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Ruud Kauligfreks (Países Bajos)

El managerialism y la vida administrada canalizan el sentido al presentar sus valores como la única manera de tener una vida significativa, es decir, restringen la posibilidad de significado. No se preocupan del sentido de las cosas, sino de que todo funcione eficientemente, que las organizaciones cumplan sus objetivos, que la sociedad se regule, sin preguntarse para qué se regula.

 

 

 

 

 

Poesía y sociedad administrada
Ruud Kauligfreks

 

William H. Whyte publicó The Organization Man (El hombre organización) en 1956, un libro que fue muy bien recibido y se convirtió en un éxito de ventas a nivel mundial. Aún en la actualidad es uno de los libros de gestión más vendidos en el mundo. Es un libro que despertó mucha polémica y trajo una secuela de publicaciones e incluso películas.

En la primera frase el autor explica su propósito: “Este libro trata del Hombre Organización (The Organization Man)… No son los obreros, ni la gente de cuello blanco; ellos solo trabajan para la organización. Yo hablo acerca de la gente que también pertenece a ella. Ellos son… los que han dejado el hogar, tanto en forma espiritual como física, para hacer el voto de la vida organizacional…”.

Según el autor, con la aparición de gente que cree firmemente en la organización y se compromete con y por ella, en vez de solo trabajar para esta, se vislumbra un proceso peligroso. Como buen estadounidense, el autor se muestra preocupado porque el individualismo está desapareciendo. El hombre organización se caracteriza por tres puntos importantes: fe en el colectivo como fuente de creatividad, fe en la participación como una necesidad humana y fe en la aplicación de la ciencia para conseguir mejorar la colectividad. El sentido solo puede ser encontrado en el grupo y la organización es la que lo hace posible, pidiendo, a cambio, conformismo frente al grupo. La organización necesita miembros para el grupo y no individuos. También cuando se trata de innovación, creación y avance técnico se espera que sea el grupo y no un individuo quien obtenga resultados. Los genios no caben en una organización, tal como lo proclamó una empresa. El hombre organización es el que está convencido del valor del grupo y en él se siente en casa; más aún, es quien necesita del grupo para poder funcionar: un “jugador de equipo”.

Esta es, según Whyte, una creencia generalizada que se basa en datos científicos y que, a fin de cuentas, no hace mucho más que aumentar el conformismo. Este cientificismo se puede ver en las pruebas psicológicas que miden la personalidad y la motivación. No miden más que la capacidad de adaptación. En un apéndice del libro el autor da consejos acerca de “cómo burlar las pruebas de personalidad”.

Este libro alerta en 1956 sobre una tendencia que el autor entrevé por primera vez: la aparición de una cultura de conformismo que destruye cualquiera creatividad. Y, al final del libro, hace un llamado a oponerse a la organización pues, según él, siempre tiene que haber un conflicto entre individuo y sociedad.

Este fenómeno era tan reciente que Whyte cree poder atacarlo bajo el estandarte del individualismo estadounidense. Más de medio siglo después vemos cómo las organizaciones ocupan un lugar predominante en nuestras sociedades. No solo se espera que trabajemos para ellas, sino que también participemos, nos comprometamos con sus valores y nos identifiquemos con ellas. Debemos formar parte de un equipo que logra metas en común. Los individualistas no caben en la corporación. Si es que quieren trabajar en esta…

Un par de años después del libro de Whyte apareció The Organizational Society: An Analysis and a Theory (La sociedad administrada) de Robert Presthus. En este libro, la tesis de Whyte es ampliada a toda la sociedad. Según el autor, las grandes empresas burocráticas son normativas y socializan a sus trabajadores a través de sus valores corporativos. Trabajar para una empresa significa tener los valores de la empresa. Así, por medio de los trabajadores, estos valores son proyectados a toda la sociedad. Estos valores son presentados como imprescindibles y se proponen y externan a la sociedad. En una reedición de 1979 el autor expone que es imposible volver atrás. La administración domina la sociedad. La economía de la eficiencia y la jerarquización son dos ejemplos claros de estos planteamientos. El crecimiento del rendimiento se ha transformado en un fin necesario para cualquier institución social, por lo que estas se ven obligadas a obtener cada vez más resultados concretos. La vida social necesita establecer fines y obtener resultados. No ser práctico es visto como algo inferior. Toda la sociedad se ordena en relación con estos valores y parámetros prácticos. Whyte, por ejemplo, demuestra cómo los planes de estudio de las universidades han cambiado a asignaturas orientadas directamente a la práctica administrativa y menosprecian las asignaturas humanísticas. Por ejemplo, la literatura es sustituida por comunicación. En la sociedad administrada todo debe tener un rendimiento contable.

 

Gerencialismo

La sociedad administrada está fundada en una ideología de la necesidad. Las organizaciones se presentan como instituciones imprescindibles para el bienestar social y se consideran a sí mismas como el lugar apropiado para prosperar y crear riqueza. Con ideología me refiero a lo que Mannheim definió como una teoría o un pensamiento dirigido a mantener un statu quo y que se opone a cambios sociales. Esta definición es cercana pero no es equivalente a la conocida definición de Marx en la cual las ideologías son teorías que tienen como fin servir y reforzar los intereses de una clase determinada.

Quiero hablar aquí de lo que Martin Parker denomina la ideología del gerencialismo. Esto es, la idea de que la administración es una técnica general que permite el control de todo. Mediante la gestión, y solo mediante la gestión, se puede controlar la naturaleza, el hombre y la organización. La administración es el medio por excelencia para vencer a la naturaleza y ponerla al servicio de nuestras necesidades. Debido a que nos hemos organizado podemos ir a la luna y afrontar desastres naturales. La gestión es un medio excelente, dice esta ideología, para disciplinar al hombre y hacerlo productivo, controlándolo de manera adecuada. Finalmente, la gestión es la forma de hacer funcionar de buena manera una organización y hacer que alcance sus objetivos.

Como fundamento de esta ideología subyace una premisa fundamental: la administración es la forma de sobrepasar el caos. Peor aún, sin administración nos hundiríamos en caos. El gerencialismo es la creencia indestructible en la medición y en que solo midiendo podemos actuar en el mundo. Es la ideología que dice que todo debe ser ordenado mediante la subdivisión en partes y el monitoreo constante de estas partes a través de mediciones que garantizan los objetivos y preferentemente los agrandan. Gerencialismo es la ideología de lo categórico. Enuncia categóricamente que algo es tal como es. Que un agave es un agave y una golondrina una golondrina. Lo categórico permite empuñar, tomar, y así controlar y esclarecer todo. Lo categórico captura y destruye lo que había podido ser. Sobre las mediciones se puede actuar y regular de forma intransigente. Cada cosa tiene su lugar y la duda no tiene cabida.

El gerencialismo es la ideología de lo práctico. Es el triunfo del “¿Para qué sirve?”. Nos proporciona las herramientas para separar lo correcto de lo incorrecto y para ordenar el mundo o el mercado. El gerencialismo transforma el mundo a sus parámetros de medición. La amistad se transforma en una red o gestión de relaciones (relationship management). El gerencialismo es estar haciendo planes continuamente y, en este sentido, es la negación del aquí y ahora, es la negación de la perdida de tiempo. El gerencialismo es el triunfo sobre el caos mediante la transformación del mundo en algo regulable. El mundo aparece como algo que debemos regular y ordenar. La ideología del gerencialismo transforma todo en un constante estar en vías de, en una planificación en la cual el sentido de las cosas no existe o está subyugado al orden que se persigue.

De forma paradójica, el gerencialismo crea caos. El acento en vencer el desorden es tan excesivo que el caos es identificado como algo que, en potencia, puede ser gestionado. El gerencialismo es la búsqueda constante de lo que aún no ha sido regulado para ponerlo bajo su dictado. El gerencialismo ve posibles peligros por todas partes, que solo pueden ser anulados por su administración. Subraya así que es una singularidad. Solo los gerentes pueden ver los posibles peligros. Los no especialistas son los que, sin percatarse de los peligros, viven tranquilamente, sin tener problemas. El gerencialismo se presenta como una técnica especifica de expertos. Según Whyte es incluso una “pericia relativamente independiente del contenido que se gestiona”.

Uno puede pensar que todas estas no son cualidades específicas del gerencialismo sino que abarcan a toda la Modernidad. Cuando la Ilustración puso el intelecto racional en el centro creó un método para solucionar todos los problemas del mundo. Así es posible que no sucumbamos a nuestras preocupaciones. La planificación es posible a partir de la Ilustración. El gerencialismo es la ideología de la Modernidad que opera mediante la concentración de técnicas de planeación y control. Modernidad y gerencialismo van de la mano.

El gerencialismo aparece cuando el control y el orden son el motivo central de lo social. Tal vez todo esto lo propongo de forma demasiado extrema, pero quiero dejar en claro que gerencialismo no solo es la ideología de las organizaciones sino la ideología del orden social mismo. La organización hace ya tiempo que se ha expandido a todo el orden social y se infiltró en nuestra vida cotidiana. Todo puede ser gestionado. Recientemente encontré un champú que se anuncia como hair management (gestión del cabello). Existen libros sobre la gestión de la ira, la gestión de la educación y del trastorno del déficit de atención, gestión de tus hijos, managing your dreams (gestión de tus sueños), gestión de emociones, etc. La gestión de la vida cotidiana es incluso una disciplina académica en ciertas escuelas de negocios.

También las técnicas de gestión se han infiltrado en nuestra vida diaria: el triunfo de lo práctico y concreto con finalidades smart, medibles y controlables. La necesidad de tener una visión sobre los hechos para que así aparezcan las relaciones ocultas y se pueda establecer un rumbo. La obligación cada vez más grande de tener estrategias. “Usted necesita de una estrategia para perder peso”, le dijo la nutrióloga a un colega. Sin visión y estrategia vivimos a la deriva y somos susceptibles a las emociones y al azar. Es la red que aparece por todas partes y en la que supuestamente nos movemos. La enorme importancia de los listados y los puntos, en particular en la educación bajo el terror de Power Point: sin Power Point no hay instrucción…

No podemos más que concluir que vivimos bajo el dictado del gerencialismo en la sociedad administrada.

 

Pharmakon

Ahora pensarán que soy un romántico ingenuo en contra de las organizaciones y de la gestión, que soy un adepto del desorden y lo no reglamentado. No estoy en contra de las organizaciones. Son un método muy efectivo para realizar objetivos comunes. Las organizaciones sobrepasan los intereses personales y la arbitrariedad. Sobre todo, la burocracia ha demostrado ser un medio muy eficaz para ordenar la sociedad y ayudar a crecer la causa pública. Es gracias a la ética burocrática que no dependemos de los caprichos de un funcionario y que las reglas funcionan para todos los ciudadanos de forma igualitaria. También es evidente que las organizaciones han creado bienestar y orden y que podemos vivir en un mundo relativamente apacible en el cual las instituciones funcionan. Las organizaciones existen y tienen éxito. Es gracias a ellas que tenemos un avance tecnológico que, por ejemplo, hace posible que podamos realizar esta conferencia. La sociedad administrada ha demostrado su utilidad.

Las organizaciones son, sobre todo, un pharmakon. Este es un concepto de la Antigua Grecia que ha vuelto al centro de atención gracias al trabajo de Jacques Derrida. Un Pharmakon es al mismo tiempo un remedio y un veneno. Cura y enferma. Según Derrida no hay manera de establecer la predominancia del uno sobre el otro, ni podemos distinguir el uno del otro. Ambos aparecen con la misma fuerza. La ambigüedad del pharmakon es lo que lo distingue. Nunca podremos hacer un juicio definitivo; no podemos decir que es benéfico o dañino. A final de cuentas, el pharmakon es indecidible.

¿Entonces no podemos decir nada sobre las organizaciones o la gestión? Por supuesto que sí. Se trata sobre todo de recalcar la indecidibilidad, de pensarla. No se trata aquí de hacer una crítica a las organizaciones y la gestión, sino de mostrar las consecuencias de estas y, en última instancia, de la indecidibilidad de estas consecuencias.

He hablado sobre todo de la ideología del gerencialismo. Como una ideología se presenta como una interpretación adecuada del mundo, distorsiona nuestra visión de la realidad y nos hace pensar que lo que dice es una verdad inamovible. No la cuestionamos y creemos que el mundo es tal cual como nos lo presenta. Una ideología crea un mundo bajo sus parámetros y nos obliga a pensar que ese es el único mundo posible.

 

Valores

Una ideología crea una cosmovisión y en consecuencia una jerarquía de valores. Aceptamos de manera automática los valores que nos presenta el gerencialismo y adaptamos nuestra vida a ellos. Una idea es dominante y cualquier alternativa desaparece al margen. El Homo economicus, con sus cálculos, define al hombre. El egoísmo en la forma de ambición es predominante y el darwinismo social es aceptado universalmente. El éxito es visto dentro de los propios parámetros del egoísmo, lo cual viene a ser un narcicismo llevado por símbolos de estatus. Estos símbolos dan seguridad y disipan la duda. La necesidad constante de convencer y reforzar el estatus significa una predilección por el pensamiento simple y un odio a la complejidad, al pensamiento tentativo y dubitativo. Es decir, a lo que el filósofo Gianni Vattimo llamó el pensamiento débil.

Sueños, complejidad, lo no práctico, las pasiones, vivir sin inquietudes, la confianza, la amistad, la satisfacción, la duda, el derroche, la virtuosidad, las elucubraciones, vivir contento, etcétera, son vistas cada vez más como anomalías. Para decirlo de forma concreta: el mundo cambia la capacidad de imaginar por un pensamiento que arroje resultados prácticos inmediatos.

 

¿Alternativas?

Como lo he dicho, la ideología se presenta como inevitable y necesaria, es decir, como algo natural. Las cosas son simplemente así: el hombre es un Homo economicus. La ideología impide que busquemos alternativas. Las posibles formas distintas de organizar el mundo son rechazadas como irrelevantes y por su poco sentido de realidad.

Ante todo, nos podemos preguntar si una critica es deseable. La critica siempre se sitúa dentro de la dialéctica de las alternativas. Postular una realidad diferente y rechazar la existente implica una discusión dialéctica sobre alternativas, sobre elecciones que inevitablemente llevan en sí algo de lo criticado. La alternativa es un compromiso. La sociedad administrada es un pharmakon que produce excelentes resultados. No es posible criticarla sin criticar también sus resultados benéficos. No se trata de construir una utopía de un mundo mejor que a fin de cuentas no resulte tan sobresaliente. A lo que apunto es a ampliar las posibilidades, poner en discusión la inevitabilidad de la ideología y darle espacio a todo aquello que corre peligro de desaparecer.

No hay nada de malo en pensar en el rendimiento. Es un pensar… ¡que rinde! Pero también existe la imaginación. La duda no es una anomalía y tenemos pasiones que a pesar de todos los cálculos pujan por manifestarse. Un mundo eficiente es deseable, pero la sorpresa de lo no ordenado también tiene derecho de existir. El derecho a la infelicidad por el que luchaba el indio en el Mundo feliz de Aldous Huxley no debe ser visto como una patología. Necesitamos lo imposible para ver el mundo con otros ojos y no solo adaptar y cambiar un poco lo existente. La filosofía debe dirigirse a lo que aún no existe para así expandir las posibilidades del pensamiento. Deberíamos pensar siempre con lo imposible como telón de fondo. Eso es completamente irreal. Pero se trata de pensar lo que aún no ¿existe? O como lo dijo Julio Cortázar: “Lo absurdo es absurdo porque aún no lo hemos probado”. Salir de la prisión de lo inevitable y necesario. O, tal vez, tal como lo dijo Friedrich Nietzsche de manera radical: “Soñar sabiendo que soñamos”.

 

Sentido

¿Para qué molestarnos y cansarnos con estos pensamientos? ¿No basta una buena silla bajo la sombra con un buen libro y alguna bebida al alcance de la mano? A veces sí basta, pero aquí se trata de algo distinto. Aunque no lo he nombrado, todo esto trata del sentido y significado del mundo y de las cosas. El gerencialismo y la sociedad administrada canalizan el sentido, pues presentan sus valores como la única vía para tener una vida significativa. Es decir, restringen las posibilidades de significado. La sociedad administrada monopoliza el sentido de las cosas poniéndolas bajo sus parámetros.

Se trata aquí de la posibilidad de establecer una vida significativa, de ordenar de tal manera el mundo que podamos vivir plenamente. La sociedad administrada obliga a ver el mundo bajo su punto de vista, obliga a aceptar sus valores como los únicos posibles. La sociedad administrada no se preocupa del sentido de las cosas. Se preocupa primordialmente de hacer que todo funcione de manera eficiente, que las organizaciones cumplan sus objetivos y que funcionen a la perfección. Se preocupa de la regulación de la sociedad, pero no se pregunta para qué la regula. El gerencialismo es la ideología que nos enseña diariamente que todo está muy bien y va a mejorar aún más. Es una ideología que nos impide mirar fuera de ella pues se considera la única forma viable de tratar con el mundo. En este sentido, el gerencialismo se puede considerar una ideología totalitaria. No porque prohíba sino porque obliga, tal como lo explicó Roland Barthes. El gerencialismo se ve como la única posibilidad de orden, para el cual toda alternativa es desorden.

 

Lo poético

Se trata entonces de buscar un pensar fuera de la ideología de la eficiencia y del orden administrado. Un pensar que ponga el sentido de las cosas en primer plano. Un pensar que nos recuerde que hay mucho más significado del que nos presenta la sociedad administrada. Lo que nos lleva directamente al arte. Arte es aquel terreno en el cual el significado de las cosas está en el centro de la atención. Toda obra de arte muestra sentido y con ello nos toca. Nos muestra a nosotros mismos y nos une con algo más grande. En lo que resta de esta conferencia quisiera hablar de la intensidad poética tal como se manifiesta, entre otras cosas, en la poesía. Pero antes de ello quisiera hablar un poco de lo narrativo para contrarrestarlo con lo poético. Y lo hago porque la narratividad ha sido adoptada de manera importante por las ciencias sociales. Estas han dado importancia a la literatura y sobre todo a las narrativas o a las historias o a los cuentos. La investigación narrativa sobre todo da una voz a quienes nunca han sido escuchados, a los marginados. Se trata de un excelente método para entender la realidad social. Las historias directas de los actores muestran cómo el actuar social se trata de una búsqueda de sentido. Las narrativas dan una voz a la realidad social.

Las historias y las narrativas pueden, por cierto, ser muy poéticas. La gran diferencia entre la poesía y las narrativas es que estas últimas tienen una trama.

 

Trama

Las narrativas tal como las vemos en las historias de actores sociales, pero también en cuentos cortos y sobre todo en novelas (que son la forma más estructurada de la narratividad), son llevadas por una trama. Una historia se cuenta en forma de una trama, con comienzo, desarrollo y final (a veces feliz).

Una trama lleva consigo, por definición, una promesa de verdad. Por su linealidad y por su desenvolvimiento en el cuento, toma al lector de la mano. El cuento se refiere a la realidad y al mundo del lector. El lector lee, pues reconoce algo en la lectura. Tal como lo explica Roland Barthes existen dos formas de lectura: una por placer y otra por goce. El primer tipo se da en la lectura de un texto “que contenta, colma de euforia; proviene de la cultura, no rompe con ella y está ligado a una práctica confortable de la lectura. Texto de goce: el que pone en estado de pérdida, desacomoda, hace vacilar los fundamentos históricos, culturales, psicológicos del lector, la congruencia de sus gustos, de sus valores y de sus recuerdos, pone en crisis su relación con el lenguaje”. Es decir, en el texto de placer el lector se reconoce, en el texto de goce el lector pierde sus seguridades.

Parafraseando a Barthes, y a su definición de la fotografía como un Il a été (ha sido), podríamos decir que los textos funcionan como un podría haber sucedido (o incluso un así sucedió). Una historia o un cuento siempre tiene una pretensión de realidad. Incluso los cuentos más fantásticos o imaginarios. El cuento seduce al lector con un mundo posible que podría haber existido. Es esta pretensión de realidad la que hace posible que nosotros, los lectores, nos podamos identificar con lo que la historia o cuento narra. Por definición, una historia engaña al lector, lo manipula de tal manera que el lector se identifica con el texto y vive lo contado. Siempre creemos en el autor sin reserva alguna: reconocemos lo contado o somos sacudidos por ello. Siempre creemos en la verdad de la historia: podría haber sucedido.

Tomemos un ejemplo famoso. Lo que nos fascina de Gregorio Samsa en La metamorfosis de Franz Kafka y lo que nos hace vivenciar los problemas que tiene cuando se despierta y descubre que se ha transformado en un “monstruoso insecto”, no es que sea un insecto sino que, seguramente, no va a llegar a tiempo a su trabajo:

 

—¡Dios del cielo! —pensó.

Eran las seis y media y las manecillas seguían tranquilamente hacia delante, ya había pasado incluso la media, eran ya casi las menos cuarto… ¿Qué iba a hacer ahora? El siguiente tren salía a las siete, para cogerlo tendría que haberse dado una prisa loca, el muestrario todavía no estaba empaquetado, y él mismo no se encontraba especialmente espabilado y ágil; e incluso si consiguiese coger el tren, no se podía evitar una reprimenda del jefe”.

 

Nos es muy difícil imaginar lo que es ser un insecto. Pero sabemos muy bien lo que es estar atrasado para llegar al trabajo y a la reunión importante que no podemos perder. Gregorio Samsa no se preocupa porque él es un insecto, pero sí se preocupa mucho de las consecuencias de la metamorfosis para su trabajo y su sentido del deber. Eso es lo que nos hace seguir leyendo: nos leemos a nosotros mismos en una realidad que podría haber sucedido.

La historia nos presenta un mundo engañosamente cercano al nuestro y nos seduce para creerlo. Creemos al autor a pie juntillas. Bien, él es un insecto, pero ahora recién comienza: bajarse de la cama, ir a la estación y arribar al trabajo… El autor controla al lector y juega con él en un juego que, según Barthes, es un juego erótico; prometiendo un desenlace, una solución al problema, un desenvolvimiento de la historia hacia un final. La historia lleva entonces por definición una carga ideológica de visión de conjunto, de linealidad hacia un final. Hay un comienzo, una trama y un final donde todas las líneas convergen. El mundo de lo narrativo es por definición un mundo ordenado. Pues parece realidad: podría haber sucedido.

Esto sucede también cuando el texto rompe nuestras seguridades. Es lo que hace que el texto de goce sea tan sofocante. Nos hace perder el piso debido a que es increíblemente real. El autor inventa un mundo y lo presenta como si fuera real y verdadero. Nosotros creemos en el autor pues lo seguimos y nos imaginamos que podría haber sucedido. La trama es pues una distorsión basada en un entontecimiento del lector quien, una vez que comienza la trama, se fascina y la sigue a pie juntillas.

El poder del autor ya ha sido discutido muchas veces. André Breton cuenta ya en 1924 que la frase “La marquesa salió a las cinco” no le deja otra opción que cerrar el libro. El lector no tiene nada que decir. Solo puede digerir en forma pasiva la información y seguir la historia tal y como se la presentan. La narrativa presenta un mundo lógico en el cual todo, o por lo menos la mayor parte, será aclarado en la trama misma. Sucedió así y así esto y lo otro… El lector es guiado y solo tiene que pasar las páginas para seguir la historia. Solo el autor sabe lo que va suceder en la pagina siguiente y sabe contarlo de tal manera que el lector no pueda saber lo que pasará. ¡Esa es la fascinación de la novela y de toda narrativa! Es fabuloso que nos lleven de la mano y no necesitemos pensar más que lo que el autor nos presenta. No podemos imaginar lo que es ser un insecto. Pero sí sabemos muy bien lo molesto que es descuidar nuestro deber por razones fuera de nuestro control, tal como le sucedió a Gregorio Samsa.

Haciendo que el lector crea en lo que lee, nos transformamos en consumidores pasivos que, fascinados, leemos una trama y gozamos con ella o nos da placer. No podemos dudar de la historia. Que quede claro que esto también se trata de valores y orientación del mundo. Si somos capaces de tal pasividad, el autor nos puede contar cualquier cosa a través de la fascinación de la trama. Tal como lo dice Žižek: “La respuesta a la pregunta: ‘¿por qué contamos historias?’ es que lo narrativo en sí aparece para resolver un antagonismo fundamental mediante la reubicación de sus términos en una sucesión temporal. Así, la forma misma de lo narrativo demuestra un antagonismo reprimido”.

El lector se identifica con la trama. Allí reside el gran engaño de la trama. También su fascinación. En este sentido lo narrativo es también un pharmakon. Engaña y fascina. Amamos las historias y sobre todo la novela, pues nos da la oportunidad de vivenciar una ficción que se presenta como posible. Esto nos permite —tal como lo dijo Nietzsche— tomar distancia de nosotros mismos y así comprender la situación, el mundo y los personajes. Esto hace que lo narrativo, y sobre todo la novela, sea un medio muy efectivo para comprender la realidad. Pero es también verdad que lo narrativo es un engaño que nos embriaga.

La historia siempre es redonda. Sigue una lógica de causa y efecto, y por lo tanto es coherente. La trama, si es que la podemos seguir, es aceptable. Esta aceptación solo puede ser alcanzada mediante explicaciones. El comportamiento de los personajes, las situaciones, las comprendemos por la explicación. Sucedió esto porque eso… La trama crea así la ilusión de comprensión, de entendimiento racional de un mundo en el cual las cosas son transparentes y ordenadas. Por eso el personaje actuó de esa manera… El autor siempre está en las alturas con su visión de conjunto. Lo que la trama hace es desvelar, poco a poco, la visión de conjunto de tal manera que hasta el final entendemos todo lo que sucedió. Las ciencias sociales han dado poca importancia a esta distorsión. David Boje trató de solucionar este problema con su concepto de anti-narrativas. Estas son narrativas que aún no se han cristalizado en una historia con una trama. La multiplicidad de voces de la cual habla Mikhail Bakhtin es también un esfuerzo para relativizar el orden de lo narrativo. Pero en todos los casos se mantiene la omnisciencia del autor, la linealidad y la pseudo racionalidad de la causa y el efecto. La realidad de una narrativa es siempre pensada, racionalizada, ordenada y sobre todo coherente. Las narrativas funcionan, pero debemos tener cuidado con ellas.

Tal vez deberíamos dirigirnos más a lo poético, al balbuceo y a la difícil relación entre el lector y un poema.

 

Poemas

Aunque diferenciar una historia y un poema no es muy estricto, leer un poema es distinto a leer una historia. Existe bastante prosa con cualidades poéticas en la cual la narración de una historia, una trama, es subyugada por la intensidad poética. También es cierto que el poder de convencimiento de una historia no solo reside en la narrativa, sino también en la forma de contarla. La construcción de las frases, el ritmo y medida de la narrativa ayudan a comprender la historia. Pero podemos decir que la gran diferencia entre la narrativa y la poesía es que esta última carece de trama. Mejor dicho, el poema no es dictado por la trama.

Un poema pone a trabajar al lector. En un poema se trata del poder de las palabras y de la construcción de frases. El carácter hermético del poema obliga a pensar, a releer, a introyectar. Como lo dijo el director del festival de poesía Poetry International en Róterdam: “Poesía es la magia de lo que apenas entendemos”. No es un podría haber sucedido sino que es un es-así de sonido, medida, rima y del sentido de las frases. Leemos un poema palabra por palabra, línea por línea, frase por frase, pues no hay un desenlace al final. No hay trama. No se despliega una historia. Debemos leerlo activamente y hacer trabajar nuestra imaginación. Nos dejamos llevar por el es-así del poema. Cada lectura de cada palabra nos adentra en el poema, nos chupa en las palabras e imágenes que aparecen. El poema yace en el poder evocativo de las palabras, no en lo que se cuenta. El poema crea imágenes en el sonido mismo. Pues un poema siempre es sónico; produce un sonido, y por ende una música. Cuando leemos un poema flotamos en su melodía, la sensibilidad de cada frase y las imágenes mentales que evoca su connotación. El poema demuestra las cualidades acústicas de las palabras.

 

¡Mayombe-bombe-mayombé!

¡Mayombe-bombe-mayombé!

¡Mayombe-bombe-mayombé!

 

La culebra tiene los ojos de vidrio;

La culebra viene y se enreda en un palo;

Con sus ojos de vidrio, en un palo,

con sus ojos de vidrio.

 

La culebra camina sin patas;

la culebra se esconde en la yerba,

caminando se esconde en la yerba;

caminando sin patas.

 

¡Mayombe-bombe-mayombé!

¡Mayombe-bombe-mayombé!

¡Mayombe-bombe-mayombé!

 

Tú le das con el hacha, y se muere:

¡dale ya!

¡No le des con el pie, que te muerde,

no le des con el pie, ¡que se va!

 

Sensemayá la culebra,

sensemayá.

Sensemayá con sus ojos,

sensemayá.

Sensemayá, con su lengua,

sensemayá.

Sensemayá, con su boca,

sensemayá.[1]

 

Un poema no solo es acústico, sino también conceptual, pues las palabras dicen algo. Lo que dicen se une a las imágenes sensibles e intelectuales que ellas evocan. Es en esta sensibilidad proverbial que aparece un mensaje o, mejor dicho, un poder de expresión que afecta al lector y le da placer o goce. El poema independiza la lengua liberándola de la comunicación. No es más verdadero que la narrativa, pero se escapa del engaño de la linealidad.

El poema no necesita ser coherente, se dirige a la sensibilidad. No pretende ser un recuento de sucesos, sino que crea su propia situación en la intensidad poética que evoca. Leemos un poema y nos afecta. Después podemos interpretarlo y repensar qué es lo que nos afectó. Durante la lectura nos dejamos llevar. El poema no es unívoco. No tiene comienzo ni fin. Es, se podría decir, un fragmento de una ola continua. Apunta a lo que podría haber antes y a lo que podría suceder después. El poema envuelve al lector en una ola de intensidad que le da color al mundo.

En este sentido, los poetas son activistas. Nos ponen a trabajar y desafían nuestra visión de mundo. Retan, incitan y vencen al tomarnos por sorpresa. El poema nos embruja y nos enriquece con una nueva manera de ver las cosas y, por ende, con una nueva manera de actuar en el mundo. La poesía hace esto poniendo palabras a aquello que aún no ha sido nombrado o rejuvenece lo ya conocido como si existiera por primera vez. Por ejemplo, la ira e impotencia ante el dolor:

 

¡Que no quiero verla!

 

Dile a la luna que venga,

que no quiero ver la sangre

de Ignacio sobre la arena.

 

¡Que no quiero verla!

 

La luna de par en par.

Caballo de nubes quietas,

y la plaza gris del sueño

con sauces en las barreras.

 

¡Que no quiero verla!

 

Que mi recuerdo se quema.

¡Avisad a los jazmines

con su blancura pequeña!

¡Que no quiero verla![2]

 

El poema nos presenta las cosas tal como son en un es-así que renueva la visión del mundo y con eso nos renueva. El poema nos muestra el mundo antes de que fuera nombrado. Nos recuerda las cosas:

 

Verde que te quiero verde.

Verde viento. Verdes ramas.

El barco sobre la mar

y el caballo en la montaña.

Con la sombra en la cintura,

ella sueña en su baranda

verde carne, pelo verde,

con ojos de fría plata.

Verde que te quiero verde.

Bajo la luna gitana,

las cosas la están mirando

y ella no puede mirarlas.[3]

 

Aunque las líneas son archiconocidas, García Lorca nos muestra una intensidad del mundo en la cual las cosas nos están mirando. ¿Somos acaso como “ella” en el poema y tampoco podemos mirar las cosas?

La poesía nombra al mundo, se hace la voz del mundo en un es-así que obliga a descubrir. La poesía nombra al mundo y muestra el proceso de nombramiento, tal como lo dice Rainer Maria Rilke:

 

¿Acaso estamos aquí para decir tan solo: casa, puente, fuente, puerta, jarro, olivo, balcón —o, a lo sumo, pilar, ¿torre…?

…Mas para decir, entiéndelo, oh, para expresar aquello que las cosas mismas, en su intimidad, nunca esperaron ser.

¿No es secreta astucia de este mundo sigiloso el incitar a los amantes para que todas las cosas se transfiguren en sus sentimientos?[4]

 

La poesía nos muestra el sentido de las cosas mediante el rejuvenecimiento de las palabras en un es-así del nombrar. Con esto nos enriquece y reconforta. Nos da una casa en la cual el mundo no tiene sentido, sino que lo es y brilla y reluce como zapatos nuevos. La poesía nos abre al significado de las cosas. Y con ello a nuestro propio significado. La poesía es una vuelta a los orígenes en que la intensidad reina y se presenta como una fiesta de significado. Así, la poesía muestra una verdad en la que podemos vivir. Estamos en nosotros mismos, en la intensidad.

Pero esta verdad hay que descubrirla. Hay que saber mirar a las cosas, pues ellas ya nos están mirando, como dice García Lorca. Esto solo se abre en una lectura lenta y, parafraseando a Vattimo, en una lectura débil. El lector debe dejarse llevar por el es-así y en forma activa leer lo que “apenas entendemos”. Es una lectura que independiza cada frase, más allá de lo narrativo, más allá de historias y anécdotas. Es una verdad de significado y no de hechos.

 

Solo puedo vivir en mis poemas.

En otra parte nunca encontré abrigo.

El hogar nunca me atrajo.

La tienda se la llevó la tormenta.

 

Solo puedo vivir en mis poemas.

Mientras sepa que en el desierto,

en las estepas, la ciudad y el bosque,

pueda encontrar ese abrigo, nada me preocupa.

 

Solo puedo vivir en mis poemas.[5]

 

 

Lo poético no es, por supuesto, duradero. La fiesta de significado debe ser alternada con lo cotidiano. No podemos vivir en el significado. Solo los dioses en la antigua Grecia podían festejar siempre. Los mortales deben procurar su supervivencia. Pero la fuerza para enfrentar lo cotidiano la sacamos del sentido. La poesía es inoperante (desouvré) tal como lo explica Jean-Luc Nancy. No es parte del trabajo, no tiene nada que ver con producción, sino con fragmentación, interrupción, poner las cosas entre paréntesis y, por lo tanto, no es algo con lo cual podemos trabajar. No se puede usar la poesía para una finalidad externa. La poesía hace parar al mundo. Solo podemos leerla y dejarnos llevar por ella. La poesía nos inspira, es decir, nos sopla su aliento poético. La poesía se planta fuera de lo cotidiano y nos hace alternar entre lo que funciona y lo inoperativo, entre la intensidad y lo práctico.

 

Poesía social

Durante mucho tiempo hemos contemplado a la sociedad y a la cultura desde el punto de vista de lo narrativo. La historia ha tomado un lugar central en lo social. Es tiempo de darle atención a la vida poética. Ver lo social de manera poética significa ver el sentido no como atributo de algo sino como una entidad independiente que ilumina la vida. Como lo poético no puede ser permanente, nuestra vida se ve de manera fragmentaria; frases sueltas o poemas. Entre los fragmentos hay un tiempo de espera, tal como el blanco entre las líneas de un poema. Un tiempo de trabajo. Lo poético no es una alternativa para la sociedad administrada. Lo poético raya y raspa la superficie pulida del gerencialismo y abre así un espacio para respirar significado.

La importancia de la trama en la sociedad actual hace que busquemos y creemos constantemente continuidad; es una historia que se desenvuelve, la empresa que crece, el pasado como peldaño para el presente y, sobre todo, el futuro en el cual la trama tiene preferentemente un final feliz. La trama subraya las identidades. Se trata siempre de una línea narrativa que se desarrolla y en la cual la identidad se mantiene en el tiempo y crece con su paso. La trama necesita estabilidades. Algo que se desarrolle permanentemente. Una biografía presupone que se trata de una sola vida y que el vendedor de periódicos que se hizo millonario es la misma persona.

Lo poético no parte de continuidad sino de una corriente infinita donde de vez en cuando aparecen coágulos. No es un desenvolvimiento, sino que es lo que es. Un poema siempre es independiente. Como lo poético no conoce linealidad ni desarrollo, está en cambio continuo. Se trata de momentos de significado como pliegues en una corriente (lo que Deleuze tematizó como Le pli). Lo social como poesía es fragmentario, momentáneo, pero decisivo. Lo poético es como la bifurcación de senderos (análogo al cuento de Borges sobre el jardín de senderos que se bifurcan). La trama muestra cómo se llegó a la bifurcación. Lo poético abre el futuro de posibilidades que muestra la bifurcación.

 

A modo de conclusión

Tal vez alabo demasiado lo poético. La poesía puede ser dolorosa y nos confronta a menudo con la parte oscura de la existencia. Cuando nombra las cosas e independiza las frases, la poesía se levanta en contra de la conceptualización establecida del mundo. La poesía renueva nuestra visión del mundo, pero para eso necesita atacar la visión establecida. Es crítica. Tal como lo dijo Arthur Rimbaud, la tarea de la poesía es “cambiar la vida”. Para eso el poeta tiene que ser un voyant (vidente) que nos puede presentar un mundo posible. Pero solo cambiar la vida no es suficiente. Para que cambie la vida, el mundo tendrá que cambiar. Por eso Breton dijo que la belleza será convulsa o no será. La poesía tiene la fuerza de lo que Barthes llama el goce. Nos hace tambalear, destruye los marcos de la cultura. Cada cambio de la vida tiene que ir junto a una transformación del mundo y de las condiciones en que una vida se pueda desarrollar. El es-así de la poesía es un llamado a levantarse contra lo establecido, mostrando posibilidades desconocidas. La poesía llama a interrogar al mundo mediante la liberación del lenguaje de las cadenas de lo narrativo, y de su tarea como medio de comunicación. La poesía nos muestra cómo las cosas nos están mirando y nos pregunta si nosotros las podemos mirar. La liberación del lenguaje es una condición para la liberación de la humanidad misma. La poesía le da palabras al deseo, al anhelo de una vida y de un mundo en que nos podamos sentir en casa. La poesía muestra un mundo en el cual la ideología del gerencialismo y de la eficiencia son olvidadas y empujadas al margen de la existencia, como si fuera fregar platos.

Solo puedo vivir en mis poemas.

En otra parte nunca encontré abrigo.

 

Junio de 2021

*Texto presentado durante el XXXI Coloquio Internacional “Imaginación económica”, 17, Instituto de Estudios Críticos, junio de 2021.

[1] Nicolás Guillén, “Sensemayá, canto para matar a una culebra”.

[2] Federico García Lorca, “La sangre derramada”, en Llanto por Ignacio Sánchez Mejías.

[3] Federico García Lorca, “Romancero sonámbulo”, en Romancero Gitano.

[4] Rainer Maria Rilke, “Novena elegía”, en Elegías de Duino.

[5] J. Slauerhoff, Woningloze [“Sin casa”, traducción de R. Kaulingfreks].