recuperar la relación simbiótica entre el artista y el público, el pasado y el futuro. Hacer teatro puede ser un acto sagrado, y los actores pueden convertirse en los avatares de los roles que desempeñan”.

En este tan particular como incierto momento que tiene en vilo a todos los países y a todas las personas, me he quedado mascullando lo que Shahid Nadeem escribió desde Pakistán en su texto: “El teatro como santuario”.

Un santuario, una isla, un espacio en el cual ser y compartir tu esencia. Eso ha sido para mí el teatro desde que llegué a sus playas náufraga de otros barcos: mi patria.

Un barco en busca de una isla, una isla que se vuelve un barco que naufraga, eventualmente. Una isla barco, patria, refugio, santuario. Un jardín interior, una persona, un capitán en su nave: avatares navegando como barcos en las redes de la virtualidad.