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La loca de la casa

Cuando inició el confinamiento me propuse cumplir con un programa de actividades que más bien se antoja un extenso rosario de buenos propósitos de Año Nuevo. Por única vez en la historia, y en mi vida, se presentaba la oportunidad siempre tan acariciada de escribir y leer al cobijo de la calma y la comodidad de la casa. ¡Un sueño ambicionado desde tiempo atrás, no exagero si digo que desde que empecé a trabajar, y siempre postergado hasta la inalcanzable jubilación! En realidad, haría lo mismo que de costumbre y hasta mucho más, porque no se valía desperdiciar el tiempo-espacio ofrecido por la pandemia y que, según Einstein, significa vivir a 300 mil kilómetros por segundo. Me propuse así colmar un máximo de lagunas filosóficas, ponerme al día en las lecturas atrasadas, releer los gruesos volúmenes más empolvados de la biblioteca, aprender las nociones básicas de medicina para seguir la evolución de la pandemia, junto con otras urgencias, y elaboré un esquema sumamente estructurado que, por lo demás, me ahorraría caer en la depresión frente al desastre planetario.

Así, desayunaba leyendo varios periódicos y escuchando las conferencias de George Steiner sobre Heidegger; toda la mañana, investigaba para un libro sobre las imprecisas fronteras entre la autoficción y la impostura literaria; almorzaba con Fabrice Luchini leyendo textos de Céline y fábulas de La Fontaine; justo después del café, me apuraba para llegar a tiempo al último seminario de Roland Barthes sobre “La préparation du roman” en el Collège de France; por la tarde, hacía el aseo de la casa, lavaba la ropa y procuraba conservar el orden en mi entorno; luego, me atareaba en la traducción de textos de Antonin Artaud, antes de correr a Palacio Nacional a escuchar las conferencias cotidianas sobre el Covid-19; tomaba por video una clase de Pilates para no perder la condición física; finalizaba la tarde con los noticieros televisivos francés y mexicano, sucesivamente, por afán comparativo del manejo político de la situación; de noche, aprovechaba ver las películas clásicas que me había perdido, más o menos desde mi nacimiento o incluso antes. En pocas palabras, a la tercera semana de confinamiento, llegué a tal grado de cansancio y de saturación que semejaban una colosal dispepsia, digna de Bouvard y Pécuchet.

Con el empeoramiento de la situación sanitaria, empezó a asomarse el insidioso “¿para qué?”, parecido al que había sentido a raíz del terremoto de 1985 y que, esta vez, estaba terriblemente peligrado por la muerte y el incierto “mundo de después” que nadie alcanzaba a describir. ¿Para qué imposturas literarias en tiempos de pandemia? ¿No me estaba convirtiendo yo misma en una impostura? El virus del “para qué” comenzó a contaminarlo todo. Poco a poco, mi frenesí se fue aflojando, la Kultura me provocaba náuseas y mis ojos se cansaron de topar con el mezquino horizonte de una página, impresa o en blanco. Entonces, antes de caer seriamente enferma y para salvarme de una merecida locura, levanté los ojos en busca de un horizonte más amable y, por la ventana de mi estudio, comencé a reparar en mi vecina, conocida en la privada donde vivo, como “la loca”.

El apodo no se refiere a una forma de extravagancia que caracteriza a individuos fuera de lo común. Ella está verdaderamente loca según el diagnóstico del psiquiatra que la atiende y le administra drogas para mantenerla, mal que bien, bajo control. En dos ocasiones fallaron las drogas, ella o el psiquiatra. La primera, intentó suicidarse tomándose toda una dotación de tranquilizantes o somníferos y, alertada por su empleaba que no localizaba al marido, tuve que llevarla a urgencias para que le practicaran un lavado de estómago. La segunda fue hace poco: una llamada telefónica me suplicaba ir a apagar el gas de su estufa, bajo una cacerola de vísceras de pollo, que había olvidado al salir. Por fortuna, también había olvidado cerrar la puerta de entrada y alcancé abrirme paso entre el humo, cerrar el gas y evitar así un incendio, simultáneo o sucesivo, de su casa y de mi casa. Ni siquiera me preocupé de tirar las vísceras carbonizadas. Tuvimos un altercado en la noche y desde entonces no me devuelve el saludo, ni me dirige la palabra, lo cual demuestra una falta de gratitud y un elevado grado de grosería.

Desde años atrás, mis vecinos están sometidos a una extraña convivencia y un impecable simulacro de matrimonio. ¡Una estupenda impostura! Siguen durmiendo en la misma casa —por supuesto, en distintos cuartos—, pero se pasan el día evitándose. Los coches se cruzan con perfecta sincronía: cuando uno parte, el otro llega, y hasta transcurren los minutos necesarios para que uno se encierre en su cuarto mientras el otro baja la escalera. El confinamiento causó una seria perturbación en este ritmo tan bien aceitado. Entonces, el marido, harto de los llantos convulsos de la mujer, optó por ir a confinarse a Acapulco, abandonando a la loca a su destino, a sus perros tan histéricos como ella, y a mi voyeurismo.

Desgraciadamente, desde nuestro altercado, vive con las persianas cerradas que no dejan ni el más mínimo ángulo de visión para desentrañar su vida interior, en el doble sentido de la palabra. La mujer no es fea, sino sencillamente inadecuada, como cuando se pone pestañas postizas para ir al deportivo o vestidos de lentejuelas para pasear a sus perros, igualmente emperifollados. Por lo demás, la loca es irremediablemente tonta y, creo yo, después de estas semanas de atenta observación, bastante perezosa. El marido nunca se ausenta sin reclutar a una empleada que cumple una doble o triple jornada: limpiar obsesivamente la casa y vigilar, día y noche, a la loca, tal una custodia de Santa Marta o una enfermera formada en el Instituto Benjamenta. Sin embargo, a raíz del episodio del gas, nadie cocina en esa casa y la empleada ha llegado a quejarse del hambre. La loca sale temprano a tomar café y, durante el día, como se le olvida todo, sube a cada rato a su coche para ir a quién sabe dónde, en desdoro de las consignas de quedarse en casa. Con frecuencia choca con el portón automático de la privada o lo deja abierto. Al mediodía, un motociclista entrega una comida preparada y no sé qué cena por la noche.

En realidad, no sé qué hace la loca cuando está en casa, ni cómo se dedica a no hacer nada, lo cual parece ser su actividad preferida. El asunto me intriga y, al menos, me mantiene ocupada ahora que he desdeñado cualquier actividad cultural, que no escribo una sola línea, ni leo dos páginas seguidas del libro que sólo me sirve de mascarilla para disimular mi perversión. Espero que el encierro se prolongue un poco más para que pueda concluir mi nueva investigación.

 

Ciudad de México, México

La Bitácora del encierro es un proyecto de la UAM Cuajimalpa