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Una corona sin nobleza: Covid-19

Con esta pandemia lo que más me ha conmocionado son dos cosas: una tiene que ver con la situación de mi país, el Perú. La otra con la globalización y la depredación del medioambiente. Y diría que hasta un tercer tema me interesa, el que se relaciona con la incertidumbre, es decir, el no saber si las pestes que asolan al planeta son de origen natural o provocadas por varios factores: la ciencia y sus avances en laboratorios para fines sanitarios y otros, como el tráfico de animales silvestres, la destrucción de su hábitat y la mala costumbre de convertirlos en mascotas o en extraños platillos culinarios. Pero surgen más sorpresas revulsivas: las reacciones que rayan en la estulticia de mandatarios como Trump y Bolsonaro.

En cuanto al Perú, este se había jactado de su macroeconomía exitosa, de haber paliado la pobreza en un porcentaje significativo, de avances en educación, etcétera. La pandemia descubrió, sin embargo, que todo era un bluf: el estado de los hospitales era precario, con camas UCI insuficientes, con equipos obsoletos, los médicos, técnicos y enfermeros y enfermeras no eran suficientes y carecían de los implementos necesarios para enfrentar un virus letal, que al principio se dijo no era muy contagioso; luego resultó que era un monstruo —como declaró el oftalmólogo chino que lo descubrió y después falleció enfermo de coronavirus—. Además, muchos galenos se retiraron a sus casas porque eran vulnerables, ya que tenían los factores de riesgo alertados por los epidemiólogos y la OMS. Y más de cien de los que se quedaron en primera línea han sido fulminados por el virus, igualmente los agentes de la policía, hombres y mujeres, por resguardar el orden y detener a drogadictos y borrachines que incumplían con la cuarentena, esta que ya viene durando más de tres meses, pero a la que nadie le hace caso.

Porque, quién pensó que la gran población peruana, casi el setenta por ciento se sostenía de trabajos informales no registrados en el sistema financiero, por lo que muchos no recibieron los bonos de dinero que repartió el Estado para que no pasaran hambre, miserias que no cubrían las necesidades básicas. Las imágenes en los noticieros no mienten: son migrantes de la sierra peruana, que instalaron sus viviendas de madera, latas, plástico en los arenales, hasta en las cimas de cerros de Lima. Las ollas comunes cocinadas con leña que recogen de los alrededores son lo único que pueden conseguir para alimentarse, con las canastas solidarias, de vecinos, parroquias y algunos municipios.

Del otro lado, hay millones que han sido despedidos de sus trabajos, se ha aplicado la “suspensión perfecta”, una burla de los empleadores para liquidarlos. Los independientes —de la clase media— se han empobrecido, y muchos en el país han caído en la pobreza y en la miseria.

¿Qué hacer con los inmigrantes venezolanos, cerca de un millón? Muchas familias que trabajaban como ambulantes o en otros oficios se quedaron en la calle, desalojados de sus cuartos de alquiler, y los más jóvenes optaron por regresar a su país a pie. Maduro solo fletó un avión, el resto sigue manifestándose ante su embajada en Lima sin resultados, porque parece que estuviera vacía, sin funcionarios.

Más de seiscientos peruanos procedentes de la sierra y la selva que se quedaron varados o decidieron regresar a sus pueblos desde Lima ocuparon las avenidas y las calles de la capital para esperar vuelos humanitarios, es decir, acamparon como dos semanas mujeres embarazadas, ancianos, niños, hombres jóvenes con sus maletas y frazadas que instalaron a modo de carpas en parques y veredas aguardando vuelos humanitarios de sus regiones, pero la burocracia, el miedo al contagio, la negligencia de los gobernadores, etcétera, los hicieron padecer hambre, frío, miedo, tristeza. Algunos han llamado a este fenómeno como el desborde popular a la inversa parafraseando un concepto del profesor Matos Mar sobre la inmigración de los años cincuenta del siglo XX.

En el norte del Perú, en la zonas tropicales, es donde más víctimas de esta peste maldita se han reportado, y lo peor, muchos han muerto en sus casas, otros en la puerta de hospitales colapsados por falta de oxígeno, un elemento que escasea y por el cual los especuladores han llegado a cobrar hasta cinco mil soles por un balón vacío.

Por supuesto, desde el gobierno central las estadísticas son relativas sobre víctimas y contagios, pero el Perú es el segundo país más golpeado en esta epidemia después de Brasil.

El medio ambiente: con las primeras semanas de ausencia de gente en las calles, la paralización de actividades fabriles y emisión de gases tóxicos, aves y mamíferos en todo el territorio regresaron a sus hábitats, el cielo limeño ya no era gris, las aguas de los ríos, límpida, en las playas revoloteaban gaviotas, entre las olas los bellos delfines. Esta respuesta ambiental, el aire sin impurezas, etcétera, cuando la gente muere por falta de atención de manera brutal, en las calles y patios de hospitales, cuando los cadáveres en bolsas negras se amontonan en morgues improvisadas, cuando carpinteros que construían puertas de madera se dedican a construir cajones y los deudos no pueden rendir honores en un funeral digno, pues solo reciben una urna con sus cenizas, ello cuando los crematorios no se daban abasto, porque incluso estos no pudieron cumplir con la terrible demanda; cómo reconfortarse ante la recomposición del medio ambiente con alegría; y sin embargo quién no se ha emocionado al ver por la TV a los osos de anteojos paseando por las laderas de Machu Picchu, y en las lagunas de las alturas andinas a especies de aves que se creían extintas, sí, ellos también tienen derechos.

Me he dedicado a ver, a pensar, a leer todo lo que consigo sobre esta situación en el Perú y en el mundo, no puedo leer sino diarios, ver noticieros y dedicarme en casa a resolver problemas domésticos. Algún día procesaré el significado de esta peste. Pero hay que volver al pasado y estudiar las epidemias que ha soportado la humanidad a lo largo de su historia, la más reciente —hace cien años— fue la llamada gripe española que mató a más de cincuenta millones de personas en el mundo; y pocos la recuerdan. ¿Qué pasó en Wuhan?, me pregunto. ¿Por qué un virus tan monstruoso puede saltar tan fácilmente de un murciélago, donde está cómodo, a otro animal y de este a un ser humano? ¿Qué es un virus, por qué debe reproducirse si no es un microorganismo vivo, sino compuesto de proteínas y ARN? Los virus —dicen— están en el planeta antes que la humanidad, y probablemente —afirman los científicos— su dinámica es la misma que la de todas las células que dieron origen al cuerpo que habitamos. En estas interrogantes hay que seguir hendiendo nuestras esperanzas, que espero no sean meras quimeras.

 

Lima, Perú

La Bitácora del encierro es un proyecto de la UAM Cuajimalpa