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Lo que nos pasa

Para Bertold Brecht, lanzado de las selvas negras a los bosques de asfalto, buen cantante, fumador de tabacos de Virginia.

 

 

 

He visto a algunos que ante el desastre inclinan

el cuerpo y la cabeza,

sin embargo, yo tampoco dejaría

que mi puro de tabaco de Virginia se apagara por amargura.

Aun así, estamos en el reino del repliegue y de los lobos.

Las bateas de cobre donde se lavan los lamentos

se han vuelto inalcanzables.

Usted tararea sólo para sentir menos miedo,

yo también canturreo.

Ya no se puede caminar del brazo,

separados, envueltos, como estamos,

en gráficas, curvas, tablas,

diagramas de flujo.

 

Algo nos pasó.

Algo que se deslizó como rapaz

en medio del último claro de luna.

Pero es algo todavía más simple, y más hechicero.

 

Algo nos pasó.

Tal vez haya ayudado nuestro irrefrenable agotamiento.

 

Hacia el 21 de marzo supe que Anna acababa de llegar a Addis Abeba.

Ese día, Etiopía anunció su primer caso de Covid19.

Al día siguiente, Anna se presentó en el sitio

donde acababan de sacar a la luz del día los restos fósiles

un australopiteco de 4.2 millones de años,

un ancestro de Lucy,

se le adelantó un millón de años.

Esa misma tarde, se levantó una feroz tormenta de arena,

venía… fatalmente del pasado, escribió Anna.

 

Esa semana Madeleine sacó su bicicleta

del sótano de su edificio, en Brooklyn.

Atravesó el Queensboro Bridge

y subió hacia la parte alta de Manhattan a lo largo del Upper East Side.

Encontró a poca gente en el camino.

Los balcones cubiertos de vidrio

que espléndidamente miran al East River

estaban, me dijo, inútilmente vacíos.

En Londres, Ian, un septuagenario bromista,

maldice contra la escasez de papel higiénico,

casi igual, se diría, a la penuria de 1944.

Entretanto, en los balcones de Italia, los secuestrados

como le gusta llamarlos a Ian, cantan Puccini

a todo pulmón para sus co-detenidos.

 

Desde Copenhague,

Elisa me confiesa que cocinar es la única actividad

en la que se siente normal, en estos tiempos.

Curry, aves, costillas de cerdo, rebanadas de atún…

Y concede: ¡es cierto que comemos demasiado!

La prueba, añade, es que escribo con la boca llena,

sin saber por qué.

 

Vanessa Barbara me confirma, desde São Paulo, que su hija sigue bien,

y que gracias a Dios su mejor amiga, en la guardería

se está recuperando.

Nadie sabe de qué se curó la pequeña,

pero ya está tocando de nuevo el piano.

 

Giannis, en Atenas, me contó que su suegra de 88 años

decidió, en un presentimiento,

ir al salón de belleza

la víspera de que cerraran

en todo el país y hasta nuevo aviso.

 

En ese mismo momento, desde África del Sur

Mark me reenvía un tweet

con la imagen de una interminable fila de gente

que espera en un sitio de taxis de Bree Street,

en Johannesburgo, a que un vehículo los lleve de vuelta a Soweto

o a cualquier otro township.

Mark explica que el presidente del país

da la voz de alarma, ante la catástrofe,

pero que en los townships a mucha gente

le parece que el Covid es una enfermedad de ricos.

 

Sí, hay silencio, pero es un silencio de guerra.

Nos hace falta uno, pero inaudito,

que se escuche como una nota, o un gesto.

 

El tiempo mismo, no es el mismo en estos tiempos,

¿no es cierto?

Hay convulsiones que los nervios o el espíritu

perciben sin saberlo.

Teoría de los sacudimientos

donde el cuerpo se agota.

 

Nos damos muy bien cuenta de lo que separa,

de lo que suspende a los sentidos, lo mismo que a la palabra y la escucha.

Los griegos lo llamaban anakdiegesis

ausencia de relato,

imposibilidad de contar,

como una derrota del sentido, del decir.

 

Uno se siente muy lejos del mundo,

¿ya vieron?

 

Sin embargo, sin más certeza que la de costumbre,

por la ciudad corren

ciervos, zorros, cabras montesas,

mientras asciende un olor de aire fresco, sin veneno.

Las nubes pasan sobre nuestras cabezas sin impaciencia.

Lo ordinario adopta un aire raro

—sin duda, ya no lo veíamos.

Las hormigas se atarean a lo largo de un tronco de árbol.

Un viejo se adormece en el balcón,

como si hubiera encontrado la verdad.

 

Nosotros, más lentos, escrutamos las cosas,

casi dispuestos a hacer su inventario,

a comprender lo que las reúne, lo que las dispersa.

Alguien escribió todo un libro sobre el zumo de un limón.

Se puede mirar mucho tiempo a un limón sin verlo.

Al parecer, la historia de un arroyo,

desde que nace hasta que se pierde en el musgo,

es la historia del infinito.

Hay que cuidar las voces, los encuentros, las coincidencias.

 

Caminamos de otra manera en las calles.

Quizás podríamos bailar de otra manera en el tiempo y el espacio,

con otros movimientos, otra inmovilidad.

 

Habría que cantar la necesidad de lo incalculable, la belleza viva.

Yo aspiro, por mi parte, a un gran trago de silencio,

y lo escribo para intentar escucharlo mejor.

 

 

 

Septiembre 2020

Traducción del francés de Conrado Tostado

La Bitácora del encierro es un proyecto de la UAM Cuajimalpa