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Muerte en este jardín

Pasé toda la cuarentena mirando los árboles de un jardín que se alargaba hacia el mar. Estaba, estoy todavía, al final de Long Island, en East Hampton, unos de los balnearios más lujosos del estado de Nueva York. Las razones por las que llegué aquí podrían cubrir muchas páginas y más páginas inexplicables que no sé si tendrán la paciencia de leer. El hecho es que esta no es mi casa sino la de mis suegros: de ochenta y un años, ella, y de ochenta y nueve, él. Mis hijas de nueve y trece años y mi esposa de cuarenta y ocho completan el elenco de esa perfecta obra de teatro de salón donde los conflictos de todo tipo no paran de aflorar, pero antes de consumarse se disuelven porque no hay una puerta que golpear, un hotel a donde irse, porque no hay básicamente otra salida que el bosque con sus ciervos y el mar donde respirar un poco antes de volver resignado o no volver a la escenografía de dos pisos y tres dormitorios y una pieza donde ver televisión (llamada media room, que mi hija convirtió en su cuarto).

Ante todo, y sobre todo, sabemos que debemos durar, que no debemos romper nada para siempre. Ante todo, sabemos que todo debe seguir igual, que nada tiene que cambiar demasiado. El cineasta chileno Raúl Ruiz se obsesionó con acabar con lo que el llamaba el “conflicto central” que era la clave del cine de Hollywood. El conflicto central, que son los números de los muertos en el diario, que son las llamadas de algunas amigas de mi suegra que entran y a veces también salen de los hospitales hacinados hasta la última cama, sucede fuera de la casa. Adentro intentamos que no pase nada. Como en las películas de Ruiz pasamos de todas las maneras por encima, por debajo, al lado del conflicto central. Es difícil, o más bien es imposible. Mi suegro no tiene un carácter simple, mi hija está entrando en la pubertad, mi otra hija echa de menos fatalmente su mundo en Santiago y yo no sé dónde estoy ni a dónde voy y tengo también cincuenta fatales años, esa edad en la que sabes que algunas, que muchas cosas, por primera vez, no volverán a suceder.

Y hay, por cierto, un matrimonio ahí dentro, y la infancia de mi mujer que puede revivir en la casa en que la vivió, y mi vida en Santiago donde escribo justamente una obra de teatro que en la semana va a representarse en Zoom. Trabajo en el cual, justamente, busco el conflicto central de pequeñas conversaciones en Zoom entre compañeros de trabajo, apoderados de colegio, psicólogos de pareja, jueces y abogados, o solo padres e hijos. También escucho historias en los talleres de escritura que imparto casi todas las tardes en Santiago desde el 16 de Hedge Bank Drive donde vivo. En las historias que escucho, para tratar de mejorarlas, empujo o ralentizo —si hay que ralentizarlo— el conflicto central. Mientras que en mi vida real, bajando y subiendo la escalera que me separa del salón donde mi suegro escucha a todo volumen música barroca y mi suegra pasa la aspiradora con religiosa intensidad, intento, intentamos, que no pase lo que está pasando. ¿Qué está pasando? Que vivimos sin vivir en nosotros, nuestras costumbres, nuestros caracteres, nuestros instintos intentando no molestar a los demás, pero molestándolos también para sentir que vivimos, que seguimos viviendo.

Se decide qué platillo se va a cocinar y cómo. Cada cual después se disuelve en su pantalla. Yo escribo, tengo esa bendición, pienso. Esa salvación que una vez me salva. Escribo y vivo más o menos de lo que escribo lo que me aparta en la esquina del dormitorio, sentado en una silla mecedora. Ahí escucho las cabalgatas de los niños, unas voces en un inglés, que me resulta, desde que vivo en esa lengua, cada vez más extraño. Me arrincono escuchando viejos programas de la radio francesa. Empiezo películas que no termino. Espero, como si se tratara de la palpitación de mi propio corazón, la llegada o no de un WhatsApp. Vivo colgado de una o dos redes sin las que el bosque sería el bosque y no tendría, no manejo, cómo escapar, ni hacia dónde. Eso soy, el frágil resultado de un cable submarino y de unas antenas repetidoras que hacen que este lugar en el que vivo no sea el lugar en el que vivo.

Me quedé donde me pilló esa foto que no para de moverse que es la vida en cuarentena. Intento, intentamos, la inmovilidad imposible mientras cierran las fronteras con Europa y Chile, mis posibles escapes. Mi visa de turista expira. Los casos se agravan por país, región, estado. La página de defunción llena cada vez más páginas del New York Times, pero seguimos comprando como si nada toneladas de comida en el supermercado Stop and Shop y docenas de botellas de vino en Francy y pastillas y más pastillas en la sucursal de la farmacia CVS Pantigo Road, calmantes, hipnóticas y antipsicóticos que nos receta un psiquiatra mendocino por teléfono, que nos mantiene a todos en la casa dopados y en calma. Dormidos, aunque despiertos, atenuados en nuestra mínima expresión. Habitando en la frontera misma de los fármacos, el jardín en que mi suegra planta papas, el sol que mi suegro toma en su silla en la veranda, los capítulos de Glee que mi hija menor vuelve a repetirse por treintava vez, los juegos de video que mi hija mayor intenta jugar con sus amigas de Santiago. Una casa de fantasmas que pasan de una pieza a otra con sus pantallas encendidas pidiendo la pieza de arriba prestada para hablar con el psicólogo, el psiquiatra, o tomarse un Bloody Mary con las amigas.

Eso todos los días y cualquier día. Los sábados y los domingos sin las pocas horas obligadas del colegio en la red de mis hijas en que se ve en la pantalla de la profesora todo lo que compró o no. La ropa sucia, la aspiradora más profunda todavía el fin de semana. La ilusión del orden en ese escenario en que se representan las mismas escenas, aunque siempre un poco distintas. Duchar a la menor, cortarme la barba una vez al mes, hablar del virus, dejar de hablar del virus, tratar de hablar de películas, de series. Volver a a hablar del virus para no hablar del otro tratamiento al que mi suegro se tiene que someter cada tres semanas y del que no quiere decir el nombre. Porque está eso que no se puede, que no se debe nombrar y que siempre se nombra después de todo: la muerte probable, posible, infinita e infinitesimal que vació las calles de Nueva York, que apagó sus teatros, que tiene la ciudad cavando fosas comunes nuevas para nuevos muertos que nadie sabía que estaban vivos antes.

No pasa nada y está todo pasando: eso era la pandemia, eso es la pandemia, eso será cuando acabe una enorme devaluación y reevaluación de lo que son los acontecimientos. Porque nada más raro, más extraño, más inesperado nos puede pasar que esto que nos ha sucedido a todos al mismo tiempo. Todos al mismo tiempo a un ritmo banal, rutinario, silencioso, normal. Nada más anormal nos ha sucedido de un modo más normal. Es justamente sobre el concepto de qué es normalidad, qué la anormalidad y qué es nueva normalidad, que debaten de modo sordo y a veces ciego los intelectuales que sin parar dan entrevistas y escriben libros donde dicen que todo a partir de ahora va a cambiar y que nada en sustancia ha cambiado, quizás porque están envueltos también en esta indeterminación del presente, esa obra de teatro de la que no se sabe a ciencia cierta cuántos actos ni escenas tiene.

No cambia nada y cambia todo, dicen las mismas cosas al mismo tiempo a veces y no se equivocan. Todo lo que de un modo dramático está cambiando, ocurría antes: la universidad a distancia, el teatro, el colegio reducido a un no lugar, la intimidad mezclada sin solución de continuidad con el trabajo. Ese neorrealismo a la fuerza que nos ha quitado toda ilusión de escenario, todo ese espacio intermedio entre la cama y el mundo, que ha simplificado o acortado el mundo mismo a un no lugar, o a un solo gran lugar compuesto de las habitaciones de todo el mundo. Como el tren simultáneo de Nicanor Parra, el más rápido del mundo porque su locomotora estaba estacionada en la estación de partida y el último vagón de llegada, hemos acortado tan dramáticamente los tiempos de transporte que ya no existe ni siquiera esa línea de color por la ventanilla del TGV. Estamos sin viaje alguno de un continente a otro.

Todo viaja menos nuestros cuerpos. ¿Puede no tener efecto sobre el tiempo esa extrema modificación del espacio? Como el espacio, el tiempo no pasa y no para de pasar. La obra de teatro sigue infinitamente antecediendo sus antecedentes. La vida sigue igual y no sigue de ningún modo parecido a lo que era. Los que no perdieron su trabajo acumulan y acumulan más reuniones en distintas piezas de la casa. Los otros acumulan más y más libros que no leer, más horas de televisión que se ahoga en datos contrarios y contradictorios. Mi hija que no hace la tareas, la profesora que la pilla, la otra que piensa que quizás en su año en Nueva York va a haber puesto los pies en Nueva York. Yo que escribo para Buenos Aires o para Madrid o para, y en el fondo en —debería—, Santiago sin moverme de la mecedora en que veo los árboles y sus progresivas hojas y flores. Corte de pelo artesanal, competencia de chucrut, un amigo con síntomas leves, otro que se muere en un hogar para ancianos donde no recuerdan ni su nombre como él, otro borracho y solo que trató de llegar a la puerta de salida de su departamento y se quedó a la mitad del pasillo. Pero en la mañana la escalera, los árboles, las ardillas, los pájaros carpinteros.

No pasa nada, pasa de todo. Y quizás, si lo pienso, fue un acto de rebeldía desesperada la que me llevó a quebrarme las dos muñecas en unos de los pocos paseos en bicicleta que hice con mi hija. La curva de muertos por el virus estaba en su cima más alta y yo yacía en el suelo con la cabeza ensangrentada, sin poder tomar en mis manos el teléfono celular que había sido hasta ahora la prolongación más segura de mi cuerpo. Nadie se atrevía a tocarme por miedo a contagiarse y no podía culparlos por ello. Era un extranjero que apenas hablaba inglés, con las manos y la cabeza rotas, entrando todo vendado, en una ambulancia, a un hospital casi enteramente consagrado a las víctimas de la pandemia.

Me operaron las dos muñecas en una misma noche. No contentos con eso, volvieron a operarme la muñeca izquierda una semana después. La experiencia no podía ser más aterradora, sobre todo para alguien que nunca se había quebrado nada antes. Rodeados de enfermeras disfrazados de astronautas, sin la compañía ni el inglés de mi señora, mantenida fuera por miedo al contagio del Covid-19, sacaron de mí todo tipo de muestras y escáneres. Devolví la comida sobre mí mismo, imposibilitado de moverme ni un metro sin la compañía de enfermeros y enfermeras que me miraban con espanto porque cualquier contacto conmigo era una nueva posibilidad de contagio.

Estuve donde muchos otros estaban al mismo tiempo que yo muriendo de la pandemia que paró el tiempo y el espacio. Incapaz de defenderme de ella o de cualquier cosa no pude más que dejarme hacer y volver a mi casa con las dos manos enyesadas, sin poder limpiarme o comer o escribir por mí mismo. Llegué a la perfecta inmovilidad y sin embargo gracias a eso algo se movió.

Pasó algo en ese escenario que hacía lo posible y lo imposible para que no sucediera nunca nada. Hubo un viaje, de la casa al Southampton hospital, cuando estaban prohibido los viajes. Hubo otra enfermedad a parte de la pandemia y la innombrable enfermedad de mi suegro. Una enfermedad de la que sí se podía hablar impunemente. Hubo un paciente que debía recuperarse. Hubo una escala de tiempo y una escala de dolor distintas y medicamento que tomar y dejar de tomar. Y hubo también dentro de mi cuarentena otra cuarentena más. La silla mecedora, el rincón de la pieza, mi radio en francés, me fueron no sólo permitidos sino auspiciados. Tuve mi tiempo y espacio propio permitido porque después de todo era el que llevaba a la mesa noticias que no eran las del diario y su portada con miles y miles de vidas resumidas en unas tres o cuatro frases, una afición, una buena acción, una edad, un lugar de residencia.

Mis muñecas iban a mejorar, los muertos en el diario no. La obra de teatro infinita encontró en un accidente, un recurso dramatúrgico como cualquier otro, su conflicto central. Escapé de la única manera en que podía, hacia el interior mismo de mi agujero. Una ventana, una silla mecedora, los árboles ahora completamente cubiertos de sus ojos, las manchas aleopardadas del verano sobre el suelo de musgo. La indiferencia perfecta del bosque para quien va a ser un año más.

 

 

Nueva York, Estados Unidos

 

La Bitácora del encierro es un proyecto de la UAM Cuajimalpa