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Pies forzados

El pie forzado, se sabe, es una forma de improvisación poética que adquirió popularidad durante los siglos XVII y XVIII. Su origen parece estar en el zéjel arábigo. En España propició géneros como la glosa, y en Latinoamérica al repentismo cubano y la improvisación de décimas.

 

El improvisador toma vocablos ajenos y los incluye en su último verso, con métrica o no.

 

Desde hace 155 días el encierro dicta desenlaces con los que me voy a la cama.

 

Anoche fueron pie forzado los más de mil contagiados de Covid-19 que por primera vez admitía el régimen venezolano.

 

Antenoche unos verso de Marina Tsvietáieva: «Llegué y vi: la vida es una estación».

 

La noche antes de la noche de anteayer acabó con las imágenes de una serie de televisión que habla de Hanseong, antiguo Seúl. El lago era verde esmeralda. El cielo azul Prusia.

 

[Desde que me inicié en los pesares de las cuarentenas, el 14 de marzo, las fotografías que a diario publico en mi muro de Instagram sólo muestran algo de color los fines de semana].

 

Pienso en azules que no veo en cautiverio: azul acero, azul egipcio, azul purpúreo, azul bígaro. Se habla de un azul real o regio, que es profundo, una sombra brillante.

 

En rojos no creo. Con tan bellos nombres y no creo. Rojo grana, rojo lacre, rojo persa. Color forajido aquí.

 

Pienso también en cosas que ya no uso. Collares, eneldo, maquillaje, vestidos.

 

«Si la mañana no nos desvela para nuevas alegrías y, si por la noche no nos queda ninguna esperanza, ¿es que vale la pena vestirse y desnudarse?», escribió Goethe. Soy menos optimista. No me visto, no me arropo. Afuera es desacostumbrarse.

 

 

[…]

No recuerdo las noches de otra vida. La intemperie dictaba ofuscamientos que hemos desmerecido.

 

Eran pie forzado para pesadillas que tenían fin.

 

Estos días no tienen fin. Amasijo. No son días sino renunciaciones.

 

 

[…]

La noche anterior a la anteanoche de otra noche, mi madre llamó hecha llanto. Hace más de un mes que no llega agua a sus tuberías. Teme sed, sábanas sucias, el letargo ensanchado. Me dormí con esa música triste, los pies transparentes.

 

 

[…]

La noche antes de la noche de diez días atrás pensaba en el unbinilio, elemento 120 de la tabla periódica, que es apenas una hipótesis, que nada designa más allá de una supuesta «isla de la estabilidad».

 

[120 fueron los años que vivió Moisés, los que Dios contuvo su ira. El año 120 fue bisiesto y comenzó en domingo].

 

Días de unbinilio, éstos. De números imposibles, temporales, aterradores. Cánticos despaciosos que pronto pretenderemos olvidar.

 

 

[…]

El día 29 de mi cautiverio, 20 de abril, ocurrió la noche de los volcanes. Erupcionó el legendario Anak Krakatoa y despertaron otros catorce. «El volcán empezó a expulsar llamaradas de fuego el viernes por la noche y continuó hasta el sábado por la mañana», leo en un portal de Indonesia. Me pregunto cómo habrá sido el fuego del domingo. La explosión se escuchó a 600 kilómetros.

 

Esa víspera me llevé un hilo de fuego a la almohada. Recordé que Anne Carson «vio dentro del volcán y volvió».

 

 

[…]

La noche 140 pensé en irme lejos. A un faro. Ser farera en el fin del mundo. En esa misma fecha una nave partió con un robot hacia el planeta Marte. Llevaba más de once millones de nombres terrícolas. El mío se quedó en casa.

 

 

[…]

La noche 145, la del estallido del puerto de Beirut, fue pie forzado para hundirme aún más en la animal letanía de mis clavículas. ¿Y si no puedo más? ¿Y si no hay más? Titubear no recupera de los hastíos.

 

Cuando hablo más de tres minutos continuos me duele el pecho, me arde la garganta. No sé si un día tenga de nuevo aire suficiente para caminar del metro a la oficina, de mi casa al mercado. No sé si las puertas volverán a borrarse para comunes gravedades.

 

 

[…]

Los domingos son otra cosa. No ha sido fácil deshabitarlos. Intento piruetas para que no parezcan martes. Confecciono gloriosos almuerzos para que no luzcan miércoles.

 

Otra cosa son las noches de esos domingos. No hay lunes. De todas maneras sobrevienen con desasosiego, ojos de peces antagonistas, virutas de un agosto frágil y sin fondo.

 

 

[…]

«Damos la vida sólo a lo que odiamos», escribió Rosario Castellanos.

Enumero lo odiado. Es mucho. Llevo veinte años macerando perseverancias en un país que me repele, donde claudico a medias, sin irme, sin quedarme, sin volver. Forzada. Abandono la tarea por aquello de tener un corazón limpio, de no estar entre los cansados, los sumisos, los últimos, los hartos.

 

 

[…]

Sobrevivir es esquivar, se sabe.

 

Pienso, ya sin más, en mis pies forzados a tres habitaciones, una calle que pocos confrontan porque desde hace dos meses hay un bote de aguas negras. Varados en nueve ventanas, no todas con cielo. Pies de alabastro, atenazados a la comarca en ruinas, siempre caníbal.

 

Fosa común, mis pies. Invariables, convictos.

 

Caracas, Venezuela

 

 

La Bitácora del encierro es un proyecto de la UAM Cuajimalpa