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Isla en la isla

La paranoia

 

La primera llamada del 29 de marzo fue para avisarme que un alumno de la Escuela Internacional de Cine de San Antonio de los Baños (EICTV) había resultado positivo a la covid-19. La segunda, para pedir que enviara mi dirección exacta. La tercera, para informarme que podía elegir entre cumplir la cuarentena en la EICTV o en un centro de aislamiento en mi comunidad.

Mi inquietud en ese momento no fue el contagio sino el tiempo. Impartí clases al estudiante del 16 al 2o de ese mes: habían pasado diez días desde la última vez en que conversamos y yo no había vuelto al campus eiceteviano. Sin embargo, estar dos semanas solo conmigo mismo en un pequeño apartamento me colocaba ante un vacío. Cargué libros, laptop, discos duros con películas y series de televisión.

El lunes en la mañana vino por mí un auto de la Escuela, y luego recogimos al ensayista y crítico de cine Joel del Río, quien diera clases al mismo grupo de estudiantes de producción días después que yo. Al llegar, nos indicaron ir de inmediato al consultorio médico, donde nos tomaron la temperatura y nos dijeron que teníamos que hacerlo cuatro veces al día. Ya instalado, Iana Paro, jefa de la Cátedra de Guion, me dijo que los profesores jóvenes cuidarían a los “viejitos” y nos llevarían las comidas.

El miércoles 1 hicieron la prueba PCR, la más confiable, a los dieciocho contactos del alumno enfermo, y el jueves 2 comenzaron a hacer la rápida al resto de las personas que estaban viviendo en la EICTV: los estudiantes y un número considerable de trabajadores que tuvieron que vivir allí para atendernos, además de los docentes, cubanos y de otros países, atrapados en la cuarentena. En el área exterior del consultorio estallaban aplausos cuando se confirmaba una prueba rápida negativa.

Poco después de las dos de la tarde supimos, por el chat del wasap, que Joel del Río, la doctora del consultorio y un trabajador de mantenimiento se habían contagiado (aunque sin síntomas, por suerte). Aterrado, me quedé más de cuatro horas sentado en el balcón, con el equipaje listo, esperando que me fueran a buscar. Aunque protegidos ambos con mascarillas, había estado unos cuarenta minutos en el asiento trasero del auto con Joel, nuestros equipajes en el mismo maletero, las manos de uno acomodando maletines y bolsos del otro. Al filo de las siete de la noche circuló la noticia de que el resto de las pruebas eran negativas.

La detección de estos nuevos enfermos desplazó el término de la cuarentena hasta el 16 de ese mes.

Abril del 2020 fue uno de los meses más calurosos padecidos en Cuba, y perdí la capacidad de identificar si el calor estaba en el aire que respiraba o en mi cuerpo. Mi esposa había puesto un termómetro en el equipaje, y antes de ir al consultorio me tomaba la temperatura, convencido de que sería enviado a un hospital en cuanto las enfermeras verificaran que estaba por encima de los 38 grados Celsius que creía tener. Al mediodía y a las cuatro de la tarde caminaba unos 60 metros hasta la clínica bajo un sol inclemente. Mis 36.8 grados del apartamento subían a 37, a 37.2 a lo sumo. Nunca pasé de ahí.

En las noches me ardía la garganta. Chupaba pastillas de benzocaína, hacía gárgaras con enjuague bucal. Luego me di cuenta de que era una reacción alérgica: al norte de la Escuela se quemaban campos, y con el cambio de la brisa el humo nos caía encima.

Me hice el hábito de caminar, media hora al menos, del balcón a la cocina. Hablar por teléfono o enviar mensajes de voz mientras me desplazaba era un buen modo de acelerar el paso del tiempo. A las 11 de la mañana el doctor Francisco Durán, jefe de Epidemiología del Ministerio de Salud Pública de Cuba, actualizaba por televisión y radio los datos del día: cuántos muertos, cuántos nuevos casos, cuántos internados, graves, críticos… Decidí alejarme de esos reportes y además desactivé Facebook de mi celular. La voz amable y sensata del doctor Durán me alcanzaba de todas maneras, procedente de apartamentos vecinos, y era inevitable la curiosidad, el pavor: ¿hasta dónde caeremos?

Más de una vez me sorprendí temiendo que se infectaran esos personajes que, en la pantalla, se besaban o abrazaban o se sentaban demasiado unidos a la misma mesa de las películas o series que veía en las noches.

Por fortuna, tenía el compromiso de entregar un guion antes del 13 de abril. La idea me gustaba y la trama, concebida por Juan Carlos Tabío y Jorge Perugorría, fluía muy bien. Dedicarme a una historia hermosa y ajena fue un bálsamo que alivió la lentitud insoportable de esas jornadas.

Lo mejor, sin embargo, fue sentirme querido. A las atenciones que me brindaban en la Escuela esos jóvenes profesores (todos egresados de la EICTV y mis discípulos años atrás), y la preocupación incesante de familiares cercanos, se unían llamadas o mensajes de antiguos cómplices, de sobrinas a las que veo de década en década, de primos que se comunicaron desde Miami o San Juan de Puerto Rico. También me enteraba de que Joel seguía asintomático, que Maricarmen, la eficiente coordinadora de la Cátedra de Producción, se había contagiado, que la esposa de un amigo español se recuperaba en Madrid. Puedo asegurar que nunca estuve solo.

El domingo 12 nos eximieron del aislamiento. Pude entonces salir a caminar libremente, pasearme por la yerba de la pradera, calcinada por la sequía, que separa los edificios de apartamentos de los del área docente. El martes 14 despedimos a los mexicanos, que viajaron a su país en un vuelo humanitario. Daniel Hernández Delgadillo, que fue mi alumno en Guadalajara y ahora dejaba sin concluir la Maestría en Documental, publicó un mensaje de voz hermosísimo, donde identificamos nuestro estado de ánimo durante esas semanas. Antes, dos estudiantes de la especialidad de Guion del curso regular escribieron sobre el asfalto, frente al edificio donde vivían los trabajadores: “Nuestro cine estará marcado por la solidaridad de ustedes”.

En víspera de la vuelta a casa, al atardecer, nos reunimos en la pradera mis siete estudiantes: tres brasileñas, dos chilenos, un colombiano, un ecuatoriano y Joaquín Octavio González, puertorriqueño, coordinador de la Maestría en Guion y uno de los profesores que me mantuvo bien atendido durante la cuarentena. “No hay a quien echarle la culpa de esto”, dijo uno de ellos. Estaban a un tiempo preocupados por sus familiares y amigos distantes, desolados por la interrupción de su curso, agradecidos por las atenciones recibidas en Cuba y en la EICTV, desconcertados porque avanzan a ciegas hacia el futuro. No nos atrevimos a abrazarnos.

 

 

El otro aislamiento

 

La EICTV es una isla dentro de otra isla mayor, y Cuba suele estar aislada por su singularidad. Las vacaciones que tomé en Facebook estuvieron motivadas, principalmente, por la agresividad que se desató, con la llegada de la pandemia, entre cubanos de posiciones políticas encontradas, o quizás tan solo empecinados en imponer puntos de vista, razones que no admiten la flexibilidad del diálogo. Una de esas amistades en las redes sociales, por ejemplo, opinó que el gobierno nos ponía en riesgo al acoger el crucero británico MS Braemer con tripulantes enfermos de covid-19 a bordo, y al que ninguna otra nación del área había aceptado. Acusaba a las autoridades cubanas de haber emprendido un operativo cuyo propósito principal era el de obtener miles (o millones) de libras esterlinas, lo que fue desmentido por el embajador del Reino Unido en la Isla. El del crucero fue un hermoso gesto del que todos debimos sentirnos orgullosos, y que no provocó un solo contagio entre quienes se encargaron de que los pasajeros continuaran viaje por avión hasta Gran Bretaña.

Supe también de una amiga que esperaba, con pánico, el momento en que vería desde su balcón las calles tapizadas de cadáveres.

En la primera semana de mayo los científicos comenzaron a especular que el pico de la pandemia, que se pronosticaba para mediados o fines de ese mes, se había adelantado. Pasamos el peor momento sin darnos cuenta.

Ya en casa, he incorporado a mi rutina escuchar al doctor Francisco Durán. Si antes temía al crecimiento de las cifras, ahora es la esperanza lo que me sienta frente al televisor. En el instante en que escribo estas líneas, 29 de junio, han ocurrido 86 muertes y están hospitalizados 41 pacientes, de los 2340 confirmados hasta la fecha. La gestión gubernamental y, en particular, del Ministerio de Salud Pública, de los médicos, técnicos y científicos ha sido ejemplar.

Este sería el haz de la moneda. El envés es la economía. Desde 2019, a la ineficiencia histórica de las empresas estatales se le han ido añadiendo nuevas vueltas de tuerca del bloqueo del gobierno de los Estados Unidos. Una vez firmado el título 3 de la ley Helms-Burton por el presidente de ese Estado, se han perseguido barcos que transportan combustible hacia nuestros puertos y se ha impedido la compra de alimentos o equipos médicos, entre otras acciones. También se ha intentado demonizar la presencia solidaria de trabajadores de la salud en otros países: “Bolton dice que son esclavos y en Italia los despidieron como ángeles”, leí en estos días en Instagram.

En Cuba quizás se esté confirmando que el nuevo coronavirus se traslada mal de un cuerpo a otro en espacios abiertos. El colapso que no ocurrió en los hospitales está sucediendo en los mercados. En La Habana se ha vuelto habitual la imagen de decenas o cientos de ciudadanos arracimados en las colas, cubiertos la mayoría con mascarillas, o llevando esa pieza que aquí llamamos nasobuco como collar o corbata. En la calle, las conversaciones no tratan sobre una enfermedad cuya amenaza aquí se aleja sino sobre los abastecimientos.

La incertidumbre que se cierne sobre este archipiélago tiene que ver con la crisis que se nos viene encima, y se rememora el llamado Período especial que sufrimos en los noventa. Es cierto que el país puede estar mejor preparado que entonces para enfrentar obstáculos comerciales y financieros, pero también la sociedad se ha estratificado. Ahora somos menos iguales y unos, siempre la mayoría, la pasarán peor que otros.

Hay un intenso debate en las redes sociales en torno a los cambios que se deberían acometer, y la mayoría de las opiniones recomiendan flexibilizar una economía muy centralizada y democratizar un sistema político muy vertical. El bloqueo y la burocracia son dos muelas de una misma pinza, y entre ellas el espacio se hace cada vez menor y los resultados de la asfixia son imprevisibles.

En medio del caos planetario, el gobierno y, en especial, el sistema de salud han cuidado de modo irreprochable la vida de las personas, y se ha protegido, hasta donde los recursos lo permiten, a los más vulnerables. Si en la mayoría de las naciones se ha demostrado que privatizar la atención médica es inhumano, en Cuba el futuro inmediato opone el reto insoslayable de articular en circunstancias muy adversas esa salud realmente pública con un bienestar pospuesto demasiado tiempo.

 

 

Post scriptum del 16 de febrero de 2021. El conflicto entre las restricciones necesarias para contener la pandemia y la fragilidad de la economía estalló en Cuba en enero de este año. Ya en el último trimestre del 2020, el gobierno definió una “nueva normalidad”, abrió aeropuertos y escuelas, confió en la responsabilidad de los ciudadanos, desatendió previsiones que hoy parecen obvias. Las personas, necesitadas de expansión, de dinero, de qué llevarse a la boca, violaron una y otra vez esos “protocolos sanitarios” que debían ser cumplidos. Para colmo, algunas de las transformaciones económicas, aprobadas y consensuadas hace años, comenzaron a realizarse el 1 de enero, y han añadido caos al caos. El número de personas que se han enfermado roza hoy los 40 mil, y 274 han muerto. La sensación que se impone es la de que el cerco se va cerrando en torno a una ciudad y a un país sitiados. La única certeza es la incertidumbre.

La Bitácora del encierro es un proyecto de la UAM Cuajimalpa