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Adelanto de «Línea de sombra. El no sujeto de lo político», de Alberto Moreiras. Con el prólogo de Sergio Villalobos-Ruminott

La identificación de práctica política y subjetividad es una deriva de la época particularmente perniciosa para el pensamiento de izquierdas. Si la pregunta de toda posible política emancipatoria es necesariamente una pregunta por la igualdad y por la libertad, se hace necesaria una interrogación explícita acerca del resto enigmático que condiciona toda política y al mismo tiempo excede la subjetividad del agente, al que este libro llama subalternidad. La subalternidad es el no sujeto de la política. Darse cuenta de ello impone la obligación de una crítica de la noción dominante de sujeto de la política y al mismo tiempo fuerza a pensar en qué podría consistir una política conmensurable con el pensamiento del no sujeto de la historia. Ambas instancias son necesarias para cruzar la línea de sombra que amenaza crecientemente con ocupar nuestro horizonte, si es que no se lo ha comido ya irreversiblemente. De este libro, publicado por SPLASH editions de Londres, en este 2021,  compartimos el prólogo, «Arrojo y perseverancia», de Sergio Villalobos-Ruminott, y el capítulo «Línea de sombra. Hacia la infrapolítica», de Alberto Moreiras. Nuestro reconocimiento a los editores y los autores por permitir esta publicación.


Arrojo y perseverancia

Sergio Villalobos-Ruminott

 

Seré breve, aunque no por eso menos injusto. Partiré por decir que es, desde todo punto de vista, una situación afortunada contar con la reedición de Línea de sombra. El no sujeto de lo político de Alberto Moreiras, un libro cuya publicación original data del año 2006 en Chile, y cuya pertinencia sigue siendo indiscutible hoy en día. Enfrentado a la tarea de escribir este prólogo, he decidido optar no por la acostumbrada estrategia de celebrar sus contribuciones y anticipar sus ideas centrales, sino que, de manera más acotada, quisiera comentar el horizonte general en el que se inscribe el libro y en el que ahora lo leemos, cuando han pasado cerca de quince años desde su publicación original. Esto nos permitirá dimensionar la condición arriesgada y perseverante del trabajo de su autor, quien no teme arrojarse al mundo para cuestionar una serie de presupuestos naturalizados que marcan y definen nuestra forma de habitar, esto es, nuestros hábitos de pensamiento, de ordenación y de constitución del sentido, de la historia, de la política y de la democracia.

Línea de sombra es un texto precedido por algunos libros anteriores de Moreiras, entre los que destacan en primer lugar Tercer espacio. Literatura y duelo en América Latina, publicado también en Chile, en la editorial ARCIS-LOM, el año 1999, y que reúne una serie de elaboraciones relativas a la cuestión de la literatura latinoamericana, la violencia estructural o constitutiva que transpira en sus procesos creativos, la posibilidad de una relación post-mimética entre esta literatura y sus contextos de inscripción, la problemática del duelo y la posibilidad de leer en ella un tipo pensamiento que no quede capturado ni por la economía monumental del canon, ni por las lógicas identitarias de la periferia. Dicho libro, en cierta medida, confirmaba la relevancia de los seminarios doctorales que su autor realizaba en ese entonces en la Universidad de Duke y que fueron fundamentales para la formación no solo de varios destacados académicos contemporáneos, sino que contribuyeron substantivamente también a la configuración de un tipo de aproximación a la literatura regional ya entonces advertida de las limitaciones identitarias, locacionistas e historicistas que habían definido sistemática y sintomáticamente al campo de estudios latinoamericanos. Contra toda pretensión de novedad, habría que decir con mucha claridad que Tercer espacio fue una de las primeras interrogaciones sostenidas y teóricamente sustentadas de la literatura latinoamericana más allá de la floja economía alegórica-identitaria relativa a la formación de la nación, la puesta en forma del Estado nacional o la geopolítica convencional que le asignaba a las prácticas escriturales y críticas del llamado Tercer Mundo una función anti-imperialista casi inescapable. Tercer espacio, en efecto, no solo interrogaba la literatura regional como una formación cultural alternativa tanto a la identidad como a la diferencia, en cuanto emanaciones metafísicas de un mismo principio de articulación del sentido, sino que lo hacía con una clara conciencia de la condición inestable de su suelo histórico; inestabilidad derivada no solo del agotamiento de los aparatos críticos y hermenéuticos tradicionales, sino derivada también de la inevitable fuerza desterritorializadora de los procesos de globalización y mundialización que se han desencadenado desde fines del siglo pasado. Para decirlo de forma alternativa, Tercer espacio inscribía su entramado conceptual y crítico en el horizonte del latinoamericanismo, sin ignorar que dicho horizonte estaba en ruinas. En cierto sentido, el libro hacía duelo por el latinoamericanismo, sin caer en la nostálgica restitución de sus agendas, sino que, aprovechando tal situación, nos ofrecía la posibilidad de entrar en relación con estas formaciones culturales sin supeditarlas ni a las inquietudes tradicionales ni a la división internacional del trabajo intelectual, para la cual el latinoamericanismo había sido poco más que un repertorio etnográfico, exótico y pletórico, en el que se podían poner a prueba elaboraciones teóricas provenientes de los centros metropolitanos.

En efecto, lejos de asumir esta naturalizada división universitaria del trabajo, Tercer espacio nos invitaba a pensar autores y textos de la literatura latinoamericana en el mismo horizonte en el que cabía elaborar la crítica al logocentrismo y sus formaciones de poder.  Por supuesto, estas eran malas noticias para un campo intelectual y profesional cuya inercia le impedía asumir la responsabilidad histórica de pensar sin filosofía de la historia, es decir, sin las claves ni las garantías ofrecidas a los estudios de área desde el moderno contrato social y su respectiva institucionalidad universitaria; garantías estas que habían instrumentalizado, a su vez, a la literatura para convertirla en un poderoso aparato normativo de interpelación ideológica. De tal manera, las malas noticias que Tercer espacio traía no solo repercutían a nivel epistemológico, sino también a nivel existencial, afectando a los exponentes de un campo cuya constitución no era en absoluto ajena a las prácticas brutales del exilio, de la censura, de la represión y de la consiguiente cancelación de sus proyectos políticos, individuales y colectivos. Moreiras, que hacía duelo frente al naufragio del latinoamericanismo, no podía sino ser percibido como el cartero de la verdad, pero de una verdad todavía difícilmente procesable para muchos que en vez de asumir el desafío presente en sus páginas, optaron por traducir sus agotadas agendas a los mojones categoriales de un nuevo humanismo que recuperaba las pasiones del Tercer Mundo, reciclando su plus de goce en el horizonte decolonial de una geopolítica aún más substancialista que la anterior, relativa a la emergencia de un Sur global. Tercer espacio aparecía entonces como una salida desde esta recalcitrante geopolítica, una salida hacia un espacio de historicidad radical (ni…ni), que no podía ser subsumido ni a la lógica del reconocimiento ni a la lógica de la monumentalización: ni Occidente ni Oriente, ni Norte ni Sur global, sino heterogeneidad de procesos históricos y formaciones de regionalismo crítico sin fundamento. Es decir, ni ontología ni identidad.

Le siguió a este libro el volumen titulado The Exhaustion of Difference. The Politics of Latin American Cultural Studies, publicado por la editorial de la Universidad de Duke, el año 2001.  Otra vez nos encontramos con un libro cuyo arrojo y perseverancia venía a estropear el festín culturalista de un campo de estudios cuyo rodeo por la teoría lo había llevado a la elaboración de narrativas cada vez más sofisticadas relativas a la formación cultural latinoamericana, a sus dimensiones transculturales, a “su” realismo mágico y a sus potencialidades, para ser integrada, no sin tensiones, al horizonte todavía general de la modernidad occidental. En efecto, Exhaustion no se conformaba con presentarnos una crítica de las formaciones culturales hegemónicas (desarrollismo, modernidad, nación, progreso, etc.), sino que insistía en mostrar el plus de goce relativo a la elaboración de la diferencia ya siempre tributaria de las mismas formaciones hegemónicas. El agotamiento de la diferencia no era entonces una crítica a la diferencia tout court, sino una crítica a las formulaciones suntuosas de dicha diferencia, como identidad invertida y lista para ser reconocida o recuperada. En efecto, el culturalismo etnográfico que surgió como contestación a los procesos de modernización y globalización, desde el siglo pasado hasta ahora, se ha mostrado por lo general incapaz de cuestionar radicalmente la misma traducción y domesticación de la diferencia a la lógica flexible y neutralizadora tanto del Estado nacional integrador y hegemónicamente articulado, como del actual currículo flexible universitario, en la época de su subsunción neoliberal. Para estas narrativas de la diferencia, América Latina siempre había sido moderna, aunque alternativa; o, mejor aún, la región siempre había sido estilísticamente post-moderna en su propia confección, en sus culturas e hibridaciones múltiples, las que nos presentaban un mosaico de posibilidades donde todo podía pasar. América Latina siempre había sido, en otras palabras y casi de manera natural (dada la complejidad barroca de su formación), una contra-modernidad capaz de deconstruir los presupuestos universalistas de la razón occidental. Moderna, postmoderna, deconstructiva y alternativa a la vez, la situación latinoamericana parecía augurar por fin un encuentro efectivo entre sus procesos históricos y las teorías etnográficas y culturales maravilladas con la fuerza desreguladora de la globalización, olvidando de cierta manera los efectos de esta globalización a nivel de las prácticas de acumulación y poder.

Por supuesto, estas teorías gozosas de la diferencia fallaban en problematizar la condición flexible del neoliberalismo y sus relatos culturales (hibridez, multiculturalismo, diversidad), asumiendo, sin mayores problemas, procesos de desterritorialización y desregulación cuyo sello intelectual venía dado por el Boom de los nuevos estudios culturales, que habían abandonado el rigor y la complejidad analítica de sus primeros exponentes para convertirse en una narrativa populista alojada en la academia y en el emergente Estado neoliberal. No es casual entonces que esta pérdida de complejidad y rigor haya sido pensada como una suerte de americanización de los estudios culturales, pues coincidió con la puesta en escena, sin mediaciones, de la Pax Americana a nivel global, en el contexto de la post-Guerra Fría. Sin embargo, a pesar de que estas innegables transformaciones motivaron a muchos practicantes de los estudios latinoamericanos a criticar los límites históricos, epistemológicos y políticos del latinoamericanismo criollista tradicional, abriéndose a las problemáticas de los estudios post-coloniales, al subalternismo y al testimonio como práctica escritural no letrada de resistencia, la pulsión por restituir un horizonte crítico y político convencional llevó, más que a profundizar el análisis, a reiterar mecánicamente las claves del liberacionismo que había fallado ostensiblemente en los años anteriores. En otras palabras, sostenemos que la astucia del liberacionismo consistió en su capacidad para reciclar sus imperativos y compromisos humanistas, haciendo que el proceso crítico de elaboración y conceptualización de estas innegables transformaciones históricas quedase suspendido en atención a las urgencias activadas por el compromiso moral con la región.

Lejos de esto, Exhaustion of Difference tampoco demandaba la recuperación de un horizonte normativo que le restituyera a la práctica intelectual su perdida condición aurática y emancipatoria. La preocupación era y sigue siendo mucho más radical: frente a la capacidad neutralizadora del neoliberalismo, expresada en las lógicas neo-humanistas del currículo universitario flexible, en los tiempos de la universidad en ruinas (como anticipaba Bill Readings en 1996), la interrogación llevada a cabo en este volumen tenía que ver con identificar, por un lado, las continuidades entre la desenfadada teoría cultural reciente y los modelos hermenéuticos y representacionales del criollismo latinoamericano, aquellos modelos que fueron centrales para la constitución del pueblo, de lo nacional-popular, del Estado nacional, de la hegemonía cultural, del mestizaje y de las diversas formas de transculturación, nacionales y regionales. Pero, para determinar las continuidades entre todas estas tecnologías de formación y regulación, de producción y optimización de lo social, no basta con encontrar convergencias formales o superficiales; por el contrario, hay que atender a la complicidad estructural en sus diseños del orden social y en las formas en que las viejas teorías culturales y las nuevas co-inciden en un mismo horizonte identitario, criollista y criollista tardío, para el cual el indigenismo y el neo-indigenismo decolonial cumplían y siguen cumpliendo la misma función ilustrativa y compensatoria. Ya en ese texto el arrojo de Moreiras complicaba la euforia con que se celebraban los hallazgos de la etnografía cultural post-nacional, sin caer en la tonalidad melancólica de un saber intelectual que añoraba el mundo feliz de la crítica como tecnología universitaria moderna.

Por otro lado, para Exhaustion no bastaba con la simple identificación de las profundas continuidades y co-incidencias entre el momento clásico y el momento tardío del criollismo latinoamericano, se trataba además de plantear la problemática de la subalternidad como límite de toda lógica hegemónica de articulación equivalencial. Moreiras leía el subalternismo como interrupción de la semiótica cultural y representacional que abundaba y aún abunda en el latinoamericanismo actual, aquel que mientras intenta mantenerse a flote en una universidad marcada por la “excelencia” de la irrelevancia, no dejaba ni deja de restituir sus criterios históricos y políticos de relevancia, ahorrándose el necesario cuestionamiento de tales criterios. Es importante atender a este desliz, pues aunque el subalternismo en ese momento todavía gozaba de cierta visibilidad en el campo de estudios latinoamericanos, ya podían atisbarse diferencias irreconciliables entre lo que se dio en llamar un subalternismo de primer orden y otro, de segundo orden, orientado hacia la deconstrucción de las claves onto-políticas que habían alimentado a los discursos liberacionistas universitarios. Más allá de las tensiones personales entre los exponentes del subalternismo deconstructivo y lo que después se denominó “giro decolonial”, me interesa detenerme en este punto para mostrar que ya en Exhaustion se estaban gestando varios desplazamientos (luego complementados por el libro de Gareth Williams del año siguiente, The Other Side of the Popular. Neoliberalism and Subalternity in Latin America [Duke UP, 2002]), relativos a la misma imaginación política progresista latinoamericana, articulada fuertemente por las nociones de lo nacional popular, del Estado nacional como proyecto histórico ineludible en la lucha contra el imperialismo, y de la hegemonía como estrategia política inescapable, pero también como fundamento último del pensamiento liberacionista.

Por supuesto, no se trata de presentar el arrojo de Moreiras como si fuera un gesto solitario, pues podríamos mencionar las contribuciones del mismo Williams, de John Kraniauskas, de Brett Levinson y de muchos otros, cuyas insistencias son convergentes. Por el contrario, damos estos antecedentes para destacar el papel central que el trabajo y el arrojo de Moreiras han tenido en la constitución de escenas de pensamiento distintivamente indispuestas con las hegemonías consensuales de los estudios latinoamericanos. Ese arrojo, lleno de riesgos, ha generado ninguneos y omisiones, pero ha sido fundamental para instilar un estilo de pensamiento incapaz de conformarse con la buena conciencia humanista de aquellos que trabajan a favor de la historia. Y no habríamos de tomar la cuestión del estilo a la ligera, pues al final, y en términos nietzscheanos, el estilo es lo que importa.

Como se ve, la serie de desplazamientos provocados por las reflexiones de Tercer espacio y Exhaustion of Difference, complicaban radicalmente las piedades del latinoamericanismo progresista y su inconfesado humanismo, mostrándonos una dimensión imperceptible de los procesos históricos, culturales y políticos recientes. Durante los años inmediatamente posteriores a la publicación de Exhaustion, Moreiras se entrevera, ahora ya decididamente más allá de las referencias habituales de los estudios latinoamericanos, con una serie de textualidades preocupadas con la transformación del mundo contemporáneo y con las dimensiones más propiamente filosóficas que cumplían la función de fundamento para el pensamiento progresista a nivel general. Lecturas sistemáticas de autores tales como Alain Badiou, Ernesto Laclau, Carl Schmitt, Jacques Derrida, Slavoj Zizek, Judith Butler, etc., continuaban insistencias ya presentes en su temprano volumen Interpretación y diferencia (Visor, 1992), pero ahora estaban marcadas por una clara conciencia respecto al agotamiento de los estudios de área para hacerse cargo de un trabajo de pensamiento que requería, como primera condición, un cuestionamiento radical de los presupuestos onto-políticos que alimentaban la imagen del mundo y la imaginación hegemónica del liberacionismo a nivel global. Estas intervenciones llevaron, en efecto, el año 2006, a la publicación de Línea de sombra, un volumen constituido por varios ensayos que interrogan precisamente las nuevas claves conceptuales del pensamiento crítico: nomos-anomia, legado-deslegación, hegemonía-subalternidad, política-soberanía, subjetividad-multitud, e imperio-contra imperio, entre otras.

Sin embargo, las resistencias que sus volúmenes anteriores habían generado ahora parecían multiplicarse, en la medida en que el giro decolonial parecía convertirse en el sentido común progresista a nivel académico, y la constitución de la llamada Marea Rosada parecía confirmar las apuestas liberacionistas de un pensamiento que dejaba atrás sus análisis económico-políticos y de clases, y se consagraba a la fundamentación de las estrategias de articulación contra-hegemónica frente a la predominancia brutal del neoliberalismo regional y globalmente. Línea de sombra, un libro profundamente comprometido con la destitución de la categoría onto-política de sujeto, parecía contradecir, otra vez, la euforia progresista del “post-neoliberalismo”, que adornaba retóricamente el discurso de las administraciones gubernamentales, que estaban basadas, a su vez, en el llamado consenso de las mercancías, de claro carácter neo-extractivista pero combinado con políticas distributivas generosas, orientadas, por supuesto, a contener cualquier irrupción o desorden que pudiese alterar los procesos de acumulación.

De esta manera, el arrojo y la perseverancia de las intervenciones críticas de Moreiras parecían ahora delatar su naturaleza escondida: se trataba, o esto es lo que se le reprocha habitualmente, de un pensamiento no comprometido, escéptico, formalista, despolitizante en el sentido convencional y, sobre todo, extemporáneo. Sería esta condición extemporánea, sin embargo, la que hace de sus textos un intrincado trabajo de pensamiento, que nunca coincide ni con los ritmos superficiales del presente ni con sus pasiones políticas. Esta extemporaneidad no tiene nada que ver ni con la anti-política ni con la meta-política, sino que nos envía hacia una problematización rigurosa de la misma tradición política occidental desde la suspensión del presupuesto fundante de dicha tradición, a saber, la homologación de existencia y política. Suspender dicha homologación no implica, por supuesto, posicionarse desde un existencialismo solipsista, ni menos desde un desdén aristocrático que desprecia las luchas sociales del presente; implica, por el contrario, y gracias a la destitución de las nociones consulares de esta tradición (sujeto, hegemonía, soberanía, etc.), abrirse a una nueva relación con la política más allá del mandato sacrificial de la identidad, de la soberanía y de la militancia partisana. Y esto, que constituirá el trabajo de Moreiras desde ese entonces, y que alcanzará su momento de plena formulación en sus libros recientes (Marranismo e inscripción, Infrapolítica. Instrucciones de uso, Sosiego siniestro), sigue siendo el blanco para las críticas de una intelligentsia progresista que no se cansa de reproducir sus claves liberacionistas, sujetas al mandato moral emanado de una floja filosofía de la historia.

Frente a un pensamiento insatisfecho con la fórmula de la hegemonía, con el recurso subjetivo a la decisión soberana, con las apelaciones decoloniales a la comunidad, con el resuello partisano del neo-comunismo académico y con las esperanzas contra imperiales en la multitud, Línea de sombra. El no sujeto de lo político inauguraba un horizonte de reflexión que no podía ni puede ser circunscrito al latinoamericanismo o al hispanismo, pues traza sus inquietudes como líneas verticales que atraviesan la misma división universitaria de saberes y disciplinas, abriendo la posibilidad para un trabajo de pensamiento que ya no puede habitar cómodamente al interior de las universidades actuales, cada vez más corporativizadas y sujetas a la lógica de la reproducción y de la equivalencia general. En eso consiste la radicalidad del arrojo presente en este volumen, en desmarcar sus inquietudes desde las euforias y las piedades del progresismo y del liberacionismo reciclado, mientras que no se solaza en las postulaciones teóricas de su momento, iniciando un trabajo de cuestionamiento crítico dirigido directamente a la teoría sancionada universitariamente. Gracias a este arrojo y a su perseverancia, es posible dibujar hoy, aunque sea de manera tentativa, la vertical que abisma los compromisos y las seguridades de todo campo profesional; me refiero a aquella vertical que se inició con su lectura no convencional del tercer espacio latinoamericano, que continuó con un trabajo an-arqueológico de suspensión del suelo que abastecía a la teoría culturalista latinoamericana, inscribiéndola en la problemática reconfiguración geopolítica del mundo y en función de las posibilidades de un regionalismo crítico no identitario, y que derivó, ya en Línea de sombra, hacia un cuestionamiento de los límites del pensamiento político progresista contemporáneo, todavía anclado a los mojones teológicos de la tradición tales como los conceptos de sujeto, soberanía, hegemonía o comunidad.

Gracias a la condición extemporánea y radical de este libro, lo que vino después y aquello en lo que todavía estamos domiciliados, circula constelado bajo los nombres de la infrapolítica y de la post-hegemonía, nombres estos que no definen ni categorizan nada más que un sostenido intento de pensamiento que involucra no solo la afortunada organización de algunas ideas, sino una práctica casi corporal de escritura y desacuerdo, que implica sostener el arrojo con una perseverancia orientada siempre hacia la libertad.

 

Línea de sombra. Hacia la infrapolítica
Alberto Moreiras

 

El deseo de comunidad es el espíritu y el alma del poder constituyente—el deseo de una comunidad que sea tan completamente real como está ausente, la trayectoria y el motor de un movimiento cuya determinación esencial es la demanda de ser, repetida, empujando una ausencia.

(Antonio Negri, Insurgencies 23)

  1. La metafísica del contraimperio

El capítulo anterior mencionó las razones lógicas por las cuales la pregunta sobre el fin posible de la subalternidad en lo social tiene un carácter indecidible. Si decimos que la subalternidad puede eliminarse sin resto, entonces tendremos que basar nuestra respuesta en la noción de que la subalternidad es un accidente histórico, contingente, y que no hay condición trascendental o estructural alguna que impida su eliminación. Pero negar la trascendentalidad en esos términos, es decir, afirmar la presencia de una historicidad pura y sin compromiso, una historicidad en cuanto tal, es ya asumir una posición trascendental sobre lo social en su conjunto. Así, una posición sobre la historicidad radical o total contingencia de la subalternidad debe desaparecer en cuanto tal para abrir el camino a la des-transcendentalización de la historia. Y si respondemos que no, que la subalternidad es condición estructural de lo social, pues siempre habrá en lo social hegemonía, cuya contrapartida necesaria es subalternidad, se aplica el mismo razonamiento. Si la subalternidad es condición necesaria de historicidad, entonces nuestra posición debería desaparecer para que la historicidad pueda entenderse como historicidad—de otra manera, la noción de historicidad se debilita al quedar radicalmente vinculada a un principio de constitución trascendental (que hace depender a lo histórico de lo radicalmente no-histórico).

Como explica el capítulo anterior, Contingencia, hegemonía y universalidad es un libro que trata centralmente de ese tema. En él Zizek se refiere a Imperio, de Michael Hardt y Antonio Negri, del que dice que es “modelo de un análisis del capitalismo cercano al que a mí me interesa”, en los siguientes términos:

Hardt y Negri describen la globalización como “desterritorialización” ambigua: el capitalismo global triunfante ha penetrado todos los poros de la vida social, hasta las esferas más íntimas, introduciendo una dinámica insólita que ya no confía en formas de dominación patriarcales o jerárquicas sino que genera identidades híbridas fluidas. Sin embargo, esta misma disolución de todos los vínculos sociales sustanciales también deja que el genio salga de la botella: libera los potenciales centrífugos que el sistema capitalista ya no podrá ser capaz de contener. Sobre la base de su mismo triunfo global, el sistema capitalista se hace así hoy más vulnerable que nunca—la vieja fórmula de Marx todavía aguanta: el capitalismo genera sus propios enterradores. (Zizek, Hegemony 329)

Aunque Zizek, como hemos visto, suspende en última instancia la respuesta a la pregunta por el fin de la subalternidad en su propio trabajo, no deja de afirmar un tipo de praxis política que no se contenta con la posibilidad de un cambio histórico en las relaciones humanas sino que lucha por él: tal cambio está para Zizek vinculado a la posibilidad de un fin del capitalismo. La posibilidad de un fin del capitalismo está abierta, piensa Zizek, igual que dice Zizek que piensan Hardt y Negri, por la misma historicidad capitalista: “desde su mismo comienzo, la globalización capitalista—la emergencia del capitalismo como sistema mundial—implicó su opuesto exacto: la brecha, dentro de grupos étnicos particulares, entre los que están incluidos en esa globalización y los que están excluidos. Hoy esa brecha es más radical que nunca” (Zizek, Hegemony 322). Una política de la subalternidad expondría al capitalismo a su propio final al enfatizar el hecho de que la historicidad capitalista está sujeta a las condiciones de toda “universalidad concreta” hegeliana, es decir, a la “sobredeterminación por la universalidad de parte de su contenido” (Zizek, Hegemony 315). Así, para Zizek, como por lo demás para Laclau y Butler, “la generalización de la forma hegemónica de la política en las sociedades contemporáneas” debe leerse como el triunfo de una clase particular sobre todas las demás en la lucha de clases: la hegemonía es cabalmente el resultado de la sobredeterminación de la universalidad por el modo de producción burgués o capitalista.

El lugar de la universalidad política hoy depende para Zizek, no de la hegemonía y de su estado particular, sino más bien de las clases subalternas, que por lo tanto definen, incluso por omisión, las condiciones mismas de la práctica política del presente: “la existencia oscura de los que están condenados a vivir una vida espectral fuera de la región del orden global, borrosos en el trasfondo, inmencionables, sumergidos en la masa sin forma de la ‘población’, sin siquiera un sitio particular al que puedan llamar el suyo propio” (Zizek, Hegemony 313). Para Zizek, “en política, la universalidad se afirma cuando un agente sin lugar propio… se postula como la incorporación directa de la universalidad contra todos aquellos que tienen un lugar en el orden mundial. Y este gesto es también el gesto de la subjetivación, puesto que ‘sujeto’ designa por definición una identidad que no es sustancia: una entidad dislocada, una entidad que carece de su lugar propio en el Todo” (Zizek, Hegemony 313). Zizek repite con esto una posición que también hemos visto en el Capítulo tercero como característica de Badiou (y asimismo lo es de Jacques Rancière; y no es lejana de la posición de Laclau: todas ellas son retrotraíbles a la noción lacaniana de sujeto del inconsciente mucho más que a la noción moderna o cartesiana o hegeliana de sujeto como señor del mundo).

Zizek publicó poco más tarde otro comentario sobre Imperio en Folha de Sâo Paulo. Allí Zizek insinúa una crítica suave al libro de Hardt y Negri, basada en el hecho de que, aunque estos últimos piensen, marxianamente, que el desarrollo mismo del capitalismo ocasionará su colapso final, “el análisis fundamental [en Imperio] de cómo el modo socioeconómico global de producción puede abrir un espacio para medidas radicales comparable al de la revolución proletaria” es insuficiente. El libro sería, por lo tanto, “pre-marxista” en ese sentido (Zizek, “Empreendimento” 13). La crítica es significativa, pues refiere a las condiciones políticas en las que puede inscribirse, a nivel de agencia subjetiva, el principio tendencial motor mismo del fin del capitalismo. Pero ¿puede la insuficiencia en cuanto a economía política que Zizek encuentra en Imperio ser el motivo más apropiado o incisivo para la crítica zizekiana de Imperio? El apoyo fundamental de Zizek al libro de Hardt y Negri puede hacerle tragar a Zizek más anzuelo del que quiere, pues lo cierto es que Imperio no tiene reparos en postular el fin absoluto de la subalternidad y la constitución de la democracia de la multitud como su propio horizonte político. Y lo hace mediante una teoría de la subjetivación que no solo es incompatible con la de Zizek sino también claramente incompatible con el legado hegeliano y con el pensamiento del universal concreto que Zizek suscribe. La diferencia filosófica fundamental es la postulación, en Imperio, de una inmanentización radicalizada de lo real que no solo disuelve la necesidad de entender lo social en términos de la polaridad subalternidad/hegemonía que estructura el pensamiento de Zizek, sino también el entendimiento de lo real como el resto indivisible e insimbolizable que genera y constituye lo social y lo político desde un principio. Todo esto, debo decirlo para que haya claridad, aparte de que los postulados teóricos de Imperio son también ajenos a cualquier consideración del no sujeto de lo político y más bien se ejercen en o desde una especie de apoteosis especulativa de la subjetividad moderna, incorporada sin interrogación alguna a un libro que es más propagandista que filosófico, y que hace propaganda de la filosofía en la misma medida en que hace filosofía de la propaganda.

Este capítulo tratará de efectuar una lectura crítica del libro de Hardt y Negri, no a partir de leer a Zizek mejor de lo que Zizek se lee a sí mismo, sino más bien a propósito de ciertas condiciones de articulación filosófica de lo político que a mí me parecen insuficientes en Imperio. Mi crítica es consistente con la crítica ya elaborada a propósito de Schmitt y Heidegger y el postcolonialismo de la descolonización infinita, o a propósito de Zizek y Badiou, o a propósito de Laclau y Butler—mi intención rectora sigue siendo la elaboración apropiada, por más que todavía simplemente preliminar, tentativa, del concepto de lo político que puede subyacer a la intuición de la presencia en lo político de un no sujeto determinante para sus condiciones de manifestación y apertura: precisamente el no sujeto que todas esas figuras, y tantas otras, del pensamiento político del siglo veinte desestiman y olvidan. Concluiré este capítulo mediante un regreso a Heidegger y una exploración de la temática del nihilismo en la obra de Giorgio Agamben y de ciertos motivos en Michel Foucault, y el planteamiento de una estrategia de pensamiento a la que voy a llamar infrapolítica. Se habrá entendido ya que el pensamiento del no sujeto de lo político no encuentra ancla alguna en la postulación del fin o acabamiento histórico de la subalternidad—el pensamiento del no sujeto piensa, en cambio, desde la subalternidad, la posibilidad de un fin de la hegemonía y encuentra en ello su motivación y práctica política, con respecto de la cual la infrapolítica es meramente posibilitadora.

Sin el libro previo de Antonio Negri, El poder constituyente (Insurgencies en la traducción inglesa), es difícil entender suficientemente las presuposiciones filosóficas de Imperio. Al final del libro, Negri prepara una definición de lo político apelando al entendimiento de la “vida” en Spinoza:

En la vida política, social y ética la multitud de los individuos reinterpreta la lucha de la fuerza para existir hacia configuraciones más y más comunitarias de la vida. Los mecanismos de producción de la naturaleza construyen a los individuos; los individuos naturales ponen en movimiento los procesos de construcción de lo social. Aquí tenemos un primer nivel ontológico, en el que se inscribe el paso progresivo de las pasiones, la imaginación y la inteligencia hacia grados cada vez más altos de densidad ontológica. Pero este proceso se duplica a sí mismo, y nos hace enfrentar no solo grados diferentes de densidad ontológica, sino también la creatividad humana, esparcida más allá de los límites ontológicos del proceso. Esto ocurre cuando, éticamente, el amor y la alegría rompen el ritmo continuo del proceso ontológico. Aquí el amor constituye la divinidad, lo absoluto. De esta unión vuelve a lo social para revivificarlo. Un segundo nivel ontológico, por lo tanto, que rompe la continuidad genealógica del primero, ya no es una acumulación de ser, sino más bien una de sus próstesis creativas. Cuando el amor interviene y la alegría separa de la tristeza, entonces el ser ha sido encontrado de nuevo. El poder constituyente se ha liberado completamente, en su determinación positiva, como determinación del tejido ontológico y como su sobredeterminación creativa.  (Negri, Insurgencies 323)

Este tipo de ideología sentimental de la liberación, que habla de primeros y segundos niveles ontológicos a partir de nociones tan vacuas y quizá inintencionadamente neoplatónicas como la creatividad humana y su relación con la divinidad a través de la próstesis amante y alegre, que habla del poder constituyente como emanación de lo superfluo que desborda triunfante, etcétera, no tiene lugar de ninguna clase para la “distancia [residual] hacia lo real” o para la “dislocación necesaria” que son para Zizek condiciones constitutivas de la subjetivación. “El poder constituyente”, nos dice Negri, “es el paradigma de lo político porque su proceso está metafísicamente definido por la necesidad” (Insurgencies 333). Y: “Lo que nos espera es una historia de liberación, desutopía en acción, desenfrenada y tan dolorosa como constructiva. La constitución de la fuerza es la experiencia misma de la liberación de la multitudo. El hecho de que en esta forma y con esta fuerza el poder constituyente no pueda sino aparecer es irrefutable, y que no pueda dejar de imponerse como hegemónico en el siempre renovado mundo de la vida es necesario. Es nuestra tarea acelerar esta fuerza y reconocer su necesidad en el amor del tiempo” (Insurgencies 336). La alegría de la inevitabilidad histórica del triunfo de la fuerza necesaria, cruzada de amor pero sin pizca de sombra de dudas, está apoyada en una naturalización del concepto de verdad como aquello que está ahí delante, esperándonos, como cumplimiento de los tiempos. Por eso lo que limita la liberación, lo que por una parte nos hace impacientes pero por otra ha siempre ya limitado la liberación en la historia de la modernidad y en la historia del modo capitalista de producción, es la no-verdad, que “opone mando a fuerza, y que opone constitución a poder constituyente. Pero esta no-verdad es solo la cortina opaca que se sobreimpone a la permanencia de lo real político, esto es, al poder constituyente en acción” (Insurgencies 333).

La verdad, por lo tanto, la verdad de lo “real político”, que Hardt y Negri parecen conocer muy bien, es el elemento fundamental de la posible entrada en existencia patente del contraimperio, y la historia, y en particular la historia del presente, consiste en una recuperación de tal verdad, contra la no verdad de la moderna soberanía como reducción de poder constituyente a dominación. Si la multitud es el verdadero sujeto continuamente negado de la acción política, entonces la multitud es un sujeto antisoberano, y el horizonte político último de Imperio es la restitución de la fuerza no-soberana, entendida como la restitución de un libre sujeto de amor, próstesis activa de ser: “Solo hay una condición correcta (y paradójica) para una definición de soberanía vinculada a la definición de poder constituyente: que exista como praxis de un acto constitutivo, renovado en la libertad, organizado en la continuidad de una praxis libre. Pero esto contradice la entera tradición del concepto de soberanía y todos sus significados posibles. Consiguientemente, el concepto de soberanía y el concepto de poder constituyente están en oposición absoluta” (Insurgencies 22).

¿Cómo puede lograrse la liberación de la fuerza no soberana y libre de la multitud? Estaría marcada por un “romper” la continuidad genealógica del “paso progresivo de las pasiones, la imaginación y la inteligencia” hacia grados más altos del ser. En las formulaciones iniciales de Imperio se lee: “El paso al Imperio emerge del ocaso de la soberanía moderna” (Hardt y Negri, Empire xii); “en la postmodernización de la economía global, la creación de la riqueza tiende más y más hacia lo que llamaremos producción biopolítica, la producción de la vida social misma, en la que lo económico, lo político y lo cultural se cruzan y se cargan recíprocamente de forma creciente” (xiii); y

el concepto de Imperio se caracteriza fundamentalmente por su carencia de fronteras: el gobierno del Imperio no tiene límites. Primero… el concepto de Imperio postula un régimen que efectivamente abarca la totalidad espacial… Segundo, el concepto de Imperio se presenta no como régimen histórico que se origina en la conquista, sino más bien como un orden que suspende de hecho la historia y así fija el estado de cosas existente para la eternidad… Tercero, el gobierno del Imperio opera en todos los registros del orden social y se extiende hasta las profundidades del mundo social… Imperio presenta la forma paradigmática del biopoder. Finalmente, aunque la práctica de Imperio está continuamente bañada en sangre, el concepto de Imperio está siempre dedicado a la paz—una paz perpetua y universal fuera de la historia. (xiv-xv)

Imperio, por lo tanto, parece constituir un primer nivel ontológico, con un grado de densidad ontológica máximamente intensificado, y de hecho tendencialmente total. Pero el momento de su verdad máxima—y es aquí que la teoría de Imperio se acerca al Marx de los Grundrisse para aprobación de Zizek—es también el momento de su máxima no-verdad. El Imperio emerge así como un orden genealógico impropio y falso. Contra ello, no es necesario postular sino más bien reconocer la verdad de la próstesis ontológica—la liberación genuina del amor y de la alegría que marcaría una interrupción total del Imperio: esta es la patencia del contraimperio para el que pueda creérsela: “Las fuerzas creadoras de la multitud que sostienen al Imperio son también capaces de construir autónomamente un contraimperio, una organización política alternativa de flujos e intercambios globales” (xv). ¿Cuál sería entonces la diferencia decisiva entre Imperio y contraimperio? ¿Qué significa que el amor y la alegría rompan la organización imperial? Para Hardt y Negri la producción biopolítica del Imperio “funciona ya en términos completamente positivos” (13). Intentan reformular lo mismo, de forma quizás ilegítima desde su perspectiva ideológica general, diciendo que el paso al Imperio nos enfrenta con un “universal concreto” (19). ¿Y el contraimperio? ¿Es el contraimperio antes que nada una negación radical del Imperio? ¿La verdadera negación de una no-verdad? En una analogía ya mencionada previamente que remite “al nacimiento del Cristianismo en Europa y su expansión durante la decadencia del Imperio Romano”, Hardt y Negri parecen decir que no entienden el contraimperio de forma alguna como trabajo de lo negativo. Al revés, en el cristianismo temprano,

se construyó y consolidó un enorme potencial de subjetividad en términos de la profecía de un mundo por venir, un proyecto quiliástico. La nueva subjetividad ofreció una alternativa absoluta al espíritu del derecho imperial—una nueva base ontológica. Desde esta perspectiva, el Imperio fue aceptado como “la madurez de los tiempos” y la unidad de la civilización conocida, pero quedó cuestionado en su totalidad por un eje ético y ontológico completamente diferente. De la misma forma hoy, dado que los límites y los problemas irresolubles del nuevo derecho imperial están fijados, la teoría y la práctica pueden avanzar más allá de ellos, encontrando una vez más una base ontológica de antagonismo—dentro del Imperio, pero también contra y más allá del Imperio, al mismo nivel de totalidad. (Empire 21)

Se trataría pues de entender la base filosófica de este tipo particular de antagonismo. En términos hegelianos, el contraimperio podría entenderse como una síntesis de Imperio y de su negación.  Pero la negación viene para Hardt y Negri, enigmáticamente, desde dentro de la forma-Imperio, esto es, no depende de una instancia externa. Dado que el Imperio es presentado por Hardt y Negri como una estructura “radicalmente positiva” que depende para su formación de la inmanentización exhaustiva de lo real, el Imperio rechaza de antemano toda posibilidad de negación dialéctica que le ataña. En otras palabras, si el Imperio pudiera encontrar en sí la posibilidad de su propia negación, no sería Imperio—eso es lo que significa que Imperio sea solo positividad. Entonces, puesto que tenemos Imperio, incluso en la forma tendencial del “paso al Imperio”, ¿cuál es exactamente la condición ontológica de constitución de la posibilidad de contraimperio? ¿Cómo se produce la inversión o la catexis del contraimperio en el Imperio, en la que una positividad carga otra positividad, sin negación, de tal forma que tome lugar un cambio ontológico de carácter epocal o historial y se haga posible un nuevo comienzo de la historia comparable al que conllevó la conversión de Constantino?

Hace algún tiempo el New Yorker publicó una breve nota exaltando el poder innovador de una compañía comercial gallega llamada Zara. Galicia es una región del noroeste español que está, o estuvo hasta hace pocos años, entre las áreas más crónicamente deprimidas de Europa. Zara empezó a desarrollarse en 1975, el año de la muerte de Franco que marca la transición española a la democracia política, mediante una táctica de desmantelamiento de “mucha de la sabiduría convencional respecto de la nueva economía global”. El resultado, según el New Yorker, es:

En lugar de facturar nuevos productos una vez por temporada, Zara hace entregas en cada una de sus cuatrocientas tiendas esparcidas por el mundo (incluyendo cuatro en Manhattan) cada pocos días. En lugar de manufacturar doscientos o trescientos productos diferentes cada año, Zara produce más de mil cien de ellos. No acumula mercancía, y los diseños que no encuentran éxito son retirados de los estantes tras solo una semana, de forma que la compañía no tiene que hacer saldos. Equipados con aparatos de mano vinculados directamente a las salas de diseño de la compañía en España, los gerentes de Zara pueden informar diariamente de qué es lo que los clientes compran, desprecian o piden pero no encuentran. Lo más importante es que la compañía requiere solo entre diez y quince días para ir del diseño de un producto—lo cual, por cierto, con frecuencia significa el invento de un nuevo look—hasta su venta. Esta es la combinación de velocidad, diseño y precio que el año pasado hizo al director de modas de L.V.M.H., Daniel Piette, decir de Zara que es “posiblemente la vendedora más innovadora y devastadora del mundo”. (Surowiecki 74)

No necesitamos tomarnos el texto de Surowiecki como un análisis exhaustivo y riguroso de las proyecciones político-económicas de Zara. Dentro de sus términos periodísticos, sin embargo, y poniendo nuestra sabiduría convencional entre paréntesis, ¿será posible entender a Zara como una herramienta del Imperio, o es más bien ya una instancia de contraimperio? La respuesta puede parecer intuitivamente simple (“bueno, puesto que tiene que ver con producir, distribuir y vender, puesto que tiende a perfeccionar el funcionamiento del capitalismo, puesto que lo único que hace es remover el límite inherente del capitalismo sin borrar sus contradicciones, puesto que produce plusvalía, ¡Zara es obviamente una herramienta del Imperio!”). Pero quizás, vista desde Imperio, la respuesta no sea tan simple, pues al fin y al cabo el concepto de la multitud, muy precisamente, no implica una negación de la producción biopolítica o bioeconómica, sino su reinversión epocal o nueva catexis por una subjetividad alternativa y no-explotadora. La multitud es producción biopolítica allí donde Zara también es producción biopolítica (en cuanto instancia de acción global para la producción de cuerpos hermosos donde “lo económico, lo político y lo cultural… se cruzan y cargan recíprocamente” mediante una praxis de deseo social), y Zara, como la multitud, puede ser entendida como una nueva forma de productividad subalterna que hace catexis del capitalismo sin caer presa de él: una “estructura orgánica” cuyo “negocio está enraizado en una estrategia que rige todo lo que hacen”; “la… confección de las faldas, vestidos y trajes queda confiado a una red de unos trescientos pequeños talleres gallegos o del norte de Portugal [ambas áreas entre las más pobres de Europa], que funcionan más como socios que como proveedores” (Surowiecki 74); “la compañía nunca ha lanzado una campaña de publicidad. Los tejidos se cortan y tiñen mediante robots en sus veintitrés fábricas altamente automatizadas en España” (74). En otras palabras, y siempre según la interpretación de Surowiecki, en las operaciones de Zara no hay explotación de mano de obra tercermundista, no hay explotación de mano de obra proletaria regional, y no hay explotación de la credibilidad del consumidor global, sino que solo hay la producción altamente positiva y cercana del ideal de objetos que se ajustan al deseo espontáneo del consumidor casi instantáneamente y con la mediación de un valor de plusvalía altamente minimizado (lo que no impide, por cierto, que Amancio Ortega, el fundador de la empresa, sea uno de los hombres más ricos de Europa). Zara parece ser un ejemplo, si ejemplos puede haber en el mundo de la producción industrial en el contexto contemporáneo del Imperio, no solo del paso al Imperio sino también y al mismo tiempo del paso al contraimperio: el ejemplo de una nueva economía global que se hace liminarmente indistinguible de la producción de una economía global alternativa (una “organización política alternativa de flujos e intercambios globales”) regida por la multitud.

Quiero usar este ejemplo controvertible y por supuesto nada más que anecdótico para establecer la importancia de la pregunta respecto a la naturaleza de la catexis del Imperio por la multitud y la creación de un biopoder contraimperial lleno de amor y alegría. El artículo del New Yorker concluye, en rúbrica que parece darle la razón a Hardt y Negri cuando mencionan el hecho de que el paso al Imperio “emerge del ocaso de la soberanía moderna”: “¿Por qué no copia todo el mundo a Zara? Lo harían si pudieran” (Surowiecki 74). Si la soberanía moderna, definida por Hobbes mediante la noción de la sustitución necesaria de la naturaleza por la cultura para evitar la guerra de todos contra todos, estaba basada en la fisura constitutiva entre poder y deseo, la nueva soberanía de la multitud, que no es soberanía o es no-soberanía, es la unión tendencial de poder y deseo, haciéndole eco al Marx de los Grundrisse sobre la posibilidad de eliminar el límite inherente al capital (un límite que no es otro que la separación entre poder y deseo, para el capital igual que para el trabajador). “Lo harían si pudieran”, y lo harán cuando puedan, en cuanto se produzca de hecho la carga o catexis “plenamente positiva” de lo social, en la que no habrá separación, carencia ni fisura: “Zara es un sistema integrado, no una mera colección de partes” (Surowiecki 74).

La reinversión catéctica de lo social por la multitud, del Imperio por el cristianismo, o del capitalismo tardío por Zara es el fenómeno descrito como “profecía de un mundo por venir, proyecto quiliástico”. En la sección del libro llamada “Manifiesto político”, Hardt y Negri construyen la profecía del contraimperio como “teleología materialista” que es el mero resultado necesario del “deseo inmanente que organiza a la multitud” (Hardt y Negri, Empire 66). La noción de inmanencia, “una nueva posición de ser” (64), es crucial en el libro. Se le acredita a Spinoza, el creador de una filosofía que “renovó los esplendores del humanismo revolucionario, poniendo a la humanidad y a la naturaleza en la posición de Dios, transformando al mundo en un territorio de práctica y afirmando la democracia de la multitud como la forma absoluta de la política” (77). La forma absoluta de la política: esto es, la condición absoluta de lo político. ¿Y qué es la democracia de la multitud? La democracia de la multitud es la capacidad profética de los pobres:

Este nombre común, los pobres, es también el fundamento de toda posibilidad de humanidad. Como señaló Nicoló Machiavelli, en la “vuelta a los principios” que caracteriza la fase revolucionaria de la religión y las ideologías de la modernidad, casi siempre se ve al pobre como dotado de capacidad profética: el pobre no solo está en el mundo sino que el pobre es la posibilidad misma del mundo. Solo el pobre vive radicalmente el ser real y presente, en destitución y sufrimiento, y por ello solo el pobre tiene la capacidad de renovar el ser. La divinidad de la multitud de los pobres no apunta a ninguna trascendencia. Al contrario, aquí y solo aquí en este mundo, en la existencia de los pobres, se presenta el campo de inmanencia, se confirma, se consolida y se abre. El pobre es dios en la tierra…  Hay Pobreza Mundial, pero sobre todo hay Posibilidad Mundial, y solo el pobre el capaz de ella. (Hardt y Negri, Empire 156-57)

Franciscanismo: ¿santidad o sacerdocio? El campo de inmanencia, la absoluta posibilidad histórica de los pobres, es “el terreno exclusivo de la teoría y práctica de la política” (377). En la Posibilidad Mundial de los pobres el fin de la subalternidad queda diáfanamente anunciado como el fin mesiánico de la historia—la apelación a la inmanencia no desmonta el rango mesiánico de esta estructura, sino que la refuerza al máximo, toda vez que la plena inmanentización coincide con la Posibilidad Mundial, y la Posibilidad Mundial coincide con la plena inmanentización, en la reducción de toda trascendencia—por supuesto no otra cosa que una forma hipostasiada de trascendencia, desde el momento de su enunciación como principio: trascendencia mesiánica. De ahí que no solo es el Imperio el que emerge en el ocaso de la soberanía moderna sino que el contraimperio es la radicalización de la antisoberanía. ¿Cómo es esto posible? ¿Cómo es que la historia ocurre de tal manera que el momento de inmanentización absoluta del soberano—ocaso de la soberanía moderna, basada en la trascendencia del poder frente al deseo—, que es el momento de la aparición del Imperio, sea también el momento en el que el Imperio puede ceder con la máxima facilidad a las fuerzas antagonistas que contiene (los pobres)? La máxima no verdad sería también la posibilidad absoluta de la emergencia de la verdad, del amor y de la alegría, de un poder constituyente ahora ya libre de la constitución misma.

Quizá podamos enunciar ahora el principio de catexis: no es simplemente que el Imperio contenga al contraimperio, sino que Imperio es la contención misma: Imperio es el límite. A través de la historia, para Hardt y Negri, y en particular en la historia de la modernidad, la soberanía aparece como el contenimiento antagonista de la multitud, el límite de la multitud. La represión del descubrimiento de Spinoza del plano de inmanencia toma lugar en principio en la postulación de la trascendencia absoluta de Leviatán como poder del estado. Pero la trascendencia absoluta es precisamente, y no es otra cosa que, el otro lado de la absolutización de la inmanencia que es la promesa infinita de los pobres como Posibilidad Mundial. La historia del capital debe entenderse, en tanto producción de biopoder, como la resistencia sistemática del poder a la presión siempre en aumento de la multitud. En otras palabras, el poder constituido, en su absoluta positividad, es solo el contenimiento productivo del poder constituyente, y por lo tanto su parásito. En el capitalismo tardío, a través de fenómenos específicos que Hardt y Negri explican y que podríamos cifrar en la noción marxiana de la subsunción absoluta de la sociedad en el capital, se completa un proceso histórico que es el de la inversión de la transcendentalización absoluta del poder a plena inmanentización. Esto es el Imperio. Y aquí se abre la primera posibilidad de responder a la pregunta por el contraimperio: la cuestión real no es cómo es que el contraimperio hace su catexis del Imperio, sino más bien la opuesta, es decir, cómo es que el contraimperio se libra de su propia catexis imperial, esto es, de su no verdad esencial. El Imperio o la soberanía siempre ya de antemano han actuado como el contenimiento superestructural de lo real, que es la Posibilidad Mundial del poder constituyente de la multitud de los pobres. O esto es lo que dicen Hardt y Negri.

La naturaleza quiliástica o profética de Imperio reside precisamente ahí: en su capacidad de anunciar la posibilidad, o incluso la inminente llegada, de una mutación mimética, que es un acontecimiento absoluto hecho posible porque en el capitalismo tardío o en la globalización consumada, esto es, en el tiempo del paso al Imperio, ocurre la máxima cercanía entre el contenimiento productivo y aquello que el contenimiento productivo contiene. Así, la absolutización de la inmanencia ya no puede presentarse bajo su fachada histórica de trascendencia soberana. Como resultado, la soberanía queda lista para su captura y desmantelamiento por el poder constituyente de la multitud. El momento es ocasión de una ruptura histórica sin antecedentes, el momento de un acontecimiento que ya no sería propiamente historia sino que abriría nuevamente la historicidad. Ahí sí que se partiría en dos la historia del mundo, mientras Nietzsche da vuelcos en su tumba.

Esa es, en suma, la profecía o el poder mesiánico de Imperio, pero también es su límite. Pues el acontecimiento puede solo ser anunciado en cuanto tal, y solo puede ser anunciado según uno de dos modos: como acontecimiento que ya ha ocurrido (siempre de antemano), pues está inscrito en la soberanía del Imperio mismo, como su espectro; o como acontecimiento que nunca podría ocurrir del todo, que nunca podría llegar a ocurrir absolutamente, un acontecimiento serial o un acontecimiento de capturas singulares múltiples y quizás infinitas de lo social a través del que la multitud consigue mutar la soberanía en su favor, en cada uno de sus gestos, acción a acción, y así, por último, o ya siempre, o nunca. La temporalidad del contraimperio, como temporalidad mesiánica, se convierte en un problema más bien irresoluble, pues la toma del Imperio por el contraimperio no puede entenderse más que como proceso continuo que mimetiza pero invierte la acumulación primitiva: el giro, como en todos los procesos mesiánicos, desde la distopía a la utopía (o a la desutopía, como prefiere decir Negri, es decir, a la negación de la negación del lugar de coincidencia constituyente entre poder y deseo). En palabras de John Kraniauskas,

históricamente, la idea de la multitud emerge con el alza de la burguesía en un momento de mutación histórica, un proceso de desposesión social violenta generalizado y de recomposición capitalista al que Marx se refiere llamándole “acumulación primitiva”. Este es el terreno atroz de la posibilidad burguesa ilimitada, casi suicida—la guerra de todos contra todos—donde siempre habrá más capitalistas potenciales y más mano de obra que abstraer. Para el conservador Hobbes, era la multitud burguesa la que tenía que ser controlada y domada. En la espalda del rechazo [es decir, del rechazo a la revolución burguesa como última revolución posible] Imperio se constituye como la realización final de ese imaginario. (Kraniauskas, “Empire” 22).

La posibilidad burguesa se invierte en la Posibilidad Mundial de los pobres, pero tal posibilidad no puede encontrar su momento de consumación: es siempre necesariamente procesual, y así susceptible de retrasos, interrupciones, contramovimientos, perversiones. Con lo cual la absoluta inmanentización aparece como aquello que, habiendo tomado siempre de antemano lugar en el terreno de la posibilidad, no ejerce como acto. La posibilidad mesiánica del fin de la subalternidad en contraimperio es cabalmente lo que no toma lugar, lo que no llega a tomar lugar o lo que está sujeto a un retraso infinito, mera potencia impotente.

El deseo mesiánico es el deseo de la multitud. ¿Pero cómo se hace agencia política? ¿Cómo se convierte la multitud en “un sujeto político en el contexto del Imperio” (Empire 394)? ¿Es cierto que la multitud de los pobres puede llevar a su realización final el imaginario burgués mediante su inversión en el imaginario profético del contraimperio? Se hace precisa una teoría de la subjetivación que, sin embargo, Imperio no ofrece. El libro se limita a afirmar que el sujeto, siempre de antemano formado en apariencia, siempre naturalizado en cuanto sujeto, puede ahora asumir su posición verdadera. En ciertos pasajes de Imperio la cuestión del sujeto emerge como la cuestión del deseo de sustancia plena y colonización absoluta de lo real (la conversión del mundo en territorio, atribuida a Spinoza por Hardt y Negri, implica la conversión del mundo en lo exhaustivamente apropiable, y esta es otra instancia en la que el imaginario de la multitud de los pobres reproduce el imaginario burgués en cuanto imaginario moderno o viceversa). En la sección titulada “Los nuevos bárbaros” Hardt y Negri hablan de la necesaria “mutación radical” hacia el contraimperio: “la voluntad de estar contra realmente necesita un cuerpo que sea completamente incapaz de someterse al mando” (216); “Tenemos que llegar a constituir un artificio político coherente, un devenir artificial en el sentido en que los humanistas hablaron de un homohomo producido por el arte y el conocimiento, y en que Spinoza habló de un cuerpo poderoso producido por esa forma más alta de conciencia que está infusa de amor. Los senderos infinitos de los bárbaros deben formar una nueva forma de vida” (217). Ante tal anuncio, sin duda sostenido en la noción de poder constituyente ya mencionada, la teoría del sujeto queda sustituida por un voluntarismo de sujeto prostético: el sujeto es simplemente el que quiere dotarse de un cuerpo capaz de establecer una nueva densidad ontológica, una nueva forma de vida. Y ante tal voluntad abrumadora de amor sin duda puede ya prescindirse de los protocolos filosóficos que enredaban la conciencia burguesa: “Con este paso [al Imperio] la fase deconstructiva del pensamiento crítico, que de Heidegger y Adorno a Derrida nos proporcionó un instrumento eficaz para la salida de la modernidad, ha perdido su eficacia. Ahora es un paréntesis cerrado que nos deja enfrentados a una nueva tarea: construir, en el no-lugar, un nuevo lugar; construir determinaciones ontológicamente nuevas de lo humano, del vivir: una poderosa artificialidad de ser” (217-18). Artificialidad o artificiosidad: en la sección titulada “Las dos ciudades” dicen: “Cuando la multitud trabaja, produce autónomamente y reproduce el mundo entero de la vida. Producir y reproducir autónomamente significa construir una nueva realidad ontológica” (395); “la multitud no tiene razón alguna para mirar fuera de su propia historia y de su propio poder productivo en el presente para encontrar los medios necesarios para avanzar hacia su constitución como sujeto político” (396). Ni siquiera habría razón alguna para mirar fuera de Imperio, pues todo es más bien una cuestión de acción, y las reglas para esa acción quedan enunciadas en “Senderos sin final (El derecho a ciudadanía global)” de la siguiente manera:

¿Cómo pueden hacerse políticas las acciones de la multitud? ¿Cómo puede la multitud organizar y concentrar sus energías contra la represión y las segmentaciones territoriales incesantes del Imperio? La sola respuesta que podemos dar a estas preguntas es que la acción de la multitud se hace política primariamente cuando comienza a enfrentar directamente y con conciencia adecuada las operaciones represivas centrales del Imperio. Es cuestión de reconocer y actuar sobre las iniciativas imperiales y de no permitirles que reestablezcan continuamente el orden; es cuestión de cruzar y romper los límites y segmentaciones que vienen a ser impuestas sobre la nueva capacidad de trabajo colectivo; es cuestión de recoger estas experiencias de resistencia y usarlas en concierto contra los centros nerviosos del mando imperial. (399)

Hay consistencia plena con el ya citado pasaje de El poder constituyente. Lo necesario es producir una segunda determinación ontológica del ser a través de la catexis del mundo de la vida por una nueva infusión de amor y alegría (aunque a veces, quizás, el amor y la alegría no solo no les resulten pasiones tan obvias a los centros nerviosos del mando imperial y a sus cómplices no-multitudinarios sino tampoco a los agentes de la multitud): la “próstesis creativa” es en Imperio la formación sustitutiva de una teoría del sujeto de lo político. El sujeto ha devenido próstesis, y ahí nos las den todas. No hay más que pensar.

Para Zizek hay dos condiciones de lo político que, sin su tematización adecuada, permitirán que el capitalismo, en su misma vulnerabilidad de crisis, y de hecho a través de ella, continúe reteniendo su dominación sobre la totalidad de la vida humana sobre la tierra. Por un lado, el entendimiento del capitalismo como un universal concreto dentro del que la hegemonía burguesa sobredetermina la totalidad de lo social de tal manera que la política de la hegemonía asume la condición de ser la única posible forma de política; en otras palabras, para Zizek la hegemonía es el universal concreto del presente. Por otro lado, la segunda condición es el reconocimiento de la existencia de una multitud grande y espectral de sujetos desubjetivados que solo podrán producir su subjetivación en el momento de reclamar por y para sí mismos el lugar de la universalidad contra sus antagonistas burgueses. Estos dos lugares de lo político parecerían traducir lo que en los términos de Hardt y Negri son el Imperio y el contraimperio. Y el apoyo de Zizek a Imperio parece confirmarlo. Pero ¿es realmente así?

¿Puede la relación entre Imperio y contraimperio entenderse, no solo como la constante posibilidad de una interrupción genealógica dentro del Imperio, sino también como la posibilidad de una interrupción del Imperio mediante una subjetivación de lo social completamente otra—esto es, mediante la conversión de la no verdad social en verdad, libertad y amor democrático? Para que el Imperio pueda ser interrumpido desde afuera una multitud espectral de sujetos desubjetivados debería alzarse en nombre de su propia y alternativa subjetivación. Pero Hardt y Negri insisten en que no hay afuera desde el que levantarse, y que precisamente el hecho de que no hay posición alternativa de subjetivación es el nombre mismo del Imperio. El sujeto, el sujeto contraimperial, ya está siempre de antemano formado, y solo falta que tome lo suyo. La multitud en cuanto sujeto es la verdad del mundo que solo espera su tiempo de emergencia. El momento de máxima no verdad en la historia del mundo, esto es, el momento del Imperio, se abre a la verdad, que es el contraimperio. El contraimperio es una captura desde adentro, la liberación de lo social de la catexis soberana. Así el contraimperio es la interrupción continua del Imperio dentro del Imperio. ¿No está ese entendimiento contenido ya dentro de una política hegemónica? Para Zizek la hegemonía es el nombre de la universalidad concreta hoy. Para Kraniauskas es una consecuencia directa del modo burgués de producción, que alcanza su final en una inversión absoluta del imaginario de la acumulación primitiva.

El contraimperio podría entenderse, generosamente, como el imaginario mesiánico de la interrupción constante de la hegemonía dentro de la hegemonía. El fin de la subalternidad se afirma mesiánica y voluntaristamente en el libro pero no se fundamenta teóricamente. Depende, no de la construcción de un plano alternativo de lo social, no de la negación de Imperio, sino de la afirmación profética de la venida de la plenitud de los tiempos en la inmanentización consumada. Invierte la relación del cristianismo y el Imperio Romano, pues si el cristianismo vino a los romanos como irrupción de la trascendencia, ahora la trascendencia es precisamente lo que debe ser reducido absolutamente en nombre de lo completamente positivo. Desde esa perspectiva, sin embargo, ¿cómo puede decirse que Zara no es un ejemplo de contraimperio? ¿Qué puede impedirnos pensar que finalmente no hay diferencia entre Imperio y contraimperio, una vez que la inmanentización quede consumada? Digamos que el contraimperio triunfa o va triunfando (pues no cabe un triunfo puntual y simultáneo en todos los frentes): una vez establecida su verdad, ¿es la verdad del contraimperio una verdad para siempre? ¿No amenazará esa verdad, en el momento de su máximo triunfo, con volverse hacia la no verdad? ¿No estará esa gran alegría prostética a un corto paso de la más desolada tristeza? ¿Qué va a lograr que la libertad contraimperial no degenere rápidamente en sujeción hegemónica? En otras palabras, ¿qué garantiza la temporalidad eterna de la segunda determinación ontológica del ser? La respuesta de Imperio no es explícita pero puede leerse: solo la voluntad de la multitud es garantía de la verdad de la multitud. Y la multitud tiene la propiedad infusa de poder mantenerse indefinidamente en su ser multitudinario a favor de las próstesis de la artificialidad ontológica (amor, alegría). La próstesis durará, en otras palabras, hasta que se estropee, en otras palabras, mientras pueda seguir afirmándose proféticamente o hasta que Hardt y Negri dejen de afirmarlo.

Hay diferencia entre Imperio y contraimperio. Según Negri, esa diferencia debe ser entendida como la diferencia entre no-verdad y verdad, entre dominación y libertad. Pero, en el momento, por otra parte imposible e infijable en cuanto momento mesiánico, en el que la plena dominación del Imperio se abre al amor del tiempo y a la llegada de la multitud a la fuerza, en ese mismo momento la diferencia se encuentra a sí misma y ya no hay pretextos. O ese momento es el fin del tiempo, o el tiempo hará su trabajo demoledor en la diferencia. Y eso es un problema.

  1. Infrapolítica y reflexión inmaterial

La posibilidad del fin del capitalismo para Zizek (o para Badiou e incluso para Laclau) o la posibilidad del fin del Imperio en Hardt y Negri está vinculada a una posición intelectual francamente optimista. En todos los casos, lo que se afirma es la existencia de una oportunidad, entendida como condición de lo político: la oportunidad de que se produzca un acontecimiento de subjetivación de carácter masivo, dadas las coordenadas particulares de la situación hegemónica en nuestro tiempo. Tal acontecimiento de subjetivación cambiaría históricamente el universal concreto a través de una nueva reivindicación de universalidad—que de todas maneras no podría dejar de presentarse como nuevo universal concreto, y eventualmente como nueva síntesis hegemónica, de ahí la dificultad absoluta del problema del fin de la subalternidad. El problema de la subalternidad es el problema del no sujeto de lo político. Cabe preguntarse si las soluciones políticas a favor de la subjetivación son las más adecuadas para dar cuenta de la problemática fundamental del no sujeto y son conmensurables con ella. El resto de este capítulo intenta la presentación de una forma de pensamiento de lo político, a la que llamaré infrapolítica, que trata de evitar la sacralización de los procedimientos de subjetivación como única opción, es decir, como condición de la práctica política en el presente. ¿Hay lugar para la acción o la agencia política fuera del sujeto, en el sentido específico de fuera de la acción de subjetivación?

Como todos los autores estudiados hasta ahora, Mauricio Lazzarato trata de establecer su concepto de pensamiento político no en abstracto sino en relación con las condiciones políticas del presente, lo cual quiere decir en primer lugar, en relación con el capitalismo como principio rector o verdadero nomos de la tierra. El capitalismo avanzado procede a la sustitución de viejas formas de trabajo por las que encuentra como más propias a sus condiciones de producción. El trabajo inmaterial es hoy, dice Lazzarato, cualitativamente más significativo que el trabajo manual para la reproducción social. En “Trabajo inmaterial” Lazzarato define su concepto como “el trabajo que produce el contenido cultural e informacional de la mercancía” (133). En cuanto a su “contenido cultural” el trabajo inmaterial, no entendido como trabajo propiamente dicho en modos de producción previos al del presente, es hoy la tarea de una “intelectualidad de masas” que define “el papel y la función de los intelectuales y de sus actividades dentro de la sociedad” (134). Nuestro trabajo como intelectuales universitarios, por ejemplo, cuyo sentido es determinar precisamente los usos de la historia en cada una de las disciplinas o campos del saber de los que nos ocupamos, y así “definir y fijar standards culturales y artísticos, modas, gustos, normas de consumo y, más estratégicamente, opinión pública” (133),  más o menos modestamente según las pretensiones individuales, entra dentro de una división del trabajo que tenemos que entender como establecida dentro del modo de producción intelectual propio de la contemporaneidad.

Si es cierto, como dice Lazzarato, que, por una parte, “el concepto de trabajo inmaterial presupone y resulta en una ampliación de la cooperación productiva que incluye la producción y reproducción de la comunicación, y por lo tanto de su contenido más importante: la subjetividad” (140), y si a la vez es cierto, por otra parte, que “lo que buscan las técnicas modernas de management es conseguir que ‘el alma del trabajador se haga parte de la fábrica’”, y por lo tanto “la personalidad y la subjetividad del trabajador tienen que hacerse susceptibles de organización y mando” (134), entonces, ante tal intensificación biopolítica en las condiciones de trabajo intelectual en el presente, la primera pregunta pertinente es la de hasta qué punto cualquier intento nuestro por elaborar una nueva subjetividad intelectual no está ya de antemano envuelta en el auto-sometimiento a “organización y mando” expuesto por las nuevas técnicas de management universitario o cognitivo.  Lazzarato tiene una respuesta pesimista y una respuesta optimista. Según la respuesta pesimista, dado que lo que es particular al trabajo inmaterial no es la producción de mercancías que sean “destruidas en el acto del consumo”, sino de mercancías que “agrandan, transforman, y crean el ambiente cultural e ideológico del consumidor”, entonces el trabajo inmaterial produce “una relación social”, y así revela lo que la “producción material había escondido, a saber, que el trabajo produce no solamente mercancías sino primero y sobre todo la relación de capital” (137). Lo que es pesimista aquí es por lo tanto suponer que cualquier posibilidad de trabajo intelectual, sometida hoy por definición a las condiciones de producción de la intelectualidad de masas, no puede ir más allá de promover la relación social como reproducción de la relación de capital: toda nueva producción de subjetividad estaría  condenada a ser no otra cosa que respuesta aquiescente a la “organización y mando” del sistema de producción; la próstesis contraimperial sería por lo tanto indiferenciable del Imperio mismo.

Pero Lazzarato da también una respuesta optimista, que consiste en proponer la vinculación de producción de subjetividad a prácticas de sentido. Para Lazzarato hay una posibilidad de innovación en el hecho de que cada producción inmaterial propone una “nueva relación entre productor y consumidor” (145), y que tal relación solo puede ser apropiada y normalizada por el sistema de producción, pero no puede ser predeterminada por él. “Los elementos innovadores y creativos están estrechamente vinculados a los valores que solo las formas de vida producen” (145). Así Lazzarato propone la posibilidad de que la lucha contra el trabajo promueva valores que sean irrecuperables por el aparato de organización y mando del sistema de producción económico-social, y que estos valores a su vez desarrollen “el ciclo social de la producción inmaterial” (146) en formas que desborden la relación de capital misma. Este es también, obviamente, el sueño mesiánico de la teoría de la multitud. ¿Puede ser otra cosa que sueño?

Según el viejo historiador Henry Charles Lea la Inquisición española fue un “poder dentro del estado superior al estado mismo” (357). Ese poder es poder biopolítico, entendido como el poder de captura y sometimiento de la vida al control de lo político, y poder de animación política de la vida: sometimiento de la vida al principio de soberanía. El poder de sometimiento de la vida al principio soberano es en cada caso el poder dentro del estado superior al estado mismo—un exceso, una demasía de la que el estado depende, y sin la cual no habría estado.[i] ¿De dónde tal exceso? Una posibilidad de contestación, supongo que propiamente materialista, consiste en decir que, en la medida en que el poder dentro del estado es poder estatal, aunque se exceda a sí mismo, el poder dentro del estado superior al estado mismo viene de… otro estado, en estructura genealógica. Pero cierta confluencia entre la obra de Michel Foucault y la de Martin Heidegger nos puede permitir cerrar la regresión al infinito que tal hipótesis puede acarrear, y entender el origen, para nosotros, de tal estructura en el mundo romano, y cabalmente—y quizás de forma un tanto sorprendente—en la estructura hegemónica de dominación imperial en Roma.

En sus conferencias de clase del semestre de invierno de 1942-43, en su seminario sobre Parménides, dice Heidegger: “Pensamos lo ‘político’ como romanos, es decir, imperialmente” (43). El diagnóstico de Heidegger no se limita, sería ingenuo pensarlo, a la Alemania nazi y a la situación del Tercer Reich en el momento del seminario (la derrota alemana en Stalingrado fue vivida por muchos como el principio del fin del Reich), aunque sin duda incorpora una visión profundamente ideológica del destino alemán.[ii] Pero Heidegger se esfuerza por proyectar su diagnóstico hacia la totalidad de la historia de Occidente, con respecto de la cual habría llegado a pensar que el movimiento nazi ofrecía una posibilidad de redención. Si pensar lo político es pensarlo como romanos, imperialmente, y si eso viene a convertirse, según una genealogía nietzscheana, en la “historia de un error” (Nietzsche, Twilight 51), entonces se trata de encontrar una determinación no-romana de lo político: contraimperial. Pensar una determinación no-romana y contraimperial de lo político pasa fundamentalmente, esa es mi hipótesis, por entender la naturaleza de ese poder dentro del estado superior al estado mismo que Lea asocia con la Inquisición española. Esto no es arbitrario: el mismo Heidegger lo dice, lo dice de paso, lo dice pasando, sin fijarse. Pero habrá que detenerse en ello.

Estas cuestiones no están lejos de las preocupaciones de Lazzarato respecto de si es posible o no, y en qué medida, suspender el mecanismo mismo de organización y mando a partir de un intento de producción intelectual no predeterminado por la historia, sino como insurgencia con respecto de ella. La noción heideggeriana de “pensamiento originario”, encontrable en el Parménides, busca una interrupción de la historia determinada, que él asocia con la dominación del Occidente romano.[iii] Todo tiene que ver, para Heidegger, con un acontecimiento decisivo. Heidegger lo llama, ni más ni menos, “el acontecimiento genuino de la historia” (42), en el sentido de que ningún acontecimiento tiene más importancia que ese, pero también en el sentido de que ese acontecimiento constituye la historia tal como la conocemos: es, para Heidegger, o para el Heidegger de 1942-43,  el acontecimiento de la historia. El acontecimiento es la latinización transformadora de la noción griega de verdad. “Lo que es decisivo es que la latinización ocurre como una transformación de la esencia de la verdad y del ser dentro de la esencia del dominio grecorromano de la historia. Esta transformación es decisiva en que permanece oculta y sin embargo lo determina todo de antemano” (42). Solo unas páginas más tarde, en conexión directa con la explicación de esa transformación de la esencia de la verdad, Heidegger menciona a la Inquisición española en su seminario, por única vez quizás en toda su obra:

Tal cambio es la más peligrosa pero también la más persistente forma de dominación. Desde entonces el Occidente ha entendido pseudos solo bajo la forma de falsum. Para nosotros, lo opuesto de lo verdadero es lo falso. Pero los romanos no se limitaron a disponer el fundamento para la prioridad de lo falso como el sentido estándar de la esencia de la no-verdad en Occidente. Además, la consolidación de esta prioridad de lo falso sobre pseudos y la estabilización de esta consolidación es un logro romano. La fuerza operante en este logro ya no es el imperium del estado sino el imperium de la Iglesia, el sacerdotium. Lo “imperial” emerge aquí en la forma de lo curial de la curia del papa romano. Su dominación está igualmente basada en el mando. El carácter del mando reside aquí en la esencia del dogma eclesiástico. Por lo tanto este dogma toma en cuenta tanto lo “verdadero” de los “creyentes ortodoxos” como lo “falso” de los “herejes” y de los “infieles”. La Inquisición española es una forma del imperium de la curia romana. A través de la civilización romana, tanto la imperial/civil como la imperial/eclesiástica, el pseudos griego se convirtió para nosotros en Occidente en lo “falso”. Correspondientemente, lo verdadero asumió el carácter de lo no-falso. La región esencial del fallere imperial determina lo no-falso tanto como lo falsum. Lo no-falso, dicho a la manera romana, es lo verum. (46)

Referirse críticamente a la Inquisición española en el semestre de invierno de Friburgo en 1942-1943 no es particularmente intrascendente, sobre todo cuando esa referencia crítica a la Inquisición, antecesora directa del aparato administrativo de la “solución final” nazi en cuanto a la eliminación de un cuerpo social enemigo entendido como “lo judío”, la presenta como síntoma del gran error constituyente de la historia de Occidente, literalmente la falsi-ficación de la esencia de la verdad y así también de lo político. Como quiera, Heidegger está tratando de pensar una contra-falsi-ficación de lo político en forma contraimperial y contra-romana. Si es cierto entonces que lo imperial romano, en cuanto poder dentro del estado superior al estado mismo, es la falsi-ficación de la verdad, es decir, el entendimiento de la verdad a partir de lo falso, y si es cierto que tal falsi-ficación pasa esencialmente por la captura y sometimiento de la vida al control de lo político, si es cierto que tal falsi-ficación es, en otras palabras, la esencia de lo biopolítico como estrategia de dominación, entonces es necesario precisar qué es “falsi-ficación” y cuál es su relación con lo que antes llamé la estructura hegemónica de la dominación imperial. Debo resumir el análisis de Heidegger, al que en cualquier caso remito.

Falsum deriva de fallere, talar, cortar, derribar, ocasionar un derribo. Heidegger pregunta: “¿Cuál es la base para la prioridad de fallere en la formación latina de la contraesencia de la verdad?” (44).  Y contesta: “reside en que el comportamiento básico de los romanos hacia los seres en general está gobernado por la regla del imperium. Imperium dice im-parare, establecer, hacer arreglos… ocupar algo por adelantado, y mediante esta ocupación tener mando sobre ella, tener lo ocupado como territorio” (44). Así, en la contraposición de imperar y derribar o talar entendemos la esencia de lo político como poder de mando, y la falsi-ficación de la verdad (de nuevo, el entendimiento de la verdad como mera negación de lo falso, cortar lo falso, hacerlo caer) como principio de hegemonía.

Heidegger no utiliza esta última palabra, y sin embargo, en su definición de poder imperial no puede entenderse otra cosa. Se hace crucial captar que lo falso es precisamente lo que queda talado o derribado, caído, y así eliminado del principio de territorialización, y por lo tanto, en un sentido paradójico, no sometido al mando—eliminado del mando, y eliminado también de la vida. En la vida, sometida a su circunscripción imperial, solo cabe lo no-falso, y es esto no-falso lo que pasa a ser administrado según la regla hegemónica: “Ser superior es parte de la dominación. Y ser superior solo es posible mediante un constante permanecer en la posición más alta mediante una constante superación de los otros. Este es el actus genuino de la acción imperial… El grande y más íntimo núcleo de la esencia de la dominación esencial consiste en esto: que a los dominados no se les mantiene caídos, no son simplemente despreciados, sino que a ellos se les permite, dentro del territorio del mando, ofrecer sus servicios para la continuación de la dominación” (45). La hegemonía romana, el principio imperial de lo político bajo el cual todavía pensamos lo político es entonces, para Heidegger, el aparato de territorialización del mando según el cual lo que no se hace acreedor al derribo, a la tala, a la simple eliminación es susceptible de colaborar en su propia dominación: esta es la pasión biopolítica, el principio de sometimiento de lo vivo a la captura soberana, la animación de lo vivo bajo el criterio de sujeción al mando en nombre de la falsi-ficación esencial de lo verdadero, cabalmente el poder dentro del imperio superior al imperio mismo. Del que no es de ninguna manera seguro que la noción de verdad contraimperial de Hardt y Negri se haya librado.

En cuanto a Foucault, quiero referirme a su proyecto de establecer una “historia de la verdad”, o más bien una historia de las “políticas de la verdad” (13), cuya traza heideggeriana no es siempre suficientemente notada.[iv] En la serie de cinco conferencias dictadas en la Pontificia Universidad Católica de Río de Janeiro en mayo de 1973, luego publicadas bajo el título “Verdad y formas jurídicas”, Foucault, hablando de campos de conocimiento, se refiere a los tipos de inquisición que “comenzando en los siglos XIV y XV… buscaron establecer la verdad sobre la base de cierto número de testimonios cuidadosamente coleccionados de campos tales como la geografía, la astronomía y el estudio de los climas” (49). En particular, dice Foucault, es sobre la base de estos procedimientos inquisitoriales que “apareció una técnica del viaje—como aventura política de ejercicio del poder y como aventura de curiosidad, dirigida a la adquisición de conocimiento—que llevó últimamente al descubrimiento de América” (49). La conexión con los temas de Heidegger en el Parménides se hace obvia. Para Foucault la Inquisición, que se desarrolla en la Edad Media a través de procedimientos administrativos directamente inspirados en la resurrección carolingia de estructuras imperiales romanas y en procedimientos político-espirituales de la Iglesia o de la curia romana, es no solamente el principio de la acción biopolítica propiamente dicha sino también un grave acontecimiento histórico: “su destino sería prácticamente coextensivo con el destino particular de la llamada cultura ‘europea’ u ‘occidental’” (34). Las formas jurídicas derivadas del modelo inquisitorial se hicieron “absolutamente esenciales para la historia de Europa y para la historia del mundo entero, en tanto Europa impuso violentamente su dominio sobre la entera superficie de la tierra” (40).

La raíz “imperial”, en el sentido heideggeriano, de las prácticas inquisitoriales tiene que ver con la inversión abismal que realizan con respecto de la otra tradición de justicia existente en el corazón de la Europa medieval: la germánica, aplicada según el principio de la prueba, y que constituye el fundamento del derecho feudal. Para Foucault, “en la ley feudal, las disputas entre dos individuos se adjudicaban mediante el sistema de la prueba. Cuando un individuo procedía a establecer una reivindicación o protesta, acusando a otro de haber matado o robado, la disputa entre ambos se resolvía mediante una serie de pruebas aceptadas por ambos… El sistema era una forma de probar no la verdad, sino la fuerza, el peso, la importancia del que hablaba” (37); “un procedimiento de encuesta, una búsqueda de la verdad nunca intervenía en este tipo de sistema” (36). Mediante el sistema inquisitorial el representante del poder abandona el sistema feudal de pruebas y procede a adjudicar justicia, y no solo en cuanto a actos criminales, sino también en todas las disputas relacionadas con la propiedad, la renta, los impuestos y la administración económica, mediante el sometimiento absoluto de las partes implicadas a la regla de soberanía. De ahí, dice Foucault, que el poder político en este sistema se convierta “en el personaje esencial” (45).

“Al llegar al sitio designado, el obispo iniciaría primero la inquisitio generalis… preguntándoles a todos los que deberían tener conocimiento—los notables, los mayores, los más cultos, los más virtuosos—qué había pasado en su ausencia, especialmente si había habido transgresiones, crímenes, y demás. Si esta encuesta encontraba respuesta positiva, el obispo pasaba a un segundo estado, la inquisitio specialis, que consistía en averiguar quién había hecho qué, en determinar quién era realmente el actor y cuál era la naturaleza del hecho” (46); “este modelo—espiritual y administrativo, religioso y político—este método para administrar, supervisar y controlar las almas se encontraba en la Iglesia: la inquisición entendida como mirada se enfocaba tanto en posesiones y riquezas como en corazones, actos e intenciones. Fue este modelo el que fue tomado y adaptado al procedimiento judicial [por parte de la autoridad real]” (47). Y lo que tal forma jurídica consigue es establecer una intervención decisiva para la historia política y de lo político en el nivel de lo que Foucault hacia el final de su serie de conferencias llama “infrapoder”. Este “infrapoder”, verdadero poder dentro del estado superior al estado mismo, refiere “no al aparato de estado, no a la clase en el poder, sino al conjunto entero de pequeños poderes, de pequeñas instituciones situadas en el nivel más bajo” (86-87).

La Inquisición como procedimiento biopolítico inicia para la incipiente modernidad occidental un vasto proceso de sometimiento de la vida a la gestión imperial, en el que en última instancia lo que está siempre en juego es asegurar que los individuos colaboren en su propia dominación según la estructura del mando hegemónico: todo aquel que no esté en lo falso, y que no deba por lo tanto ser talado y derribado, matado sin asesinato ni sacrificio, para usar la definición que da Giorgio Agamben de la vida desnuda en Homo sacer, marginada de la operación biopolítica, está necesariamente en lo no falso: es decir, en el cerco imperial de la administración, en el auto-sometimiento como servicio a una razón entendida como cálculo político.[v] En otro lugar del Parménides dice Heidegger: “Lo imperial surge de la esencia de la verdad como corrección en el sentido de la garantía directiva y autoadaptante de la seguridad de la dominación. El ‘tomar por verdadero’ de la ratio, de reor, se convierte en seguridad anticipatoria de largo alcance. Ratio se hace cuenta, cálculo. Ratio es un auto-ajuste a lo que es correcto” (50).

Foucault llama infrapoder al aparato biopolítico de secuestro cuya misión en nuestro tiempo, genealógicamente condicionada por la historia heideggeriana de la falsi-ficación imperial, es “hacerse cargo de la totalidad de la dimensión temporal de las vidas de los individuos” (80). El infrapoder en el capitalismo tardío determina, según procesos analizables históricamente y retrotraíbles a la fundación de la modernidad mediante la expansión imperial, “la conversión del tiempo de vida en fuerza de trabajo y de la fuerza de trabajo en fuerza productiva” (84). Las instituciones de infrapoder son, “en un sentido esquemático y global. . . instituciones de secuestro” (84). Tratar de destruir o disminuir el alcance de estas instituciones de secuestro es atacar el infrapoder, y así moverse hacia una concepción contraimperial de lo político, hacia una infrapolítica, en el sentido de que se sitúa no al nivel de la lucha hegemónica sino por debajo de él, bajo su suelo imperial.

Dada la indecidibilidad de las dos posiciones detectables en Lazzarato, a saber, que es posible producir nuevos valores no determinados por el sistema de producción con potencia de desborde del sistema de producción, o que no es posible rebasar las condiciones biopolíticas que marcan toda producción de subjetividad como subjetividad siempre normalizable por el sistema, digamos que meditar sobre los usos de la historia, en la misma indecidibilidad de su uso, es estar ya caído en una perspectiva nihilista. En la vieja interpretación heideggeriana de las tesis sobre el nihilismo de Nietzsche, el nihilismo nunca es uno: siempre viene en forma de dos, el primero es nihilismo imperfecto, y el segundo es nihilismo consumado. Para Heidegger, en su glosa de los fragmentos póstumos de Nietzsche, no hay nihilismo imperfecto más que desde la perspectiva del nihilismo consumado; y a la vez, no puede haber nihilismo consumado más que si postulamos un nihilismo imperfecto.[vi] En su ensayo titulado “El Mesías y el soberano: el problema de la ley en Walter Benjamin”, Agamben radicaliza esa intuición heideggeriana a partir de un curioso intercambio entre Benjamin y Gershom Scholem a propósito de Kafka. Para Agamben la diferencia entre uno y otro nihilismo tiene que ver precisamente con la dilucidación de “la estructura oculta del tiempo histórico mismo” (168).

Pero la cosa se complica mucho ya en Agamben cuando menciona, siguiendo a Benjamin y a Scholem, que el nihilismo y el mesianismo son o vienen a ser la misma cosa. Dice Agamben:

Si aceptamos la equivalencia entre mesianismo y nihilismo de la que tanto Benjamin como Scholem estaban firmemente convencidos… tendremos que distinguir entre dos formas de mesianismo o nihilismo: una primera forma (a la que podemos llamar nihilismo imperfecto) que nulifica la ley pero mantiene la nada en un estado de validez perpetuo e infinitamente diferido, y una segunda forma, un nihilismo perfecto que ni siquiera deja que la validez sobreviva más allá del significado sino que antes bien, como escribe Benjamin de Kafka, “consigue encontrar redención en la inversión de la nada” (171).

La diferencia entre ambas perspectivas sobre el nihilismo, entre ambos nihilismos o ambos mesianismos, es pequeña: se trata sobre todo de hacer un “pequeño ajuste” (174), crear un ligero desplazamiento. Entender “la estructura oculta del tiempo histórico mismo” consistiría entonces en localizar, identificar, incluso, tal vez, simplemente nombrar ese desplazamiento. El pequeño ajuste nos lleva a una forma de nihilismo perfecto, desde el que se hace posible imaginar redención.  Esto es un paso decisivo en relación con el poder del estado superior al estado mismo, esto es, en relación al infrapoder.

¿Marca el trabajo inmaterial en nuestro tiempo la subsunción final del tiempo en el trabajo? Hay dos usos de la historia de carácter fundamental, que remiten a las dos caras o vertientes de la posición de Lazzarato y también a la diferencia entre las dos caras o dos manifestaciones del nihilismo o del mesianismo. Según el primer uso, el uso habitual, el uso soberano, el uso, por ejemplo, que permite entender la Inquisición bajo la figura de la soberanía, e incluso de la soberanía con respecto del estado, la historia es historia biopolítica, y así siempre inmersión y atrapamiento en la relación soberana. Para usar una expresión de Eric Santner a la que luego me referiré más ampliamente, este uso de la historia propone el entendimiento de la historia, o de la relación a la historia, como “rendimiento relacional”, en el sentido de que uno, el sujeto, se rinde a la relación, se rinde a la vida relacional, y así se rinde a la soberanía (Santner 90). Esto es a la vez nihilismo o mesianismo imperfecto y también la primera hipótesis de Lazzarato, que pasa por el entendimiento de la historia como temporalización de la captura de la vida por lo político.

Hay un segundo uso fundamental, pero desusado, fuera de uso, un uso sin uso que ya no sé si puede compararse a la segunda hipótesis de Lazzarato.  El progresismo de Lazzarato, como el de Hardt y Negri, está demasiado marcado por el concepto de producción de nuevos valores a partir de formas de vida, es decir, demasiado marcado por un concepto de subjetividad productiva que es estructuralmente incapaz de sobrepasar el sistema de producción y tiene que limitarse a establecer una relación con él.  La productividad subjetiva, definida por Lazzarato sobre la base de “formas de vida”, es siempre ya biopolítica, y quizás lo es más que nunca cuando intenta cambiar la condición dominante de la biopolítica. A ese uso desusado podemos llamarle historia desobrada, para usar la palabra puesta en circulación por Maurice Blanchot y Jean-Luc Nancy.[vii]  Este uso des-obra las determinaciones del primer uso.  Si el procedimiento característico del primer uso de la historia es la captura de la vida por lo político, la captura de la vida por la relación soberana, el procedimiento característico de este segundo uso es la interrupción del principio de soberanía, el desobramiento de lo político, la des-producción del uso de la historia.  No olvidemos que incluso en este segundo uso seguimos en la órbita del nihilismo mesiánico o del mesianismo nihilista.  La “inversión” del primer uso, esa “redención” que promete Benjamin, y que es precisamente, de forma muy marcada en Benjamin, redención con respecto de la infinita biopolitización de lo vivo, es todavía un uso, aunque sea un uso sin uso, y así está todavía en el terreno de lo político—aunque de forma un tanto especial, esto es, de forma infrapolítica.[viii]

Agamben resuelve el intercambio entre Benjamin y Scholem al ofrecer una lectura diagnóstica de la historia del presente en clave nihilista-mesiánica que preludia el abrazo del nihilismo perfecto en nombre de la necesidad de un enfrentamiento infrapolítico con las estructuras de secuestro institucional:

Hoy, en todas partes, en Europa como en Asia, en los países industrializados tanto como en los del “Tercer Mundo”, vivimos en el cerco de una tradición que está permanentemente en estado de excepción. Y todo poder, democrático o totalitario, tradicional o revolucionario, ha entrado en una crisis de legitimación en el que el estado de excepción, que era el fundamento escondido del sistema, ha venido plenamente a la luz. Si la paradoja de la soberanía tuvo alguna vez la forma de la proposición “no hay nada fuera de la ley”, adopta una forma perfectamente simétrica en nuestro tiempo, en el que la excepción se ha hecho regla: “no hay nada dentro de la ley;” todo—todas las leyes—están fuera de la ley. El planeta entero se ha convertido ahora en la excepción que la ley debe contener en su cerco. Hoy vivimos en esta paradoja mesiánica, y cada aspecto de nuestra existencia soporta sus marcas. (170)

Agamben está por supuesto hablando desde la octava tesis sobre la filosofía de la historia de Benjamin, que dice: “la tradición de los oprimidos nos enseña que el ‘estado de excepción’ en el que vivimos es la regla. Debemos llegar a un concepto de historia que corresponda a ese hecho.  Entonces tendremos la tarea de producir un real estado de excepción” (Benjamin citado por Agamben 160). En esa octava tesis Benjamin se refiere a la definición schmittiana de la soberanía como el poder de decidir el estado de excepción.[ix] Desde la frase de Lea sobre la Inquisición, la Inquisición es cuerpo soberano precisamente en cuanto poder dentro del estado superior al estado mismo—el cuerpo soberano tiene el poder de suspender la ley desde la ley, y así vive simultáneamente dentro y fuera de la ley. Como el Mesías: también El revela la estructura oculta de la ley, y suspende la ley indefinida o infinitamente.  La Inquisición es entonces verdad de nuestro tiempo, alegoría o literalidad de un estado de excepción más legal que la ley, es decir, relación soberana que exige absolutamente el rendimiento a la relación. “Podemos comparar la situación de nuestro tiempo a la de un mesianismo paralizado o petrificado que, como todos los mesianismos, nulifica la ley, pero entonces la mantiene como la nada de la revelación en un estado de excepción perpetuo e interminable, ‘el estado de excepción’ en el que vivimos” (171).

Pero Benjamin dice que cuando lleguemos a un concepto de historia que entienda y de cuenta de esa paradoja de la soberanía que al mismo tiempo oculta y revela la excepción de la ley, “la fundación mística de la autoridad”, en palabras de Jacques Derrida citando a Montaigne (Derrida, “Force” 239), entonces podremos llegar a producir un “estado de excepción real”. De nuevo dos estados: el estado de excepción “en el que vivimos”, correspondiente al uso biopolítico de la historia, y ese otro estado desusado y enigmático, “el estado de excepción real”, del que depende la posible redención.  Y entre ambos la necesidad de un “pequeño ajuste” infrapolítico, solo posible tras hacernos con una concepción de la historia que revele su fundamento escondido.

Agamben cita la carta de Scholem a Benjamin en la que Scholem comenta el ensayo de Benjamin sobre Kafka.  “Scholem define la relación a la ley descrita en las novelas de Kafka como la ‘nada de una revelación’, queriendo que esta expresión nombre ‘un estadio en el que la revelación no significa, pero todavía se afirma por el hecho de que es válida.  Donde la riqueza de la significación se ha ido y lo que aparece, reducido, por así decirlo, al punto cero de su propio contenido, todavía no desaparece (y la revelación es algo que aparece), allí aparece la nada’” (169). Validez sin significación:  punto cero del sentido de la ley, y así también aparición de la ley en toda su fuerza mesiánica y suspensora de la ley. La Inquisición es también validez sin significación: nihilismo imperfecto. Igual que, a mi juicio, toda teoría moderna del sujeto de lo político, y todas las estudiadas en este libro.

En su libro Sobre la psicoteología de la vida cotidiana Eric Santner comenta largamente este pasaje.  Si hay dos usos de la historia, y si el primer uso es un uso petrificado a través del cual la validez sin significación de la ley pesa como mesianismo imperfecto, pesa como pesa la Inquisición en la historia de España y de Occidente, y si el segundo uso es infrapolítico y está a favor de un nuevo y real estado de excepción, mesianismo consumado que desobra la historia al morar en el exceso o demasía que es no solo la condición de posibilidad de la relación soberana sino también la condición de posibilidad de su desestabilización, Santner busca el segundo. El primero es para él rendimiento relacional. Al segundo, que es desestabilización constituyente, Santner, remitiendo a categorías lacanianas fuertemente reenfatizadas por Zizek, le llama “atravesar la fantasía”, deshacer la fantasía relacional que nos instala y nos atrapa en el rendimiento subjetivo.

Santner llama “éxodo” a esa posibilidad redentora de deshacer la fantasía relacional que mantiene a la “vida capturada por la cuestión de su legitimidad” (30).[x] En diálogo con la interpretación que hace Agamben de la frase de Scholem “validez sin significado”, piensa que “el dilema del sujeto kafkiano—exposición a una plusvalía de validez sobre sentido—apunta… al lugar fundamental de la fantasía en la vida humana. La fantasía organiza o ‘liga’ esa plusvalía en un esquema, una torsión o giro distintivo que le da color/distorsiona la forma de nuestro universo, cómo el mundo se nos revela” (39). El éxodo, entonces, es la posibilidad de recobrar o desligar “el núcleo disruptor de esa fantasía y de convertirlo en ‘más vida,’ la esperanza y posibilidad de nuevas posibilidades” (40); o, en otras palabras, la posibilidad de devenir “abierto a lo real dentro de la realidad” (74), y abierto por lo tanto a la conciencia del infrapoder dentro del poder. El éxodo es conciencia infrapolítica, lo cual implica: solo desde nuestro secuestro por los aparatos de infrapoder, que determinan el lugar individual de experiencia de la relación soberana para cada uno de nosotros, se hace posible proceder a un desalojo con respecto de ellos.

No parecemos estar, pues, muy lejos de la segunda hipótesis de Lazzarato: “La misma dinámica que nos ata a una formación ideológica es… el lugar donde la posibilidad de posibilidades genuinamente nuevas puede aparecer” (Santner 81). Santner repite aquí un viejo postulado de la tradición marxista, según el cual es el capitalismo mismo el que nos da armas para su vencimiento.  Aunque sin mencionar la lectura derrideana sobre la “hauntologie” de Marx, Santner apela a ella para establecer que tanto en Franz Rosenzweig (el pensador que concierne, junto con Freud, al libro de Santner) como en Marx “toda relación de intercambio—y eso significa todos los sistemas socio-simbólicos a través de los que un individuo adquiere una identidad o valor general y genérico—dejan siempre un resto, una plusvalía insistente e inquietante para la que no puede postularse equivalente general alguno. Y para ambos esta inquietante plusvalía que funciona en su mayor parte como la fuerza impulsora del sistema simbólico puede constituirse en el sitio de una ruptura con él, el lugar en el que puede abrirse la posibilidad de desalojarse respecto del dominio del soberano o del equivalente general” (96-97). Ahora bien, en Santner, como en Benjamin, como en Marx según Derrida, esa posibilidad redentora y revelatoria es posibilidad mesiánica. La interrupción de la fantasía, el desligar del núcleo traumático que nos sostiene como vida distorsionada en el sometimiento a todo infrapoder, es precisamente intervención mesiánica: “[esa fantasía y/o ese núcleo traumático] desaparecerá[n]”, dice Benjamin, “con la venida del Mesías, de quien un gran rabino dijo un día que no quería cambiar el mundo por la fuerza, sino solo hacer un pequeño ajuste en él” (citado por Santner 122).

El pasaje del nihilismo imperfecto al nihilismo consumado es cuestión, pues, de orientación infrapolítica hacia el pequeño ajuste. El texto de la deconstrucción insiste en ese pequeño ajuste como fundamental a su propia estrategia. La diferencia entre el mesianismo y lo mesiánico es en Derrida la diferencia mínima que instituye lo mesiánico como la posibilidad misma, que se hace entonces la necesidad, de una orientación política para la deconstrucción, y una y otra vez la base mínima para la decisión. En el lenguaje de la deconstrucción, dado que las condiciones de posibilidad de la justicia son también las condiciones de su imposibilidad, dado que “la imposibilidad de justicia para todos es la posibilidad misma de que exista la justicia en absoluto”,[xi] y la imposibilidad de hospitalidad la única apertura a la hospitalidad, la imposibilidad de amistad condición de posibilidad de la amistad, etcétera, una orientación hacia la apertura infrapolítica es orientación hacia la condición incondicionada que rige la estructura aporética. Existe la aporía, es decir, el nihilismo. La diferencia entre una experiencia imperfecta y una consumada de aporía es la diferencia entre entender lo aporético como el fin del pensamiento o entenderlo como apertura a un pensamiento reflexivo que es también el principio de la práctica infrapolítica allí donde la supresión de la aporía (en todo mesianismo imperfecto) refuerza la violencia exorbitante de la hegemonía imperial biopolítica.

Para concluir, pues, ¿cómo puede afectar la relación mesiánica, como orientación al pequeño ajuste, la decidibilidad de las dos hipótesis de Lazzarato sobre la práctica político-intelectual del trabajo inmaterial? La relación mesiánica no es más que la promesa de que la segunda hipótesis de Lazzarato es verdadera, es decir, de que es posible un cambio político liberador de naturaleza fundamental—de ahí que todo mesianismo esté todavía hundido en el nihilismo; porque solo es promesa. La nada perfecta de la promesa es la otra cara de la nada de la revelación, que constituía el nihilismo imperfecto en la parábola de Kafka según Benjamin. ¿Puede la “intelectualidad de masas” del presente alcanzar un desobramiento tal que la posibilidad mesiánica quede preparada en él, mediante el desmantelamiento de todo nihilismo imperfecto? Ese sería el movimiento hacia un entendimiento infrapolítico o contraimperial de lo político. Dice Heidegger: “Pensamos lo político como romanos, esto es, imperialmente”. El infrapoder inquisitorial, el poder dentro del estado superior al estado mismo, el poder de la fantasía que ata el núcleo traumático de la dominación a nuestra propia inmersión en la auto-dominación (el problema marrano por excelencia)—esos son los lugares para la inversión benjaminiana, y por lo tanto los lugares donde se puede desarrollar una práctica infrapolítica que ya pensaría lo político contra la política imperial, de forma no romana, contra la falsi-ficación del mundo. En la falsi-ficación ya no hay el terror o la alegría del desocultamiento sino más bien rendimiento relacional.  En el rendimiento relacional la relación política no es sino una relación de poder. Toda noción de hegemonía es rendimiento relacional.

Contra el infrapoder, la infrapolítica, del lado de aquellos y de aquello para quienes y para lo que la empresa de falsi-ficación esencial de la vida, y con ello de la muerte y de toda la empresa de finitud creativa con ella asociada, incluida la empresa de intelectualidad de masas que determina el papel y la función y los límites de la vida intelectual hoy, es el enemigo. Cuenta Foucault que una de las pruebas u ordalías del viejo orden tribal germánico consistía en lo siguiente: “se ataba la mano derecha de una persona a su pie izquierdo y se le tiraba al agua. Si no se ahogaba perdía el caso, puesto que el agua no lo había aceptado como debía haber hecho; si se ahogaba, ganaba, pues el agua no lo había rechazado” (38). Pero tiene que haber una forma de ganar la ordalía más allá de la alternativa quiasmática: si pierdes o ganas el caso, indiferentemente pierdes la vida. El éxodo de la alternativa: la infrapolítica no es sino la búsqueda de un éxodo no biopolítico de tal coyuntura.

 

[i] La History of the Spanish Inquisition, de Lea (1906-07) es todavía una referencia extremadamente valiosa sobre la historia de la Inquisición, pero su erudición ha quedado inevitablemente anticuada. Joaquín Pérez Villanueva y Bartolomé Escandrell Bonet, eds., prepararon la obra de referencia más contemporánea. En términos de biopoder y biopolítica ver Michel Foucault, History of Sexuality I (135-41) y Society Must Be Defended (253-63) entre otros textos de su obra tardía. Giorgio Agamben retoma esos conceptos foucaultianos en Homo sacer.

[ii] Ver Heller para la conexión entre el Parménides de Heidegger y la batalla de Stalingrado: “El semestre de invierno terminaba en enero o febrero. El ejército soviético había cerrado el círculo en torno al ejército alemán en Stalingrado alrededor de la Navidad de 1942.  Alemania había perdido la guerra. Pocos lo sabían; Heidegger era uno de ellos. Esto es fácil de descifrar en el texto de las conferencias sobre Parménides” (“Parmenides and the Battle of Stalingrad” 248). La preocupación de Heidegger por Alemania se convierte en una preocupación con la modernidad en cuanto tal en el establecimiento de una equivalencia entre Alemania y Occidente, particularmente tras el fracaso del régimen nacional-socialista, que era para Heidegger ya claro a finales de los años treinta. Ver “Heidegger’s Interpretation of the German ‘Revolution’”  y “Philosophy, Language, and Politics”, de Edler, para apreciar el contexto político-filosófico.  También Kisiel, “Situating Rhetorical Politics”, para entender el trasfondo político del compromiso de Heidegger con prácticas reaccionarias. Pero el libro crucial sobre la noción heideggeriana de una segunda revolución dentro del Nazismo y a favor de una filosofía de la autoctonía y el enraizamiento y el desarrollo del pensamiento de Heidegger tras la derrota alemana es el de Charles Bambach, Heidegger´s Roots. Ver también Sluga, Heidegger’s Crisis y Fritsche, Historical Destiny and National Socialism. Para un uso excelente del Parménides heideggeriano en relación con el pensamiento geopolítico ver Spanos, America’s Shadow 53-63 y siguientes.

[iii] Sobre pensamiento originario o primordial ver Parménides 6-10.  También Heller 249 y siguientes, y en general Bambach.

[iv] Sobre la relación entre el pensamiento de Heidegger y Foucault ver Milchman y Rosenberg eds., Foucault and Heidegger, y en particular Milchman-Rosenberg y Dreyfus, “Toward a Foucault/Heidegger Auseinandersetzung”.

[v] Para Agamben “la esfera soberana es la esfera en la que está permitido matar sin cometer homicidio y sin celebrar un sacrificio, y la vida sagrada—esto es, vida que puede ser matada pero no sacrificada—es la vida que ha sido capturada en esa esfera” (Homo Sacer 83).

[vi] Para la dilucidación heideggeriana del concepto nietzscheano del nihilismo ver el volumen 4 del Nietzsche de Heidegger.  Sobre la diferencia entre nihilismos ver, por ejemplo: “La metafísica de Nietzsche es nihilismo propiamente… La metafísica de Nietzsche no es un vencimiento del nihilismo.  Es el último enredo en el nihilismo …  Mediante el enredo del nihilismo en sí mismo, el nihilismo se hace por primera vez totalmente completo en lo que es.  Tal nihilismo perfecto, totalmente cumplido, es la consumación del nihilismo propiamente hablando” (203).

[vii] Ver Blanchot, Unavowable Community y Nancy, Inoperative Community.

[viii] Agamben se refiere a este desobramiento en un sentido algo diferente en Homo Sacer 61.

[ix] Ver Schmitt, Political 1-15.  Agamben también refiere al estado de excepción schmittiano en Homo Sacer (8-19; 26-42), pero desarrolla sus implicaciones en Stato di eccezione. Ver siguiente capítulo para una discusión extensa.

[x] Santner no menciona el trabajo de Paolo Virno, aunque su uso del término “éxodo” es deudor de Virno, “Virtuosity and Revolution”.  Sin embargo, el uso del término “éxodo” en ambos autores es fundamentalmente heterogéneo.

[xi] Le debo a Martin Hagglund, en comunicación personal, esta formulación.