Blog de la Caravana

Sapere aude: constelaciones críticas

Entre las conversaciones, lecturas y debates que han acompañado mi paso por los estudios de maestría aquí, en 17, hay una pregunta que nunca dejó de resonar: ¿qué lugar ocupa la universidad en nuestra época? De esas voces —la de colegas, compañerxs, tutores… de los seminarios y coloquios— surge esta reflexión. Es un intento por pensar la educación, la formación y la pedagogía no solo como temas académicos, sino como territorios donde aún se juega la posibilidad de una emancipación.

 

Imagen: Boceto de Alberto Giacometti – L’Homme qui marche (El hombre que camina), 1960.

Imagen: Boceto de Alberto Giacometti – L’Homme qui marche (El hombre que camina), 1960.

Un fantasma recorre las ciudades: el fantasma de la universidad pública.

La universidad es una ruina viva. Atraviesa la historia como una construcción que nunca termina de fijarse: monasterio, asamblea, laboratorio, empresa. En sus muros reverbera la disputa por el saber, el poder y la formación de subjetividades. No se trata de un espacio neutral, sino de un campo atravesado por las contradicciones de clase, las urgencias de reproducción del capital y, también, por las posibilidades de emancipación. La pregunta persiste como sombra: ¿es la universidad un aparato ideológico del Estado, destinado a legitimar jerarquías y obediencias o acaso guarda todavía grietas por donde se filtra la resistencia hacia la emancipación popular? Como planteó Kant en su ensayo ¿Qué es la Ilustración? —el famoso sapere aude (atreverse a pensar)— es el gesto fundante de la Ilustración. Foucault, en su célebre lectura de Kant, insistirá en que ese “atreverse” no es un evento cerrado, sino una actitud crítica permanente: una práctica de insumisión. Si seguimos esa línea, la universidad se convierte en el espacio donde ese coraje de pensar se juega siempre bajo la amenaza de domesticación.

Si volvemos sobre su historia, veremos que la universidad siempre ha sido moldeada por la sociedad de la que forma parte. En sus orígenes medievales fue satélite de la Iglesia y del Estado feudal, garante de un orden jerárquico que debía perpetuarse. La Modernidad trajo consigo la ciencia y el ideal humboldtiano de autonomía académica, aunque siempre al servicio de los nacientes Estados nación. En Latinoamérica, la universidad colonial heredó la exclusión racial, de género y de clase; era, en suma, un privilegio para los hombres blancos de clase alta. Sin embargo, la historia no es solo repetición. A comienzos del siglo XX comenzaron a surgir reformas estudiantiles y universitarias; dos de las más representativas tuvieron lugar en México y en Argentina. En Ciudad de México, la disputa universitaria tuvo un largo recorrido que se inició con la fundación de la Universidad Nacional en 1910, aún bajo el porfiriato, y alcanzó su punto de inflexión en 1929, cuando una huelga estudiantil masiva conquistó la autonomía universitaria. Por su parte, hacia el sur, en Córdoba, en 1918 se produjo el primer gran estallido estudiantil, que interrumpió la linealidad institucional y marcó un punto de inflexión en la sociedad cordobesa, al exigir cogobierno, autonomía y una universidad vinculada con la lucha social. Ambos eventos agitaron profundamente sus ciudades y, por impactos colaterales, influenciaron la transformación del horizonte político y educativo de la región latinoamericana. Esas irrupciones revelaron que la universidad podía ser algo distinto: no solo guardiana de privilegios, sino también espacio de democratización, resistencia y emancipación.

Ese proceso histórico no se detuvo: las transformaciones constantes del capital encontraron en la universidad un nuevo terreno fértil y privilegiado para renovar sus formas de control. Aquellos acontecimientos quedaron apenas como un primer destello de esperanza, mientras que, en la dialéctica de lo real, las dinámicas del capital reconfiguraban los espacios sociales, infiltrándose en cada pliegue de la vida social. Como bien señalaron Adorno y Horkheimer en la Dialéctica de la Ilustración, la razón que nació para liberar terminó atrapada en la lógica de dominación. Lo mismo puede advertirse aquí: la universidad moderna, nacida bajo la promesa de autonomía, pronto se volvió engranaje de los Estados nación y, por sobre todo, del capital. El saber que debía nutrir de conocimientos para la emancipación comenzó a servir a las administraciones burocráticas del pensamiento occidental.

Esa tensión histórica persiste y se vuelve visible cuando miramos el modo en que el capitalismo ha reconfigurado la función universitaria. El saber se convierte en mercancía y la educación se vuelve instrumental: el estudiante deja de ser sujeto para transformarse en capital humano que “invierte” en sí mismo. Horkheimer advirtió en su Crítica de la razón instrumental que el pensamiento reducido a cálculo olvida la pregunta por los fines. La universidad neoliberal encarna esa deriva: no busca formar sujetos críticos, sino unidades productivas adaptadas al mercado. En este escenario, el aula se asemeja más a una fábrica industrial que a un espacio de pensamiento. Frente a este panorama emergen voces que recuerdan otra posibilidad: la educación emancipadora. Marcuse en 1964 veía en la educación un refugio para la negatividad, capaz de resistir al pensamiento unidimensional, mientras que Paulo Freire en 1970 proponía la praxis pedagógica como un proceso de conciencia crítica. Aquí se abre un nudo decisivo: ¿instruir para la adaptación instrumental o educar para la formación hacia la transformación popular?

En este punto donde se gesta la tensión, el psicoanálisis aparece para iluminar la escena desde otro ángulo. Freud ya advertía desde hace mucho que aprender implica siempre una cuota de represión y renuncia pulsional. Lacan, quien profundizó esa intuición, situó al discurso universitario como aquel en el que el saber ocupa el lugar del amo, es decir, donde la autoridad se disfraza de neutralidad científica, pero en realidad reproduce relaciones de poder. En otras palabras, que la universidad (refiriéndose a la hegemónica, capitalista) no solo instruye, sino que además produce subjetividades atravesadas por el deseo y la ideología. Sin embargo, incluso dentro de ese dispositivo de saber-poder (alienación) algo escapa. No todo en la universidad se deja capturar por la lógica del amo: siempre resta un excedente, un deseo que no se acomoda del todo a la norma. Allí, en ese resto que resiste la completa domesticación del pensamiento, se insinúa una posibilidad crítica. Por tanto, la contradicción capitalista aparece con toda su fuerza: la misma estructura que busca normalizar y someter el pensamiento deja ver, en sus fallas, la posibilidad de un desvío. En ese punto surge la sublimación —esa conversión del deseo reprimido en creación simbólica, en producción cultural o intelectual—, que puede adquirir un carácter político; no como una superación ingenua de la alienación, sino como la respuesta del sujeto que, ante el exceso que el sistema no logra absorber, transforma su malestar en acto, en pensamiento que interroga y tensiona lo dado. Así, el saber puede devenir praxis creadora: no una repetición del mundo, sino una tentativa por transformarlo. En este cruce, la reflexión de Adorno en Dialéctica negativa resulta decisiva: si el pensamiento crítico debe dar voz a lo no idéntico, a aquello que no encaja, la universidad podría ser también ese espacio donde el saber excede su función de control y se abre a lo inesperado.

Si miramos el presente, vemos que el neoliberalismo profundizó la cara más oscura de esta dinámica. Desde los años noventa, en Latinoamérica proliferaron universidades privadas con lógica empresarial: carreras rápidas, posgrados inmediatos, títulos como mercancía. Se promete calidad a quienes pueden pagar, mientras la educación pública sufre desfinanciamiento y precarización. Pero detrás de esta promesa late un vaciamiento: se producen profesionales dóciles y conocimientos domesticados, en lugar de pensamiento vivo y crítico. Lo que parece progreso es, en realidad, una forma de mediocrización masiva: abundancia de títulos, escasez de saber. Frente a ello, la universidad pública se mantiene como fragmento de esperanza, sostenida en la historia y en el horizonte de posibilidad. En países como Argentina, Brasil o México —que representan experiencias significativas en materia de educación pública en la región latinoamericana— la universidad puede seguir siendo un escenario de organización estudiantil, pensamiento crítico y producción de alternativas. Allí se forman profesionales con bases culturales y científicas, y se encarna un principio igualitario: los hijos de empresarios y obreros comparten aula bajo las mismas condiciones. Dichas experiencias de universidad popular recuerdan que el conocimiento no debe quedar encerrado en claustros privados elitistas, sino vincularse con las luchas de los sectores trabajadores y los excluidos. De esa manera, la enseñanza todavía palpita, para convertirse en una práctica de emancipación, retomando lo que Marx señalaba: la formación humana no debe estar subordinada al capital, sino orientarse a la plena realización de las capacidades. Esa idea, lejos de agotarse en el siglo XIX, sigue latiendo en las experiencias que buscan sostener la educación como espacio de igualdad y creación colectiva. En esa línea, Bolívar Echeverría desde una mirada más contemporánea ofreció otra vía de interpretación al pensar el ethos barroco: una forma de vida que, en medio del capitalismo, rehúsa ceder por completo y encuentra grietas para habitar de otro modo. Así, las universidades públicas de nuestra región podrían pensarse también como barrocas: contradictorias, híbridas y persistentes en su intento de resistir la mercantilización y mantener abierta la posibilidad de un saber emancipador.

Ahora bien, esa vitalidad que aún late en las universidades públicas latinoamericanas no está exenta de contradicciones. Las mismas instituciones que resisten el avance neoliberal también arrastran inercias burocráticas, jerarquías internas y modos de reproducción del poder que muchas veces sofocan su potencial crítico. La disputa por el sentido de la universidad se juega también dentro de sus propios muros: entre la reproducción del orden y la invención de lo nuevo, entre la rutina administrativa y la chispa del pensamiento vivo. En ese intersticio, la universidad se revela como una forma en crisis permanente: tensión entre ruina y promesa, entre decadencia y posibilidad. Lo viejo que persiste y lo nuevo que pugna por nacer. Walter Benjamin nos enseñó a leer la historia como constelación: no como progreso lineal, sino como choque de tiempos, donde el pasado ilumina al presente en relámpagos. En El origen del drama barroco alemán, Benjamin mostró cómo las ruinas condensan más verdad que las arquitecturas acabadas: son alegoría del tiempo interrumpido. Tal vez la universidad deba pensarse así: no como edificio consolidado, sino como ruina viva donde lo histórico y lo posible se entrecruzan. Es, en definitiva, un mosaico de aparatos de dominación y de resistencias, de jerarquías y de insurrecciones. Cada reforma, cada protesta estudiantil, cada debate académico porta esa ambivalencia. Defender la universidad pública hoy significa más que sostener una institución: es resistir a la mercantilización total de la vida. No se trata de salvar un edificio, sino de afirmar que el saber puede ser otra cosa que mercancía instrumental: un espacio para la investigación, la crítica, la memoria, la humanidad. La universidad no debe resignarse a ser fábrica de profesionales mediocres ni instrumento de adaptación, sino reinventarse como espacio donde el conocimiento asuma su verdadera función social: la emancipación popular y el desarrollo científico para el bien común.

Quizá en estos tiempos de tanta hostilidad y control, de tanto espectáculo adormecedor y homogeneidad, el sapere aude cobre un nuevo sentido: sostener —incluso entre ruinas— el coraje de pensar. El gesto mínimo, pero infinito, de ser alguien.

 

Bibliografía:

Adorno, Theodor  (). Dialéctica negativa. Ediciones Akal, Madrid, 1966/2005.

— y Horkheimer, Max. Dialéctica de la Ilustración. Editorial Trotta, Madrid, 1944/2016.

Benjamin, Walter. El origen del Trauerspiel alemán (El origen del drama barroco alemán). Abad Editores, Madrid, 1928/2012

Tesis sobre el concepto de historia y otros ensayos sobre historia y política. Alianza Editorial, Madrid, 1940 2021.

Echeverría, Bolívar. La modernidad de lo barroco. Ediciones Era, Ciudad de México, 1998.

Freire, Paulo. Pedagogía del oprimido. Siglo XXI Editores, Buenos Aires, 1970/2015.

Foucault, Michel. «¿Qué es la Ilustración?», en Estética, ética y hermenéutica. Paidós. Barcelona, 1984/1999.

Horkheimer, Max. Teoría crítica. Amorrortu, Buenos Aires, 1937/1996.

Kant, Immanuel. Crítica de la razón pura. Editorial Losada, Buenos Aires, 1787/2007.

Lacan, Jacques. El seminario, libro 17: El reverso del psicoanálisis. Paidós, Buenos Aires, 1969-70/1992.

Marcuse, Herbert. El hombre unidimensional. Austral, Barcelona, 1964/2016.

Marx, Karl. «Capítulo 1: Tesis sobre Feuerbach», en La ideología alemana. Akal Editores, Madrid, 1845/2014.