Nací en el D.F. y viví ahí hasta los 19 años. Yo adquirí la ceguera, no soy ciego de nacimiento. Soy una persona afortunada porque nací en una familia muy cálida. Mi mamá se dedicó a sus hijos, muy, muy afectiva, muy cálida, muy cariñosa. A veces yo creo que hasta se pasó un poco en cuanto a la sobreprotección y el consentimiento. Mi papá era la otra parte: un tipo disciplinado, metódico; su responsabilidad era abastecer el recurso económico. De alguna forma, esa combinación, siento que nos dio a mis hermanos y a mí un cierto equilibrio. Somos personas con un cierto equilibrio entre lo racional y lo emocional. Toda mi infancia y adolescencia fue muy grata. Siempre estuve en un medio muy superfluo, materialista, de escuelas particulares con niños fresas. Estudié la primaria y la secundaria en el Centro Escolar Panamericano, que después se llamó Nuevo Continente. La preparatoria la hice en la Mexicana Americana.
A los 11 años se me presentó la diabetes. Fue un parteaguas en mi vida porque los primeros años, antes de que empezara la diabetes, era un niño muy consentido. Todo era permisible, por lo tanto era bastante intolerante a cualquier tipo de frustración. Nunca tuve límites, bueno, sí había, pero no eran lo suficientemente sólidos. Cuando llega la diabetes es un parteaguas importante para mis papás y para mí porque ahí tuve que dar un giro a mi vida: mi alimentación, mis hábitos, me tenía que inyectar todas las mañanas, tratar de tener un régimen alimenticio. Sí hubo un cambio.
Estudié agronomía en el Tec de Monterrey, en el campus Querétaro. Estuve tres años y medio, y el último año me fui al campus Monterrey. Fue una etapa complicada porque de pronto me separo de mis papás y de mis hermanos y empiezo a vivir solo. Sentí el choque emocional, la carencia de mi gente, de la gente cercana a mí. Me costó un poco de trabajo porque estaba muy habituado a rodearme de mucha gente y de pronto veo que cada quien andaba en su rollo. No sé por qué, pero me costó mucho trabajo socializar en la universidad. Me sentí solo. Gran parte de mi vida había sido muy dependiente afectivamente. No nada más de mi familia, sino de mis amigos o de mis vecinos. En Monterrey fue más fuerte la necesidad afectiva porque llegué a octavo semestre y ya todo mundo se conocía. Y luego la temperatura. El frío a mí me afecta mucho, me deprimo con el frío. Entonces peor tantito.
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Empezando el noveno semestre empecé a tener ciertas complicaciones con mi visión. Fui al médico y me dijo que mi ojo derecho estaba muy deteriorado y el otro íbamos a trabajar para salvarlo porque todavía estábamos a tiempo. Regresé a México y empecé el tratamiento médico, pero no hubo una respuesta favorable. Me operaron el ojo derecho tres veces, sin respuesta. Me controlaron el segundo. Según esto, ya estaba super amarrado que iba a mantenerse y como a los cuatro meses de eso empecé a tener fallas en ese ojo y se vino la cascada de la pérdida de la visión. Todo esto pasó en un año.
Cuando tuve el primer derrame en mi ojo izquierdo, que era el que me quedaba, sentí que se iba a apagar la luz. Lo asumí porque sabía que en los diabéticos existe la rinopatía diabética. Que venga lo que venga, a final de cuentas, sé hacer varias cosas. Perdí totalmente la vista en febrero del 92. En ese momento había una situación difícil económicamente en casa y nos tuvimos que mover hacia el Istmo de Tehuantepec, mi mamá es de allá. Y empezamos a trabajar allá. En ese momento me interesaba más apoyar la cuestión económica en casa. Decidí irme con ellos y luego ver qué hacer con mi rehabilitación. Me fui al Istmo, a un pueblo que se llama Ciudad Ixtepec.
Me empecé a hacer cargo del negocio de mi papá en la cuestión administrativa, mientras él se encargaba de las ventas. Era un negocio de venta de herramienta industrial. Pero eso no me latía. En una ocasión, en la feria del pueblo, observé que había puestos de cocteles, de piñas coladas y esas cosas. Y se me ocurrió empezar un negocio con una amiga que estudió Turismo y me pasó unas recetas. En septiembre de 1992 pusimos una mesita y los cocteles y se vendió muy bien. Pusimos el local en un establecimiento y nos fue muy bien. Yo tenía otra visión, de ciudad, obviamente, y traté de darle un toque distinto y fue muy exitoso.
Después de año y medio me saturé del pueblo, no me quería quedar toda la vida vendiendo bebidas y me parecía que era hora de hacer otras cosas. Fue cuando decidí ir a la Ciudad de México a rehabilitarme en el Comité Internacional Pro Ciegos. Llegué en febrero del 94 y en junio acabé la rehabilitación.
Desde niño siempre quise vivir en Oaxaca. Me gustaba mucho la ciudad. Mi hermana ya vivía ahí desde el 92, trabajaba en el gobierno del estado y le pedí que viera si por ahí había alguna chamba de agronomía, pues todavía lo tenía muy fresco y podía dar asesoría sobre el manejo de la floricultura y también sabía cuestiones genéticas; conozco de música; e igual podía hacer traducciones al inglés. No sé, varias cosillas. Me vine para acá, sin llegar a Ciudad Ixtepec, y le platiqué a una prima que podía dar clases de braille. Ella conocía al subdirector del CREE de aquí. Hablé con él. Curiosamente en ese momento no había servicio de ciegos en el CREE. Y de ahí, empecé a platicar con él, me consiguieron una entrevista con la presidenta del DIF, le hice un pequeño proyecto y lo aceptó.
Llegué aquí en agosto del 94 y el 1 de octubre ya estaba trabajando. De ahí, pues pa’l real. Me gusta esa parte de la rehabilitación. No es lo que más me llena, pero me gusta. Sobre todo esa interacción con los demás. Eso es algo que me encanta realmente muchísimo.
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En el 96 me invitaron al IAGO, el Instituto de Artes Gráficas de Oaxaca. El director de la biblioteca en aquellos tiempos me invitó a hacerme responsable de una biblioteca, donde todo el material iba a ser en braille. Era un proyecto que el maestro Toledo iba a iniciar de una biblioteca especializada, que había nacido a raíz de que, en una ocasión, dos escultoras fueron a verme y me propusieron canalizar a los chavos de la rehabilitación a un taller de escultura. La esposa del maestro Toledo conocía a estas dos chicas y un día vio la exhibición de las obras que hicieron estos chavos y de ahí se dio todo lo demás. Trabajé como bibliotecario y dábamos cursos de braille.
El maestro Toledo había comprado una casa para que ahí se hicieran todo tipo de actividades para ciegos, empezando por la biblioteca, cursos de masoterapia, había una idea de abrir una fonoteca, todo en relación con la ceguera. Supongo que tenía el proyecto del Centro Fotográfico y lo establecieron ahí. La Biblioteca Borges quedó dentro del Centro Fotográfico. Entonces, de pronto, hay una interacción entre fotógrafos y ciegos. Los fotógrafos siempre se asomaban a ver qué hacíamos y nos tomaban fotos. Yo pensaba: “Bueno, estos cuates siempre nos andan tomando fotos. Un día voy a ir y les voy a tomar fotos a ellos. Ahora me toca tomarles fotos a mí”.
Yo me llevaba muy bien con la directora del Centro Fotográfico. En una ocasión, platicando, le pregunté cómo le enseñaría a tomar fotos a un ciego. En ese momento se río, sacó su cámara, me la dio y me dijo: “Empieza a disparar, a ver qué pasa”. Me puse a pensar qué hacer con ese artefacto. Tan fácil como que la prendo y disparo pero, ¿qué voy a hacer con este artefacto? Justamente pensé que sería importante, si voy a fotografiar algo, sentir algo, que sea con algo que me llame la atención. Me tiene que llamar la atención para poder buscar la imagen. Y así empecé.
Lo primero que hice fue fotografiar todo el camino a mi casa, donde vivía en aquellos tiempos. Tomé fotos de mi casa. Traté de ubicar cosas que me gustaban. Por ejemplo, le tomé fotos a mi aparato de música, a mis bocinas. Me acuerdo que tenía mi refri y arriba puse una lata de Tecate y un tostador y también le tomé una foto, como diciendo “me gusta la cervecita y me gusta también la comida”. Me acuerdo que hubo una marcha zapatista y fui y tomé fotos de las bocinotas y de la gente. Empecé a probar, a jugar con eso. Al mismo tiempo empecé a jugar también a «oigo ruidos, ¿qué es?». Empiezo a imaginar lo que es y tomo la foto. Cuando empezamos a ver los resultados, hubo una gran sorpresa. Era mayo del 99.
Cecilia Salcedo, que era la directora del Centro Fotográfico en esos tiempos, me dio la idea de hacer un proyecto ya más en forma. Me prestó su cámara y me fui a tomar algo que me gustara. Tenía un amigo ciego, de quien me gustaba mucho toda su dinámica de vida. Un tipo que venía de la Sierra Sur Zapoteca, apenas hablaba el español, que salió de la total marginación, que había perdido la vista y había trabajado conmigo en el DIF y, de pronto, tomó una actitud muy positiva de superación. Se me ocurrió fotografiarlo, hacer una descripción de él. Me fui a su pueblo, le empecé a tomar fotos a él, a su familia. A todo su entorno, desde que nos fuimos hasta que regresamos, y de su vida aquí.
Se nos ocurrió, a Cecilia y a mí, ponerles braille. Dije: “Bueno, cómo voy a dar cuenta de esta foto… pues le puedo poner braille”. Empecé a experimentar con la descripción en la parte trasera y a describir la foto. Y en eso, cuando sacamos diez buenas fotos, estaba yo poniéndoles braille ya no atrás sino al frente, como parte de la imagen. Eso lo trabajamos para mandarlo a la Bienal de aquel año. No fuimos seleccionados.
Unos dos meses después iba a ser la primera exposición de Bavčar en Centro de la Imagen. Fue totalmente independiente de eso. Vino en esos tiempos Patricia Mendoza, que era directora del Centro de la Imagen, y vio las fotos. Nos platicó lo de Bavčar. Y nos propuso exponer mis fotos en el Centro de la Imagen. Se fueron esas fotos para allá. Después vinieron de Luna Córnea y me hicieron una entrevista. Así empezó esta aventura en la fotografía.
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Empecé a tomar fotos con una Leica que me prestó Cecilia. Después, la documentalista Marie Ellen Mark, ella hace dos talleres al año aquí, una vez vio mis fotos y me regaló una cámara, que es la que todavía uso. Me encanta porque es una muy buena cámara y el lente es de lo mejor, es Carl Zeiss. Esa es mi herramienta principal y con esa estuve trabajando.
No sé si sé o no fotografiar. No sé técnica. Tengo idea de lo que es la velocidad y qué hace el exposímetro y todo eso. Tengo más conocimiento del laboratorio porque sí me he metido a revelar, a encarretar. Domingo Valdivieso me enseñó cómo hacer todo ese proceso del revelado. Y me dio técnicas, tips, tiempos y cosas así. Sí sé lo de los procesos.
Lo único que he aprendido con la experiencia es que para que no entre mucha luz o no entre directo, siento primero el sol, lo ubico y trato de tenerlo a un costado o a mi espalda. Es lo único, digamos, de técnica. La otra cosa que hago es imaginar una línea que va del lente a lo que quiero fotografiar y entonces ahí dirijo el objetivo de la cámara. Eso es lo que yo utilizo como técnica, a veces. Ya que lo ubiqué, empiezo a jugar con la ubicación de la cámara. Eso es lo que voy haciendo. Igual y me tiro al piso. No hay ninguna limitante en cuanto de dónde dispare. Lo único es eso, lo de la luz. Todo lo demás es innato.
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Mucha gente que está en la fotografía duda por la cuestión de la técnica. Estoy de acuerdo que la técnica es un punto importante. Yo no estoy metido con la técnica por una simple y sencilla razón: con la tecnología todo está automatizado. No necesito regularle la luz ni la velocidad puesto que con un botoncito le pongo en automático y la cámara me da todo eso. Yo me enfoco en la sensación, el momento, lo que la atmósfera me está brindando.
Para que yo tome una fotografía, de alguna manera tengo que sentir algo, tener una emoción. Si no, la cámara puede estar meses apagada. Eso es fundamental. Para que uno tenga esa vivencia, si se puede decir así, te tienes que revolcar con la imagen, con las cosas: tocar, oler, lamer si se necesita, para ir construyendo una imagen. A la hora que yo puedo involucrarme más con el objeto a tomar, pues debo conocer muchísimo más de esa situación o de ese momento o de esa persona o de lo que yo vaya a fotografiar, puedo sentir la temperatura, la textura, oler, si hay sonidos, si puedo escucharlos claramente… Todos esos estímulos que puedo percibir me dan la base para ir construyendo estas imágenes que no son visuales, pero finalmente son imágenes.
Aunque no lo vea, sé que lo que no veo está ahí. Por ejemplo, voy al mar. Escucho el oleaje, siento la brisa, el olor, la arena. Escucho, plaf, la ola. Y si me acerco, me toca los pies el agua y siento la arena y siento el sol, si es que hay sol. Todo eso me dice que hay mar y me dice hasta dónde llega. Si de pronto escucho pasos que se arrastran, que van caminando, y si me acerco y toco eso que está moviéndose. Estoy sintiendo, algo me está motivando y lo puedo expresar. Finalmente, ese estímulo va a tener un reflejo, que va a ser mi expresión. El estímulo visual no me impide darme cuenta o sentir o percibir qué hay ahí.
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Todavía no hace mucho tiempo sentía que la mayor parte de la gente ve mis fotografías por estética, por la cuestión técnica. Además, de alguna manera, también existe un gran porcentaje del morbo de cómo un güey que no ve toma fotos. Sé que todavía hay una gran carga de eso. Sin embargo, hasta hace poquito tiempo, a lo mejor un año, ya empecé a reconocer que sí estoy logrando expresar algo con mis fotos.
Esto de la foto no lo hago ni por un estatus ni por protagonismo, en lo absoluto. En este país no hay ni un entendimiento ni una comprensión ni muchas cosas en función de las personas que tienen ciertas limitaciones o una condición distinta a la regular. Entonces, como parte de eso digo: “¿pues, saben qué? ¡Hasta un ciego puede hacer esto!”. No solo eso, sino que con las imágenes les puedo comunicar lo que siento, lo que soy, qué me gusta, qué no me gusta. Parte de mi objetivo con la fotografía es eso, pero además compartirlo.
Yo creo que mi rol dentro de la fotografía, más que ser estimulado por las fotos es transmitir por fotos lo que siento. Encontré o estoy encontrando un medio de comunicación que es accesible para una persona que ve con el cual puede conocerme y entender o comprender o sentir cosas que yo estoy sintiendo.
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Me gustan mucho las fotos de gente, me fascina la interacción con los demás y me gusta mucho el agua, el mar. Me gusta todo eso. Sí me gusta, obviamente, lo urbano, pero dentro de lo que más me agrada, está la gente. De cierta manera, en la mayor parte de mis fotos, hay una interacción con lo humano.
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No soy una persona que tome muchas fotos, pues primero tengo que sentirlo. Como le pasa a cualquier persona, hay momentos que son rutinarios y no me nace andar sacando la cámara porque ya conozco esa rutina. Tiene que haber algo distinto. Así fue como, poco a poco, siento que he ido madurando en lo de la fotografía.
Siento que mi trabajo fotográfico ha madurado. De alguna manera me he vuelto más susceptible a la sensación que tengo en ciertos momentos. Soy muy cuidadoso de que exista una emoción, algo. Una sensación que a mí me motive. Cuando quiero tomar una foto siento así como si algo me entrara en el cuerpo y me dan ganas de apretar el botón. Me empieza a dar como una cosquilla, no sé, algo que me mueve a apretarlo. Mucha gente me dice: “Mira, sube la cámara, es que ahí hay algo bien padre; mira apúntale, así…”. No, yo no quiero eso. A lo mejor está muy bonito, pero que la tomen ellos; yo no quiero.
Hace poco tomé unas fotos a una chica, un desnudo. Estuve tomando video porque era para un documental. Yo iba tocando a la chica, iba con la cámara filmando mi mano y el movimiento, como si mi mano fuera mis ojos. Y de pronto, le dije al chavo que me estaba filmando “ten la cámara, espérate”, y agarré mi camarita y le tomé unas fotos. Me llamaba mucho la atención. No sabes, era una ansiedad, así como que me muero de hambre. Ese tipo de cosas. A veces más fuerte, a veces no, pero ese tipo de sensaciones existen. Y porque las siento, lo hago. Siento que me he abierto más a sentir cosas distintas.
Al principio no era así. Era más mecánico. Estoy escuchando eso, tac. ¡Ah, a ver, mira esto! O, por ejemplo, cuando fui con los zapatistas, venía la marcha y bueno es un rollo en el que no estoy compenetrado, pero soy solidario, comparto mucho de la causa. Pues esa sensación, ese sentimiento me llevó a ir a ver y cuando los escuchaba pues tomarles fotos. Digamos que era más, era invidente esa emoción. Sin embargo, últimamente tiene que existir una emoción fuerte.
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Las fotos que tomo son vivencias, es lo que estoy viviendo, oliendo, tocando, escuchando. Esas vivencias, esas memorias, que son mis negativos, las tengo en mi mente. Al leer lo que les pongo, ¡pum!, viajo y ubico dónde fue o qué es. No importa si no describo visualmente lo que hay en la foto, pero sí la sensación que tuve del momento en que la tomé. Eso sí lo tengo.
El braille me ayuda a ubicar una imagen, para eso le pongo en braille la fecha, pues me remonta al momento. No nada más la veo, no nada más tengo la imagen de lo que tomé, tengo las sensaciones. Finalmente, esa es mi imagen: el sonido del mar, la brisa, el olor, los gritos de los niños, pues eso es lo que… es como una película que empieza a regresar. La foto es lo que a mí me da la pauta para poder recrearme nuevamente con ella.
Gerardo Nigenda: el umbral entre fotografía y ceguera
por Joanne Trujillo
Gerardo Nigenda (Ciudad de México, 1967 – Oaxaca, 2010) fue el menor de tres hermanos. Su segundo nombre era Artemio, como su abuelo materno. En el círculo familiar era llamado “Temo”; fuera de él, Gerardo.
A los once años le diagnosticaron diabetes. Esto marcó un primer parteaguas en su vida, pues pasó de un contexto permisible y sin límites a otro de sobreprotección y disciplina: inyecciones de insulina todas las mañanas y un régimen alimenticio estricto. Derivado de esto también participó en diversos campamentos para niños diabéticos, del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS), un espacio de educación y esparcimiento para aprender a vivir con la enfermedad en compañía de niños con el mismo reto, que le ayudaron a ganar seguridad y a ser más independiente. Quizás, también, desde entonces se despertó en él un sentido de liderazgo.
A los diecinueve años abandonó el seno familiar en la Ciudad de México, para estudiar agronomía en el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey (ITESM), en el campus Querétaro. El último año de la carrera lo estudió en Monterrey. Eligió esa carrera no por una convicción vocacional sino por pensar que en esa profesión tendría una buena remuneración económica, a diferencia de psicología. La separación de los padres y hermanos tuvo un fuerte impacto emocional, por la necesidad afectiva y la dificultad para socializar, más aun en Monterrey, no solo por el clima, sino por el hecho de que a esa altura de la carrera los estudiantes ya tenían establecidos grupos amistosos.
Al iniciar el noveno semestre empezó a tener complicaciones con su visión. Su ojo derecho estaba muy deteriorado, pero el izquierdo, a juicio del médico, aún podía ser rescatado. Regresó a la Ciudad de México para atenderse. Recibió tres operaciones en el ojo derecho, sin obtener respuesta favorable. El tratamiento en el ojo izquierdo tampoco funcionó. En el lapso de un año vivió el proceso paulatino de la pérdida de la visión, asumiendo lentamente que un día se apagaría la luz. En febrero de 1992, a los 25 años, perdió totalmente la vista. Segundo parteaguas en su vida.
Por problemas económicos la familia se mudó a Ciudad Ixtepec, en el Istmo de Tehuantepec (Oaxaca), el lugar de origen de la madre. Más preocupado por ayudar a resolver la difícil situación familiar, Gerardo Nigenda dejó a un lado la posibilidad de rehabilitarse y se fue con ellos al Istmo. Ayudó a su padre con la administración del negocio de venta de herramienta industrial. Sin embargo, no disfrutaba dicha actividad. Después de una visita a la feria del pueblo, tuvo la idea de poner un bar. Junto con una amiga que había estudiado turismo montó el negocio conocido como “El Bebedero de las Ranas”.[1] Le dio un giro con respecto a otros locales de la zona: en lugar de música popular, tocaban jazz, rythm & blues, organizaban conciertos de rock, y podían entrar hombres y mujeres por igual. Tuvo mucho éxito, y tras año y medio de trabajar en el Istmo, en febrero de 1994, Nigenda regresó a la Ciudad de México a rehabilitarse en el Comité Internacional Pro Ciegos.
Al término de su rehabilitación, en agosto de ese mismo año, se mudó a la ciudad de Oaxaca. Con ayuda de una prima, meses después consiguió trabajo en el Centro de Rehabilitación y Educación Especial (CREE) del Sistema para el Desarrollo Integral de la Familia (DIF) del estado de Oaxaca, que en ese momento no tenía servicio para ciegos. Ahí, Nigenda enseñó a otros ciegos el sistema braille, matemáticas esenciales con un ábaco especial, a manejar la computadora, y también les dio apoyo emocional.
En 1995 Nigenda conoció a Susan Sygall, fundadora de la organización Mobility International USA (MIUSA), cuando ella viajó a Oaxaca para concretar un intercambio para el verano de ese año, como parte del programa Young Adult International Leadership Exchange de dicha organización. Por su perfil y experiencia, Nigenda fue un buen candidato para el programa. De junio a julio de 1995 participó por primera vez en los cursos de liderazgo para personas con discapacidad en Eugene, Oregon (EE.UU.), y al año siguiente permaneció de intercambio por ocho meses (mayo a diciembre). En estos cursos Nigenda tuvo como compañeros a personas de países como Palestina, Dinamarca, Japón y Eslovaquia, entre otros. Estas experiencias le permitieron ganar confianza, entender el comportamiento humano, encontrar maneras diversas de afrontar problemas y aprender de otras culturas.[2]
EL ENCUENTRO CON LA FOTOGRAFÍA
En 1996, Freddy Aguilar, bibliotecólogo y gestor cultural, entonces director de la Biblioteca del Instituto de Artes Gráficas de Oaxaca (IAGO), propuso a Nigenda hacerse cargo de la Biblioteca para ciegos “Jorge Luis Borges”,[3] del mismo instituto. Nigenda aceptó, pero en mayo de ese año suspendió sus labores para viajar a Oregon. En enero de 1997 asumió la responsabilidad de lleno como bibliotecario, y también como profesor de braille para los usuarios de la biblioteca. De vuelta en Oaxaca, Nigenda encontró que la biblioteca compartía el inmueble con el Centro Fotográfico Manuel Álvarez Bravo (CFMAB), fundado en septiembre de 1996 por iniciativa de Francisco Toledo, con el impulso de un grupo de fotógrafos residentes en Oaxaca conocido como Luz 96.
Motivado por el contacto cotidiano entre ciegos y fotógrafos por algunos años, en la primavera de 1999, en parte en broma y en parte no, Gerardo Nigenda exigió su derecho a que le enseñaran a fotografiar. Nada habría de extraño en tal petición, salvo porque siete años antes, cuando tenía 25 años, había perdido la vista por completo. Cecilia Salcedo —entonces directora del CFMAB—, ante la pregunta sobre cómo enseñar a un ciego a fotografiar, sin más le dio una cámara automática de bolsillo, le dijo que empezara a disparar y vieran qué resultaba. Así inició la aventura de Nigenda con la fotografía.
Lo que parecía una tomada de pelo fue en realidad un acto subversivo y emancipador en muchos sentidos. Primero, se trataba de dar lugar a un representante de un sector usualmente (auto)excluido del ámbito visual por el hecho de no poder ver con los ojos. Luego, la solicitud detona, casi por inercia, la pregunta por el cómo, en una indagación por la resolución formal de una fotografía. Sin embargo, la cuestión no está en la relación de un ciego (o no) con la cámara sino con la imagen, y lo que entender esto devela sobre el acto creador.
En su indagación sobre qué hacer con la cámara, con su primer rollo de película fotográfica a color, Nigenda empezó por fotografiar sus entornos cotidianos: su casa, el Centro de Atención para Ciegos y Débiles Visuales del DIF, la Biblioteca para ciegos “Jorge Luis Borges”, el Centro Fotográfico Manuel Álvarez Bravo y algunas situaciones en el centro de la ciudad de Oaxaca.
(AUTO)RETRATO DE UN CIEGO
Ante la sorpresa de los primeros resultados, Salcedo sugirió a Nigenda empezar un proyecto en forma. Así surgió la idea de contar la vida de Sergio Martínez Bailón, un amigo ciego a quien Nigenda había apoyado en su rehabilitación. Durante un viaje a San Lorenzo Texmelucan, el pueblo de origen de Sergio, Nigenda fotografió —ahora con película en blanco y negro— la vida rural del ambiente familiar: la convivencia de Sergio con su madre y hermanos, y las actividades cotidianas en el hogar. El registro completo de la vida rural muestra que los problemas oculares eran una condición general en los hombres de la familia. También registró su dinámica por la ciudad: el aprendizaje de la escritura y la lectura del sistema braille para concluir el bachillerato, el uso del bastón blanco para trasladarse, el lugar donde vivía dentro de una templo evangelista que le dio alojamiento,[4] y la convivencia con amigos.
Nigenda y Salcedo hicieron una selección de diez fotografías, hoy conocida como la serie Fronteras, que en conjunto describen y relatan la vida de Sergio: el abandono del calor del hogar y las experiencias fraternales por migrar a la ciudad en busca de desarrollo, logrando sobreponerse a las vicisitudes de esa nueva vida. Este proyecto no solo es un testimonio visual de un ciego sobre la ceguera, sino también de los límites que separan lo rural de lo urbano, la marginación del progreso, la intimidad del hogar de la soledad de la ciudad.
Para identificar sus fotografías, por sugerencia de Cecilia Salcedo, Nigenda empezó a escribir textos en braille sobre las impresiones fotográficas. Su exploración con la escritura en braille inició más como una estrategia para sí mismo que le permitiera ubicar la escena fotografiada. En lo que pareciera un esfuerzo por ver lo fotografiado, Nigenda escribió en el reverso de una fotografía en blanco y negro del primer patio del Centro Fotográfico Manuel Álvarez Bravo (de su antigua sede en la calle Murguía), una descripción “objetiva”, detallada y a color del aspecto visual de dicho espacio, que cubría casi toda la impresión. El resultado fue un objeto de “doble vista”. El reverso es un cuadro blanco con braille; una suerte de imagen latente en espera de una mirada que imagine ese espacio invisible. Del otro lado tenemos una fotografía horadada (herida), llena de pequeñas perforaciones apenas reconocibles como código braille. Podríamos tomar esto como el acto simbólico de atravesar la fotografía —lo visual—, en tanto umbral o señuelo, para llegar a algo más: la imagen —lo invisible—.
Después de ese experimento con la fotografía del patio del CFMAB, Nigenda iniciaría una lenta apropiación de la imagen fotográfica como espacio de escritura. En su experimentación con el braille para la serie Fronteras, Nigenda escribió en el frente de las impresiones fotográficas, como parte del aspecto visual de las fotografías. También dejó de describir lo fotografiado para mejor compartir en frases breves su percepción o recuerdo del instante registrado.
Nigenda y Salcedo enviaron la serie Fronteras a concursar a la IX Bienal de Fotografía del Centro de la Imagen, en 1999. No quedó seleccionado, pero coincidió que Patricia Mendoza, directora de dicho Centro en ese momento, en una visita a Oaxaca vio estas fotos, y le propuso a Nigenda exhibirlas en el Centro de la Imagen, en la Ciudad de México. Esta invitación no era poca cosa, se trataba del espacio más importante en México dedicado a la fotografía. La exposición finalmente sucedió en mayo del año 2000.
El interés de Mendoza en la obra de Nigenda de alguna manera se relacionaba con el cumplimiento de la promesa que, según ella misma relató a Luna Córnea, hizo a Jaime García Terrés, entonces Director de la Biblioteca México “José Vasconcelos”, de acercar la fotografía a ciegos, con lo que logró convencerlo de ceder al Centro de la Imagen —que desde 1994 comparte con dicha Biblioteca un área del edificio de La Ciudadela— el Patio Sur, que él pensaba destinar a ampliar una sala de lectura para ciegos.[5]
El surgimiento de un fotógrafo ciego en Oaxaca llamó la atención. Alfonso Morales y Patricia Gola, de Luna Córnea, viajaron a finales de abril de 1999 para conocer al primer alumno ciego del CFMAB. Publicaron en el número 17 de la revista, dedicado a la ceguera, algunas de sus primeras fotografías y su primer experimento con escritura braille.
Así fue su primer año de exploración con la fotografía, cuyos resultados fueron una serie, un artículo sobre su incipiente carrera publicado en la revista de fotografía más importante de nuestro país, y una exposición en el Centro de la Imagen. Las envidias y críticas de otros fotógrafos de Oaxaca no se hicieron esperar. Cómo alguien que no tenía estudios de fotografía, y además era ciego, consiguió en tan poco tiempo lo que ellos posiblemente en años aún no habían logrado.
Además, claro, vinieron los cuestionamientos sobre cómo un ciego podía tomar fotografías. La respuesta de Nigenda a esas críticas fue ofrecer, en el año 2000, un taller para demostrarles cómo fotografiar sin ver. Curiosamente los principales convocados —los fotógrafos con vista— no asistieron. En una suerte de conjunción de su actividad fotográfica y de rehabilitación de ciegos y débiles visuales, desde entonces Nigenda impartió el taller de percepción de imágenes o percepción no visual, que depuró con los años hasta convertirlo en un espacio de sensibilización o, mejor dicho, de recuperación del cuerpo del no ciego, quien dominado por la vista no solo había olvidado los olores, sonidos y texturas del mundo que le rodea, sino también su capacidad de pensar imágenes con los ojos cerrados. De esta manera, la actividad de Nigenda como educador-rehabilitador no se limitó a ciegos y débiles visuales. Mientras a los cuerpos de estos los habilitaba —en el sentido de hacerlos hábiles— para vivir sin la vista; a los cuerpos de los otros les (re)habilitaba —en el sentido de proveerlos de lo necesario— su capacidad sensorial no visual. Esto, por supuesto, reestablecía la relación del no ciego con la imagen más allá de la vista. Es decir, en tanto rehabilitador de no ciegos, Nigenda les ayudaba a caminar sobre la frontera entre fotografía e imagen —entre lo visible y lo invisible—.
DESPRENDIMIENTO DE LO VISIBLE
Como una continuación del registro de sus entornos cotidianos iniciado con su primer rollo, a principios del año 2000, Nigenda retrató a personas cercanas: familiares, amigos, alumnos y colegas de trabajo, quienes de alguna manera representan los ámbitos en los que transcurría su vida: familiar, de rehabilitación de ciegos y fotográfico. Como a la mayoría de estas personas las conoció después de haber perdido la vista, no tenía una imagen visual de sus rostros —o la que tenía correspondía a un rostro del pasado por el que ya no pasa el tiempo, como sería el caso de su madre o su hermana—. Entre retratos dirigidos y espontáneos, todos tomados de frente y a una distancia media, la fotografía nos ofrece el aspecto físico de estas personas, mientras en los textos los describe por las virtudes y defectos que percibió de ellos en la convivencia cotidiana: nobleza, sencillez, timidez, honestidad, firmeza, intolerancia, agresividad o impulsividad, por mencionar algunas características. Este conjunto es conocido como la serie Rostros sin imagen.
EL GIRO SENSORIAL
Después de aquel primer año de aproximación a la cámara y las imágenes, alejado de lo cotidiano, Nigenda inició un proceso que lo llevaría a una nueva etapa de su producción fotográfica, donde la aventura sensorial en la que lo sumerge el contacto entre su cuerpo y el entorno es perceptible tanto en la fotografía como en los títulos.
En julio del 2001, en compañía de su pareja, Nigenda hizo un viaje de vacaciones, cuya ruta comprendía ir de Oaxaca a Veracruz. Pasó primero por Ciudad Ixtepec para fotografiar el patio y pasillos de la casa de su abuela materna; luego siguió a Chiapas, donde fotografió la zona arqueológica de Palenque y las Lagunas de Montebello. Años después, en agosto de 2004, viajó a Puerto Escondido con algunos de sus alumnos ciegos. Fotografió a los niños en el zoológico, así como la convivencia del grupo en la playa.
Según revela el documental Verde Limón de Hatuey Viveros, al parecer Nigenda mandó procesar los rollos de ambos viajes hasta 2005, y gracias a las descripciones de Domingo Valdivieso seleccionó e intituló veintitrés fotografías de paisajes acuáticos y de la convivencia entre personas, que integró como la serie Contactos sublimes, un título completamente sugerente de sensorialidad.
Cinco años después de sus primeras imágenes (visuales y escritas), sin duda algo pasó en él, en su escritura. Había logrado trasladar su método sensorial al terreno de la fotografía. A partir de este momento, sus títulos más que relatos breves como en Fronteras, refieren sensaciones táctiles o sonoras o sugieren un estado emocional o corporal derivado del encuentro con el mar. En ocasiones, resultan más bien metáforas de lo visible. Por esa doble vía que se abre en la unión de la palabra y la imagen, Nigenda invita al mirador-lector a buscar el lado invisible de toda fotografía; a, como él, dejarse envolver por el silencio, ser tocado por el viento y la brisa, moverse con el agua, o encontrarse con el olor de la tortilla.
A partir de este momento Nigenda poco a poco volvió la escritura braille un elemento visual más dentro de la impresión fotográfica. Empezó a ubicar las palabras en partes específicas de la impresión en función de los motivos ahí registrados, siempre siguiendo el orden de izquierda a derecha y de arriba a abajo para permitir la lectura del título aún si las palabras quedaban en líneas separadas. En ocasiones dejó a un lado la disposición lineal de la escritura para poder imitar o sugerir algunas formas con escritura vertical.
TOCAR ES MIRAR DE CERCA
Su siguiente proyecto llegó hasta septiembre de 2007, cuando colaboró en la realización del cortometraje documental Susurros de luz de Alberto Resendiz. Dicho trabajo era la tesis fílmica del realizador para recibirse de la Licenciatura en Cinematografía del Centro Universitario de Estudios Cinematográficos (CUEC). Entre otras cosas, la producción tenía previsto filmar a Nigenda tomando fotografías. Fue el propio Nigenda quien propuso llevar a cabo una sesión fotográfica de desnudo con una mujer, quien además llevaría los ojos vendados. Si en la serie anterior Nigenda era tocado por el entorno, en esta él toca al otro: una mujer no ciega cegada. No fue tocarla sino un tocarse. En ese tocar al otro, Nigenda propone al tacto como una forma de mirar.
Por su lado visual, esta serie es el registro del recorrido de la mano del fotógrafo por el cuerpo de una mujer desnuda, de sus pies a su rostro. Son encuadres tan cerrados que solo capturan fragmentos de ese cuerpo. No podía ser de otra forma, el tacto es así: activo, cercano, avanza a pedazos. Nos da el todo por sus partes. Por el contrario, la vista, a condición de poder ver, requiere distancia.
La aparición de su mano en casi todas las fotografías revela su peculiar técnica creadora, ya a esta altura plenamente desarrollada: fotografiar a través del tacto. Lo anterior no se reduce a la actividad con la mano —como ver no se reduce a la experiencia ocular—, pues escuchar un sonido es el resultado del contacto de una vibración con el tímpano. La lengua, relacionada con el sentido del gusto, también toca lo que entra a la boca y con ello revela aspectos ajenos al sabor, como la textura o la temperatura. Recorrer un objeto con la vista también es, de alguna manera, tocarlo. Tocar es un encuentro.
De lo producido durante dicha sesión, integró la serie Desnudos con una selección de dieciséis imágenes. El título tan concreto y visual de su última serie contrasta con lo subjetivo y a-visual de la experiencia relatada en los títulos de sus fotografías. En ellos describe los efectos de ese sutil contacto corporal entre dos personas que no se ven, pero se sienten recíprocamente. Nigenda se desprendió por completo de lo visual.
El acomodo del braille en esta serie es el más complejo de toda su obra. En estas piezas no solo rompió con la disposición lineal de la escritura, sino que en su afán de ubicar ciertas palabras en partes específicas, en ocasiones no respetó una secuencia de lectura del título de arriba hacia abajo, y mezcló escritura horizontal y vertical, e incluso llegó a escribir de derecha a izquierda descomponiendo palabras en sus letras. Casi abandonó al braille como código para volverlo parte de la imagen, aun si eso implicaba dificultar la lectura a los ciegos.
LA MUJER DEL ISTMO
De madre originaria del Istmo de Tehuantepec, Gerardo Nigenda tuvo interés en hacer un proyecto sobre las mujeres del Istmo para compartir en fotografías su forma de vida. El interés también había surgido, según relata su esposa, por el deseo de retratar a su abuela materna, sin haberlo conseguido. Inició ese proyecto en marzo de 2010, el Domingo de Ramos, en el panteón homónimo de Juchitán, durante la tradición local que consiste en celebrar a los muertos al comenzar la Semana Santa. Iba acompañado de su esposa y de Ángela Farías, fotógrafa brasileña que viajó a Oaxaca para realizar con Nigenda un ejercicio para su proyecto Préstame tus ojos, como parte de su investigación doctoral sobre la relación entre imagen y ceguera.
Nigenda murió poco más de un mes después, sin lograr concretar su proyecto. Las poco más de cien fotografías tomadas son en su mayoría retratos de tías y primas así como escenas de la convivencia familiar en el panteón, y algunas mujeres fotografiadas en el mercado local. A partir de las descripciones que le hizo su esposa, Nigenda preseleccionó veinte fotografías digitales, pero no alcanzó a darles título.
FOTOGRAFIAR SIN VER
Nigenda fotografiaba con una cámara Yashika de bolsillo, automática y de foco fijo, que le regaló la documentalista estadounidense Mary Ellen Mark. Con una cámara así podía despreocuparse de medir la luz, determinar la velocidad de obturación, y resolver demás detalles técnicos necesarios para la toma de una fotografía.
Aunque recibió orientación técnica de amigos fotógrafos como Domingo Valdivieso —Laboratorista del CFMAB en esa época— o Jorge Acevedo, e incluso llegó a tomar algún taller básico de técnica fotográfica con Patricia Cerezo en el Centro Fotográfico y tenía idea del proceso de revelado y positivado en el cuarto oscuro, Nigenda fue realmente un autodidacta. Y cómo no serlo, si los no ciegos difícilmente podían comprender su experiencia corporal.
Nigenda desarrolló sus propias técnicas para fotografiar: para encuadrar imaginaba una línea del centro de su cámara al objeto a fotografiar; para evitar un contraluz, sentía y ubicaba la dirección del sol para tenerlo a un costado o a su espalda, pero nunca de frente. Fotografiar sin ver muchas veces le exigió interactuar con el objeto o sujeto a fotografiar y poner atención a diversos estímulos: escuchar los sonidos para identificar la ubicación, distancia y altura de las personas; tocar para reconocer formas y texturas.
En cuanto al revelado y la impresión, reconociendo que todo artista requiere de la ayuda de otros para la edición y producción de su obra, confió en otros para resolver esa parte, dejándoles total libertad para la interpretación de sus imágenes. En un principio esto lo hizo Domingo Valdivieso. Cuando él dejó el CFMAB, fue Fausto Nahúm Pérez quien lo apoyó.
LA PALABRA COMO REVELADOR DE LA IMAGEN
¿Cómo aproximarse a una fotografía si no se le puede ver? Nigenda halló en la palabra una forma de mirar sus fotografías y, a la vez, de dar a mirar sus imágenes interiores. En una suerte de doble revelado, primero un no ciego le describía el aspecto visual de sus fotografías. Del cruce de dicha descripción con su propio recuerdo de lo registrado con la cámara, acontecía en él una imagen para la que encontraba el título; es decir, las palabras adecuadas para nombrar su encuentro, para articular lo creado con lo imaginado. Así sucedía un segundo revelado, el del lado invisible. Por ello, sus títulos en ningún caso son accesorios sino una invitación a buscar —mejor dicho, a sentir— la imagen, ese aspecto al que refiere su experiencia singular, no necesariamente visible en la foto. Lo anterior determinaba la selección de sus fotografías, donde la prioridad no estaba en el aspecto técnico ni estético, sino en la correspondencia de estas con su emoción.
La escritura en braille de los títulos sobre las impresiones convirtió sus fotografías en objetos táctiles, pues el braille no renuncia a su especificidad: puede ser tocado (leído). De esta manera no solo podía identificar sus fotografías —ver los negativos en su mente— sino también dar a otros ciegos la oportunidad de construir una imagen propia al leer el braille.
En su montaje o yuxtaposición de fotografía y palabra, Nigenda logró un ir y venir entre imágenes (in)visibles, sean visuales o verbales. Frente a su obra uno se vuelve un mirador-lector que interpreta la fotografía en diálogo con el título y viceversa. La palabra, entonces, como testimonio de lo invisible, de algo fuera del campo visual del ojo, presente en lo visible aunque siempre se suponga ausente. La palabra también como un hacer ver, como una imagen-en-potencia develada en un proceso de imaginación.
[1] Nigenda, Gustavo, “El evangelio según Santemo. Reflexiones sobre la obra de Gerardo Nigenda”, 2010. [Texto no publicado]
[2] Referencia tomada de “International Experience to the U.S.: Count Me In!”, en Mobility International USA: http://www.miusa.org/ncde/stories/nigenda
[3] La Biblioteca “Jorge Luis Borges” abrió sus puertas en marzo de 1996. Según relató Nigenda, la idea de su fundación nació a raíz del interés que las obras creadas en el taller de escultura para ciegos, impulsado por las artistas Miriam Ladrón de Guevara y Laurie Litowitz, habían despertado en Trine Ellitsgaard, esposa de Francisco Toledo.
[4] Dato tomado de Diálogo en la oscuridad, FCE/INBA, México, 2004, p. 221.
[5] Morales Carrillo, Alfonso, “La guillotina y el obturador. Traspasos de un archivo policiaco”, en Luna Córnea, núm. 33: Viajes al Centro de la Imagen I, Conaculta/Centro de la Imagen, 2011, pp. 122-123.