Aquí hay un portaviandas. No es un portaviandas cualquiera: encierra secretos que antes no existían. No es una caja de pandora. Es un portaviandas integrado por tres cazuelas que se sellan una a la otra para acallar el pasado. Pero si se pone especial atención, si se logra afinar la escucha y enfocar la mirada, el portaviandas modulará los gemidos que enuncian —aquí y ahora— un pasado imaginado, quizá mitológico, pero rescatado y suficientemente auténtico. El portaviandas, como objeto, es testigo de vidas en el exilio. Da cuenta de este y de la experiencia de los exiliados.
Un día, el portaviandas llegó a la Ciudad de México. Fue mostrado como trofeo del viaje de un exiliado al hogar materno. Hogar itinerante que en su propio exilio se reconvirtió en uno de tantos orígenes. Fue mostrado y destinado al silencio; a resguardar el caos que puede producir un destierro.
Cuando parecía que todo quedaría silenciado para siempre, el portaviandas fue rescatado del olvido en el que había quedado. Los gemidos que guardan sus ollas resonaron en su entorno violentado. En Minima Moralia, Adorno enfatiza que, ante la imposibilidad de registrarla y medirla, “la vida pasada del emigrante queda anulada”. Precisamente, el portaviandas como objeto, como recuerdo, se levanta en resistencia ante la vorágine de consagrar al olvido para así trasplantar al pasado en el presente.[1]
Pasado reciente. El portaviandas estaba ahí. Escondido. En la esquina más recóndita de un mueble en casa de mis padres. Mi papá había fallecido tres años atrás, pero dejó de hablar dos meses antes de irse. Sus palabras, que siempre sentí escasas para mí, se habían extinguido. No volví a escuchar su voz. Una premonición de lo que vendría. Estaba consciente y se comunicaba. Movía los labios que casi de inmediato pude leer. Y leía en mi padre más tristeza que nostalgia. Invocaba a sus hermanos cuando me preguntaba si había “hablado a Israel”. Dibujaba el nombre de Rafa Márquez cuando lo vio dominando un balón en la pantalla del televisor de su cuarto de hospital. El inicio del Mundial de Sudáfrica 2010 estaba a días. No me imaginaba que esa sería la primera Copa del Mundo que vería sin mi papá. No escucharía más sus puteadas contra la albiceleste ni su frustración con el tricolor. Fue un Mundial silencioso.
El portaviandas estaba oculto, exiliado de la memoria. Curioso: toda la memoria que a-guarda-ba[2] para ser destapada. Mi padre murió desterrado de su exilio, en una cama de hospital muy lejos de la cama que compartía de niño con uno de sus hermanos en la calle Dorrego 1027, en Rosario, Santa Fe, Argentina. Disperso en el exilio, muy lejos de su casa en la Ciudad de México, muy lejos de sus hermanos en Bat Iam, Israel y del barrio del Once, en Buenos Aires. Simplemente lejos.
Confinado a una cama de hospital durante ocho semanas, su cuerpo fue abusado por la “medicina” del primer mundo, que acabó matándolo como reacción a un cambio rutinario de válvula de la aorta. Su cuerpo violentado por ser alérgico —un caso en millones— a la heparina, un anticoagulante. Inducido mi padre al silencio absoluto de un coma, vino la epifanía. Ante el temor de lo indecible, la posibilidad de su muerte, un impulso me llevó a cambiar el tema de investigación en el programa de doctorado que recién iniciaba. De pretender elaborar sobre un lenguaje en común a través del humor entre israelíes y palestinos, me volqué a lo que en ese instante enuncié como lejanía; supongo que necesitaba evidenciar las conexiones con mi padre.
Lejanía que se convirtió en exilio; exilio que se abrió y me expuso, me golpeó y me ubicó en un espacio exiliar. No como un exiliado, pues no lo soy, pero sí en la oportunidad de situarme en el exilio como un ser exiliante. Estar físicamente en mi lugar y salir de la camisa de fuerza que aparentemente me implicaba el Medio Oriente.[3]
Así comenzó un lento tejido que me permite vivenciar el exilio desde una dimensión simbólica. No toda experiencia en el exilio implica un destierro, sea este voluntario o forzoso. Autores como Antonio Prete[4] y Jacques Hassoun[5] señalan que todos somos exiliados, ya sea de un tiempo pasado o de una lengua. Sin embargo, el abordaje simbólico del exilio obliga a revisar esta premisa que parece fácil y nubla un matiz que es necesario iluminar. Sostengo que no todos somos exiliados. No obstante, todos nos encontramos en el exilio: unos como exiliados, otros como seres exiliantes.
El exiliado vive en (el) exilio. Lo experimenta desde el momento en que es proscrito físicamente de su lugar de origen. Por su parte, el ser exiliante habita (en) el exilio. Reside en él cuando se apropia de esa experiencia de tintes singulares. Mora en el exilio en el que se asume como sujeto. Si bien exiliados y exiliantes comparten el espacio exiliar, su vivencia es desigual. Para el exiliado, el origen es claramente distinguible como un lugar del que fue desterrado; para el ser exiliante, se trata de uno o más puntos que no son necesariamente localizables en un espacio geográfico. Determinar los puntos de origen del ser exiliante implica articular elementos que a simple vista no están evidentemente relacionados. Así, cuestiones como el tiempo, el tránsito o la idea de regreso, son resignificadas desde la perspectiva del ser exiliante. El exiliado puede determinar un antes y un después, dándole al exilio un sentido temporal diacrónico que toma en cuenta el destierro físico como punto de quiebre. Para el ser exiliante, esta posibilidad es mínima: al carecer de la experiencia de este momento preciso, el exilio se vive desde una sincronía de tiempos, donde pasado y futuro se entremezclan con el presente. Así, en el ser exiliante se dispara una serie de nostalgias y anhelos hacia escenarios imposibles que en la realidad concreta no existen ni existieron. El exiliado desterrado simplemente tendrá nostalgia por su tiempo y su lugar de origen.
Para el exiliado, el tránsito por el exilio es provisional, pues el regreso a ese lugar de origen es una posibilidad vigente, incluso cuando las probabilidades sean mínimas. Siempre hay un lugar y un tiempo definido, y previamente vivido, al que el deseo apunta como regreso. En cambio, para el ser exiliante el tránsito es por definición permanente ya que no hay posibilidad de regresar. Al carecer de un destierro físico de un lugar determinado, la idea de un regreso es materialmente imposible. ¿A dónde regresar? Quizá el deseo del exiliado se transforma en ansiedad en el ser exiliante.
Al ansia hay que darle cause, dejarla fluir para que se apacigüe. De ahí la práctica trapera[6] en la búsqueda de un objeto que permita descubrir huellas. De un vestigio que registre la anacronía, que ancle y se convierta en un puerto de salida para el andar nómada.[7] Sí, el umbral al espacio exiliar, ese lugar al que se parte desde uno mismo. La lejanía se condensó en el portaviandas que estaba remoto en la memoria. Guardado desde que llegó de sus propios exilios. Que se forjó en el exilio mismo. Silenciado. En silencio. A pesar de estar escrito, a pesar de su belleza y de ser único; de ser algo más que un souvenir.
El portaviandas está aquí. No es un portaviandas cualquiera. Contiene la memoria de mi padre, junto con sus lenguas y exilios. La singularidad del objeto no solo reside en lo que puede simbolizar o en el valor utilitario que pudo tener. El portaviandas se reclama a sí mismo por su belleza artesanal, martelinado, decorado con un estilo arabesco propio del arte islámico en el que tres lenguas se confabulan. El portaviandas, presumo, fue forjado hace cien años en Damasco y adornado con la técnica del damasquinado de Toledo. La orfebrería fue uno de los oficios de los judíos damasquinos. Su hechura —que tan solo infiero— se incrusta en las historias que se cuentan en mi familia paterna. ¿Cambiaría en algo si lo que deduzco no se comprueba? Amin Maalouf ha explorado estas posibilidades: “Igual que les sucedía a los griegos antiguos, mi identidad se apuntala en una mitología cuya falsedad me consta y por la que, no obstante, siento veneración como si la verdad residiera en ella”.[8] Se trata de una forma de apaciguar la incertidumbre de la transmisión silenciosa, dándole cuerpo a través de enunciar un legado oculto.
Se trata de revelar un pasado[9] que se mantuvo oculto por la ausencia de palabras. El objeto, más allá del esfuerzo de investigación para inferir su procedencia y hechura, se convierte en símbolo de un diálogo con el pasado para rescatar la memoria. Esta nueva posibilidad permite retomar una transmisión identitaria que es resignificada porque he decidido violentar la norma del silencio que fue impuesto en el exilio que habito. El portaviandas como objeto simboliza un pasado que requiere ser revelado, rescatado, para darle aires de certeza a puntos de origen que se escondieron en los vericuetos del espacio exiliar. En la lógica del exiliante, el pasado revelado, rescatado, crea una nueva posibilidad de transmisión; permite un diálogo en el presente y genera certeza, presumiblemente, de un futuro menos violento ante la ausencia, aunque sea parcial, del silencio. En pocas palabras, rescatar el pasado es resignificar, en este caso, la loza del silencio.
Se trata de despertar al pasado de su propia muerte. El portaviandas podría ser la urna de mi padre. Cenizas inexistentes. El judaísmo prohíbe incinerar a los muertos. Pero es una urna posible. Tiene inscrito el nombre de mi padre, “Salomón” (Fig. 1). Sin cenizas, con memorias. Con historias, punto/s de origen. En el objeto inanimado logré establecer una posibilidad de comunicación con un pasado transmitido sin haber sido enunciado. El portaviandas se convirtió en el detonante que necesitaba para verbalizar lo no-hablado. Quizá tan solo en un pretexto para terminar de asumirme como un ser exiliante; para reinventarme en el espacio exiliar que compartí, sin saberlo hasta ahora, con mi padre, quien, además de exiliado, fue también un exiliante: un argentino de Rosario que se adaptó a México, que comía la tradicional comida árabe de los viernes de Shabat acompañado de un chile de árbol, de un chile verde. Igual mentaba madres en mexicano y argentino que en árabe. Mi padre, lo entiendo ahora, encarnó el sentido nómada y políglota del portaviandas. También se encarnó en el silencio.
Memoria y olvido. El portaviandas se guardó en el silencio. En el tiempo. Al ser destapado comenzó a gemir y a murmurarme. Si las orugas metamorfoseadas emitieran un sonido al salir del capullo que representa su muerte, sería el del portaviandas. Enfrentarse a una nueva vida que, en palabras de Peter Sloterdijk, es retomar una vida ya-comenzada. El portaviandas tiene esa cualidad que sugiere la concreción del ser exiliante como un sujeto que, al asumirse como tal, inicia un nuevo comienzo a pesar de la imposición natural de lo ya-comenzado.[10] Al igual que la oruga, el ser exiliante comienza radicalmente una vida al decidir habitar (en) el exilio.
El murmullo del despertar se convirtió en habla. Silencioso, guarda todas esas palabras que mi padre silenció. Palabras que están ahí, que, como el trapero, decidí arrancarle para enunciar la(s) memoria(s); para hablar con mi padre sobre su exilio, para hacerme de su historia que me mantuvo oculta. ¿Por vergüenza? ¿Por qué mi padre no me hablaba de su infancia, de su vida en Rosario (que no conozco), de su primer destierro a Buenos Aires?
Del portaviandas comenzaron a salir hebras, comencé a tejer en silencio el deseo de haber escuchado las palabras no enunciadas que habitaron a mi padre. Aquí está el portaviandas, como objeto, como recuerdo, como memorias, reales e inventadas, productor de mitos. El portaviandas que alguna vez fue de Elías Hamra (hijo de) Salomón, nombre escrito tres veces en tres lenguas diferentes para conformar un Lenguaje. Lengua, enunciación y devenir identitario. Tres lenguas, que crean un espacio exiliar donde comulgamos exiliados y seres exiliantes. Es un portaviandas que trae consigo escrito el exilio. Que ha sido escrito y re-escrito en el exilio. Un mismo nombre en tres alfabetos y pronunciado en tres lenguas: francés, árabe y hebreo. Es el portaviandas un símbolo que permite (re)significar y asumir el exilio como espacio y experiencia. Tres lenguas que se sobreponen una a otra para formar parte de un Lenguaje del exilio, de lenguas en el exilio. Se desdoblan orígenes, identidades, objetos, sentidos de pertenencia.
Lenguaje que es enunciado por exiliados y seres exiliantes, cuyas lenguas se pueden encontrar diacrónica y sincrónicamente como ahora: inscritas en un portaviandas que pertenece a esta y todas sus épocas. Para los primeros, de forma diacrónica; para los segundos, como umbral del sentido anacrónico que implica sincronizar dos o más tiempos presentados a través del lenguaje. Anacronismo que es una invitación al túnel del tiempo. El portaviandas, como objeto, es una llave que activa la práctica trapera, que obliga a escarbar en el pasado para hacerse de una historia y mostrarse simple y llano en un acto del habla, en la enunciación que transmite el anacronismo que implica vivir en el exilio. Misma enunciación que permite al ser exiliante definirse como habitante del espacio exiliar, donde se desdobla en un montaje de tiempos heterogéneos.[11] El ser exiliante, cual trapero, escrudiña en los tiempos de la historia que se apropia a través de Lenguaje/lengua(s). El sentir exiliante surge del pliegue en la relación entre ese Lenguaje/lengua(s) y la historia que construye.
Las lenguas sobrepuestas, interactuantes entre sí, desafían al mito de Babel. Descubren una confluencia que evita la diferenciación mitológicamente impuesta y resignifican al exilio como espacio. En este ámbito, el exilio, para exiliados y seres exiliantes, confluye en la construcción del Lenguaje/lengua(s) que los habilita para compartir el espacio exiliar.
El exilio, como espacio y experiencia, emana de las lenguas que lo anteceden. El exilio como espacio es posibilitado gracias a la preexistencia del Lenguaje. La multiplicidad de lenguas, la confusión de esas lenguas como elemento exiliante, es un ingrediente primordial para habilitar el espacio exiliar. Más aun: el exilio es posible gracias al Lenguaje/lengua(s) que lo precede y con el que invariablemente interactúa. El extrañamiento de la lengua con respecto a los puntos de origen es indispensable para embarcarse en el exilio y confrontar sus diversos desdoblamientos.
Surge una primera pregunta trapera en este cruce de caminos. ¿Quién es Elías Hamra? Es el hermano de la madre de mi padre. Es decir, mi tío abuelo, que no conocí, pero cuya existencia tengo registrada desde el 2004 en una servilleta gracias a una conversación que pude tener con mi abuela un año antes de que falleciera. Hace varios años escarbo en el silencio del exilio de mi padre. Ese exilio que se transmitió en silencio. Ante la falta de la palabra, la apertura de vacíos y lagunas con sus incertidumbres. De ahí la vocación trapera, la del ropavejero, que husmea ante lo que se le presenta. Ante este portaviandas, la práctica trapera implica explorar el objeto, descubrir los registros que trae consigo y las líneas que se pueden trazar hacia el pasado para seguirlas e indagar. El portaviandas como objeto es un punto de origen, el umbral a los tiempos del espacio exiliar. Seguir el rastro que dejan las lenguas en el exilio ayuda a crear una ruta para apropiarse de una historia.
El árabe hace referencia a la lengua materna de Elías, la lengua cotidiana, de todos los días, la lengua para vivir. El hebreo, la lengua para rezar, no es necesariamente una lengua familiar de uso corriente. Es una lengua que, en el contexto de la vida diaspórica, refiere a una dimensión de práctica religiosa, una lengua que se consideraba sagrada y no se utilizaba para la vida mundana. El francés obliga a tirar de una hebra aún imprecisa: al menos un punto de origen previo al de Damasco. La presencia de la lengua francesa en el portaviandas bien puede ser la huella de un exiliante que vive en el exilio, de un exiliante que retoma una lengua, que si bien franca para su tiempo y espacio, es una de las lenguas de Túnez, excolonia francesa, hasta donde se remonta la mitología familiar.
Y es que cuenta la historia “que todos los Hamra vienen de una misma raíz: hace muchos años [incontables y sin precisión], un señor de apellido Rakak llegó a Damasco proveniente de Túnez”. Resulta que este judío tunecino se distinguía por vestir una pañoleta roja alrededor del cuello. Rojo en árabe se dice Hamra: el último reducto moro en España hacia 1492 fue el palacio de la Alhambra/Al-Hamra, es decir, “La Roja”.
El portaviandas forjado en Damasco, con la inscripción del nombre de su poseedor en francés —Elie Hamra (fils à) Salomón— (Fig. 2) presume esa condición del ser exiliante: hace referencia a un punto de origen que no es inicialmente suyo, pero del que se termina apropiando. El portaviandas se asume como un significante mitologizante que permite articular un discurso aceptable y hasta cierto punto coherente sobre el origen y la ascendencia. El relato de la historia familiar, en su función de mito, permite generar certezas del pasado para darle sentido al presente.[12] Estas certezas del pasado son autentificables por ser compartidas sin ser cuestionadas, pero no necesariamente verificables. De esta forma, el ser exiliante construye una narrativa a partir de los objetos que encuentra en el espacio exiliar. Se apropia de los recuerdos de otro y los resignifica; en este caso, un antepasado que alguna vez “vino” de Túnez.
Como objeto perteneciente a un exiliado, el portaviandas articula su propia narrativa. El ser exiliante, en su actitud trapera, husmea, indaga y recrea su propia anacronía. El portaviandas se forjó en Damasco a solicitud de Elías Hamra, quien hizo la América en Buenos Aires y regresó a Siria para buscar novia y casarse. Murió joven en su ciudad natal y una de sus hermanas sacó el portaviandas de la casa de la viuda, alegando que pertenecía a la familia del occiso por llevar escrito su apellido. Otra de sus hermanas, mi abuela, se lo llevó a la Argentina. Así pasó a ser un recuerdo del lugar de origen y los lazos filiales, un objeto que para los ojos de otros sirvió de adorno, urna de memorias. Hacia 1975, la abuela empacó una vez más sus cosas para exiliarse de nuevo. Esta vez en Bat Iam, Israel. Ahí, en uno de los viajes de mi padre para visitarla, se lo regaló. Así llegó a México, su otro lugar en el exilio.
Para mi padre, su tercer poseedor, el portaviandas es un objeto que, en su calidad de exiliado (emigró de Argentina a México), hace referencia a su hogar materno, pero a la vez adopta el código exiliante del árabe como idioma y de la expresión artesanal que recuerda a Damasco desde tres locaciones: Argentina, Israel y México. Más aun, Salomón es el nombre del padre de la abuela, el mismo nombre que le puso a su segundo hijo varón, mi padre. El portaviandas permite articular diversos puntos de origen.
La abuela Mary falleció en Bat Iam, hija del mar. Su exilio del exilio se encuentra a siete horas en auto de su natal Damasco, de la que salió rumbo a Argentina a principios del siglo XX. Pero Damasco está más lejos de Bat Iam que de Buenos Aires. Esas siete horas en auto fueron y son imposibles en el estado de guerra permanente entre Israel y Siria.[13] En el imaginario, Israel se construyó como país de los judíos. Siria se erigió, desde el acuerdo de paz entre Israel y Egipto, como líder del frente anti-israelí en el mundo árabe. Definirse como judío árabe puede resultar, hoy en día, un acto quimérico. Quizá una paradoja que desemboca en conflicto, en una identidad compleja que la geopolítica ha desvirtuado en identidades asesinas:[14] una u otra, pero no ambas. Pero aquí hay un portaviandas como prueba fehaciente de que existe un amparo contra la paradoja, el conflicto o la quimera. La posibilidad se construye junto a su imposibilidad. Las fronteras identitarias son puntos de conflicto o de conveniencia, depende cómo se asuma su complejidad: oportunidad o amenaza como elección personal.
La opción que se toma reside en una decisión personal, de forma similar al habitar el espacio exiliar para un ser exiliante. Habitar (en) el exilio, a diferencia del exiliado, es una decisión que se toma y no requiere ni siquiera abrir la puerta de casa. Justamente es el Lenguaje/lengua(s) el que facilita este passage in situ por el que transita el ser exiliante. Pasaje que se asume como un devenir identitario.
Ferdinand de Saussure establece las bases sobre las cuales descansan la lengua y el lenguaje como determinantes en la construcción de la identidad de un individuo. Siendo un hecho social, la lengua es un lazo que existe en la masa de forma natural.[15] Sin una lengua común entre individuos, no podemos pensar en ellos como comunidad. Émile Benveniste retoma esta idea y señala que, por encima de las diferencias entre los seres humanos, la lengua es un “poder cohesivo que hace una comunidad de un agregado de individuos”.[16] En otras palabras, la lengua “contiene a la sociedad” y, por ende, la interpreta.[17] La lengua como lazo social permite la construcción de la identidad entre los individuos que se conforman en colectivos. El medio para reconocerse es la enunciación.
Desde esta aproximación “fundamental”, el exilio se concreta, desde la perspectiva del Lenguaje, cuando un individuo rompe con su lazo social y se incrusta en un colectivo que habla una lengua diferente. En este sentido casi gráfico se presenta un exiliado. ¿Qué sucede cuando un individuo que habita dentro de una comunidad registra lenguas que intervienen la lengua que tiende el lazo social? ¿De qué forma pertenece cuando habitan resonancias de otras lenguas, de otros lazos —quizá inexistentes— distantes y presentes? ¿Es posible pertenecer a dos o más colectivos sociales desde la habitación del Lenguaje/lengua(s)?
Si Babel arrojó al exilio y la exclusión mutua a la humanidad con la confusión de las lenguas, las propiedades del Lenguaje —pre-dispuesto en el ser humano— habilitaron la posibilidad de subsanar la lejanía. Ahí donde se impuso la distancia se creó el espacio para construir puentes. La confusión devino en posibilidad. Lenguas confundidas y hablas que abonan la confusión enmarcadas por el Lenguaje como posibilitador. Quienes nacen en el exilio pueden alojarse libremente en la confusión, como un proceso de descubrimiento, de enigmas con sentido identitario y lingüístico.
Así en el portaviandas: el nombre de Elías en tres lenguas, en tres inflexiones, en tres pronunciaciones que ofrecen el rastro vivo del trazo de las lenguas del exilio. Trazo que en este preciso momento de escritura/lectura, se expresa en una cuarta lengua: el español (con sus diversidades) se une al árabe, hebreo y francés. Para el ser exiliante, habitar el espacio exiliar no representa una pérdida. Es el Lenguaje/lengua(s) una de las dimensiones donde se habilita su capacidad de enriquecimiento. En este sentido, otra posible lengua potencia al ser exiliante. La cuarta lengua es la que crea y marca la lejanía con los demás puntos de origen que residen en y hacia su persona: “Solo comienzo con mi ser allí donde mi capacidad discursiva empieza y mi memoria lingüística ha conformado el núcleo del yo”.[18]
Con esa disposición enriquecedora en mente, habría que abordar la flexibilidad del Lenguaje y su posibilidad de expresión flexible a través de la enunciación. Susana A. C. Rodríguez señala que el exilio se puede entender como “una situación intermedia, un tránsito a lo desconocido que solo puede ser resistido por la utopía del regreso”.[19] Nada más contundente para afirmar que el exilio se trata de un pasaje entre dos o más mundos, culturas, tiempos, lenguas; dimensiones cuya constelación generaría lo que Lotman plantea como sistema modelizador.
¿Por qué la utopía del regreso? Para el exiliado, el regreso no siempre es probable, pero regresar al punto de origen —como lugar de partida— es un anhelo continuo por su posibilidad. Por esta razón, para el exiliado, el exilio se vive como una condición transitoria. Resultaría utópico, en su caso, porque el regreso al mismo lugar es inexistente. No hay un regreso al pasado. Con el paso del tiempo, durante la distancia, ni el exiliado ni el lugar de origen serán los mismos, habrán cambiado. En un posible regreso al lugar de origen, el exiliado devendría en un ser exiliante. Del espacio exiliar no hay escapatoria.
En el caso del ser exiliante, el regreso es imposible, pues no hay certeza del punto o puntos de origen. Tampoco hay certeza en la naturaleza de ese punto ya que no se reduce a un lugar propiamente geográfico. Tiempos, espacios, lenguas, memorias ajenas, mitos y objetos, entre otros, componen la constelación del origen. Por esta razón, el andar nómada en el espacio exiliar es una condición permanente. No solo es el regreso imposible: es absolutamente improbable, incluso innecesario.
Asumidos los matices, exiliados y seres exiliantes confluyen en el pasaje del espacio exiliar. Los primeros desde la expectativa del eterno retorno, los segundos desde la necesidad trapera y nómada de indagar a través de una experiencia del pensamiento. El destierro (simbólico o real), que supondría ser transitorio, adquiere un carácter perenne y reconfirma la idea de que, de una u otra forma, todos vivimos en el exilio, a veces como exiliados, a veces como exiliantes. Somos pasajeros eternos.
En el caso del ser exiliante es pertinente retomar la definición de Rodríguez, que establece el pasaje de sentido como marco referencial, siendo la significación un estado transitorio permanente. Es decir, el ser exiliante deviene por naturaleza en un proceso que no necesita culminar. Entiendo el pasaje de sentido como el “advenimiento del sentido”, es decir, la experiencia de significación en un tránsito textual, en la enunciación como lenguaje puesto en acción. Este pasaje implica la transformación del sentido (la construcción de una subjetividad; la definición de una identidad) dentro de un proceso exiliante, es decir, asumir la vivencia del exilio sin necesidad de ser un exiliado.
El portaviandas, en toda su belleza como objeto concreto y palpable, es entonces ese umbral que permite abrir un pasaje espectral con los tiempos del ser exiliante, pasaje que va de la mano con la misma espectralidad del Lenguaje y sus lenguas. La cacofonía de tiempos y lenguas del exilio está inscrita en el portaviandas.
Ahí está el árabe como lengua, cuya caligrafía responde a la palabra escrita acompañada de la mano del trazo artístico. En una de las cazuelas, el nombre del tío de mi padre, Elías hijo de Salomón, está escrito en árabe, lengua materna de mis cuatro abuelos. Lengua que los paternos le transmitieron en su exilio argentino a mi padre. Que los maternos en su exilio mexicano le heredaron a mi madre, que comprende, pero no habla. Lengua que escucho desde niño pero que me fue silenciada al no transmitirla con el fin de hacerla incomprensible.
Los adultos hablaban en árabe entre ellos para que los niños no entendiéramos. Así comenzó mi lejanía, desde la proscripción de una lengua. Con el tiempo, esa lengua familiar pero ajena recibió su carga orientalista, “degradada” por el prejuicio y con la que aprendí a maldecir, pero no mucho más. Después, esa lengua paterna no-transmitida, ajena y familiar, identificó al enemigo. De mi necedad de conocer a quien supuestamente me odiaba, comencé a enunciar la frustración por no hablar su lengua, que también era mía, a través de enunciar sonidos que asemejaban “el hablar árabe”. Ya’waldani no quiere decir nada en árabe, pero lo significa todo en su falta de significado: la lejanía con lo propio se enuncia en cada uno de sus signos encadenados.
En mi devenir identitario llegó el momento de un “exilio pactado” en la bilingüe y políglota Montreal, ciudad donde se hablan decenas de idiomas. Mi condición de exiliante adquirió matices fugaces de exiliado que lentamente se extinguieron. En lo ajeno del destierro, esa lengua lejana pero familiar dejó de serlo. En mi exilio montrealés, el árabe que se hablaba en las calles del barrio de estudiantes, barrio también de nuevos inmigrantes a Canadá, me permitió reintegrar lo árabe a mi identidad. En un estado de exiliado momentáneo, mi condición exiliante me permitió recuperar una lengua conocida que dejé de extrañar. El reencuentro con el árabe de mi infancia, desde la incorporación de la otredad, fue una oportunidad para llevar a la acción a través de un programa de radio —Guesher/Yisr, “puente” en hebreo y árabe, respectivamente— que creé junto con estudiantes judíos, cristianos y musulmanes; palestinos, árabes e israelíes. Nuestra lingua franca era el inglés, una lengua minoritaria en la provincia francófona de Quebec, y el francés québécois es a la vez una lengua minoritaria en Canadá.
Incluso el exterior me llegó a mirar como árabe. Quien me atendió en la oficina de registro de la universidad escuchó mi nombre, “José”, como “Hossein”. Hossein Hamra, hasta que reparó en que era Hosei as in Canseco. Entonces me reflejo en el portaviandas, polifónico, no unitario, pero con una constante externa en su diseño: es un objeto árabe sin necesariamente serlo.
La posible cacofonía ba-bélica de mi identidad se re-convierte en polifonía, en identidad no-unitaria, cualquier cosa menos monolítica. Identidad compleja que pasa por las lenguas. Ser y no ser. Pasa por el silencio, por el deseo de llenar con palabras el vacío de una transmisión silenciada del exilio. También de asumir, como consecuencia de habitar (en) el exilio, un pasaje de sentido. ¿Acaso no es este portaviandas un objeto complejo? Traperos somos y en el exilio andamos. El portaviandas se convirtió en obsesión, en incentivo para la búsqueda. ¿De dónde salió? No bastó el relato familiar; las palabras, aunque auténticas, necesitan ser verificadas.
El portaviandas rescatado se erige como evidencia material del pasado,[20] violentando con su destape el silencio que pretendía olvidar. El silencio impuesto que creó el caos donde se perdió el rastro hacia el recuerdo del origen. “El souvenir relata el contexto del origen a través de un lenguaje de añoranza/anhelo,[21] ya que no es un objeto que sobresale por su necesidad o valor de uso; es un objeto que sobresale de las demandas necesariamente insaciables de nostalgia”.[22] No solo eso: el portaviandas se convierte en un pretexto. Como recuerdo materializado, como souvenir, es el punto de origen de la narrativa de su poseedor. Y es que el recuerdo, nos confirma Prete, trae el pasado hacia el presente.[23] Lenguas del pasado que son del presente, que retrotraen los pasados plasmados en el portaviandas. Así, la práctica trapera complejiza la belleza del portaviandas al hacerlo enunciar los secretos que guarda.
El árabe me sujeta a un pasado damasqueño, a un pasado alepino, a un pasado tunecino que han estado presentes desde que escuché a mi padre hablar con mi abuela materna, cada uno en su propia experiencia exiliar. Desde que nací sonaban en el tocadiscos las voces de Juan Pirulero y Topo Gigio de la mano de Oum Kalthoum, la gran cantante egipcia, bandera del pan-arabismo de Nasser, enemigo jurado del Estado de Israel. Oum Kalthoum, ya habibi salamtak, cantante que hace del árabe amigo y enemigo, dualidad esquiza. Ponerle un alto a la confusión es integrarlo. Aunque ahora ser árabe entre los judíos parezca un contrasentido. Pero soy, entre otras cosas, un judío árabe, descendiente de árabes judíos. De judíos que partieron al exilio, unos a Argentina desde Damasco, otros a México desde Alepo. Hasta ahí la certeza del origen donde se entremezclan otros antecedentes que dejan cabos sueltos en un espacio exiliar donde han concurrido otros exiliados y otros seres exiliantes.
Por el lado paterno, el mito tunecino. Por el materno, el Passport de Passage emitido por el Empire Perse con el que en 1925 mis abuelos salieron de Alepo, Siria a Veracruz, México vía Marsella, Francia; escrito mayoritariamente en persa, la lengua de Irán, con algunas anotaciones en árabe y francés. El apellido paterno de mi madre —Sassón— resonó en Irak y el materno —Ancona— refiere a un puerto del norte italiano. Mis antepasados maternos llegaron a Siria desde algún lugar de la frontera entre Irán e Irak, y de Italia (Fig. 3).
Regreso al portaviandas, un objeto árabe que se re-convierte en pasaporte al exilio de la diversidad de lenguas. La poliglotía del portaviandas la he integrado a mi nombre propio incluso antes de “conocer” al objeto. Mi nombre, tal cual aparece en el acta de nacimiento, se compone de tres idiomas: español, árabe y hebreo. José Hamra Sassón, José Rojo Alegría. Exiliado y exiliante desde el momento en que fui concebido. Escucha plurilingüe reforzada por el inglés como obsesión materna. Es el Lenguaje/lengua(s) en el ser exiliante el que se convierte en motor para transformar continuamente el sentido, para vivir las sensaciones propias del paso por el espacio exiliar.
Según Betty B. Fuks, el devenir:
designa una realidad procesal y no simplemente un proceso de transformación de alguna cosa en otra que alcanza realidad estática, un ser terminado, rígido por el principio de identidad y sinónimo de objetividad y presencia. El devenir lleva una ruptura de modelos, arrastrando al sujeto por caminos desconocidos, siempre y cuando él consienta seguirlos. Se trata de un proceso que tiene existencia real, puesto que no es una imitación imaginaria, ni tampoco una analogía simbólica, sino que está ligado a una expresividad singular y única.[24]
Es decir, la actividad trapera a la que se destina el ser exiliante es una condicionante al devenir que como tal implica su paso por el exilio. El devenir es un proceso interminable,[25] y el ser exiliante, por su naturaleza “plástica”, flexible y creativa, vive este proceso, habita (en) el espacio exiliar. Lo habita en el sentido de “devenir-otro”, responde a la pregunta qué-soy-y-qué-más-puedo-ser. Experimentar el espacio exiliar es un aprendizaje de alteridad: permite al sujeto buscar “a través de la palabra una designación para aquello que, viniendo de afuera, está en él mismo, aunque le sea extraño”.[26] Es decir, quien se asume en ser exiliante, quien decide activarse en un proceso de búsqueda trapera en el exilio, deviene en otro, se expone al pasado de otros y sus otras historias. Desde la perspectiva de construcción identitaria, el proceso es continuo, interminable y enigmático. Puede ser tan fascinante como doloroso.
El devenir es un pasaje, y este, una experiencia. La experiencia del exilio tiene el potencial de re-significar tanto al exiliado como al ser exiliante. Así, habitar el exilio también puede ser una decisión que, llevada a la acción, es un pasaje de sentido, una resignificación propia de la experiencia inherente al proceso. El traslado puede ser físico o no serlo. Este tránsito finalmente se manifiesta en la transformación del discurso del ser exiliante y su interacción con el entorno. Esa posibilidad no requiere de un movimiento físico, de experimentar el destierro. El pasaje de sentido es una decisión. Pasar, habitar (en) el exilio, es una decisión que se toma.
Susana A. C. Rodríguez subraya y define a la cultura como un “sistema de relaciones que se establece entre el hombre y el mundo, lo que infiere una perspectiva dual en relación con los códigos sígnicos que modelan lo real”. Es decir, hay una transformación continua de la realidad basada en la experiencia que re-significa. Experiencia que, como se ha establecido, implica en devenir-otro.
¿Cómo cae en cuenta la perspectiva del Lenguaje/lengua en esta discusión? De acuerdo con Rodríguez,[27] “Lotman diferencia el lenguaje natural, como sistema modelizador primario, del lenguaje artístico, denominado sistema modelizador secundario”. La clave para abordar la experiencia del exilio como experiencia del pensamiento está en que “el segundo, en un proceso de apropiación y transformación del primero, exige una lectura semiótica que atienda su poliglotismo interno, pues existen complejas relaciones dialógicas en el texto, de tal manera que se constituye en un mecanismo formador de sentido”.
El ser exiliante proviene-del y deviene-en el exilio. Ese pasaje/devenir puede ser ubicado como un rediseño de la subjetividad que implicaría, en palabras de Rosa Braidotti, convertirlo en nómada. De hecho, el ser exiliante pertenecería al universo de los sujetos no-unitarios.[28] Para Braidotti, un políglota es un nómada lingüístico: “El políglota es un especialista de la naturaleza traicionera del lenguaje, de cualquier lenguaje. Las palabras tienden a no quedarse quietas, a seguir sus propios caminos. Van y vienen, alcanzando trazos semánticos presentes, dejando atrás trazos acústicos, gráficos o inconscientes”.[29]
En estos términos, el exiliado y el ser exiliante son sujetos nómadas que transitan por el espacio exiliar a través del lenguaje. Así, la poliglotía interna tiene una exposición externa a través del vehículo del Lenguaje/lengua(s). ¿Qué sucede en los casos donde el exiliado es un trasterrado, es expulsado de su tierra, pero llega a otra donde la lengua es en principio la misma? Justamente por eso no podemos reducir la discusión a la lengua. El Lenguaje, como lo define Saussure, “es multiforme y heteróclito, a caballo entre bastantes campos, al mismo tiempo físico, fisiológico, psíquico; no se deja clasificar en ninguna teoría de los humanos, porque no se sabe cómo entresacar su unidad”. En ese campo tan extenso y evanescente (inasible) es donde la poliglotía adquiere un matiz más amplio que no se reduce a un acto del habla. Atender modismos, jergas, argots, localismos. De esta forma, un trasterrado también pierde referencias lingüísticas naturales y es lanzado por esta vía al devenir del espacio exiliar.
Existen ejemplos drásticos que ilustran la forma en la que el exilio adquiere una dimensión simbólica que es atravesada por el Lenguaje/lengua(s). Hannah Arendt revela las carencias del exilio, la pérdida de lo cotidiano, de lo más elemental, como es el lenguaje espontáneo, el que se construye junto a la identidad del individuo:
Perdimos nuestro hogar, lo que implica perder nuestra familiaridad de nuestra vida cotidiana. Perdimos nuestro trabajo, lo que implica perder la confianza de que somos de utilidad en este mundo. Perdimos nuestra lengua, lo que implica perder la naturalidad de las reacciones, la simplicidad de los gestos, y la espontaneidad para expresar nuestros sentimientos.[30]
El exilio, pues, implica una pérdida que se evidencia en la constitución identitaria del sujeto. Fuera de su tierra, el exiliado se convierte en un desconocido que no se puede reflejar en el entorno de su origen. No hay una identificación con lo propio, lo que es-de-uno. En el exilio, el sujeto se rompe; se enfrenta a la falta de completud; insuficiencia que rebasa al destierro físico.
Al rescatar el exilio de Aby Warburg y sus discípulos en el mundo anglosajón, Didi-Huberman señala esa falta de completud como un vaciamiento, una imposibilidad de la lengua de acogida para contener su intelectualidad, de “recoger todo ese fondo germánico de pensamiento, con sus referencias propias, sus giros de estilo y de pensamiento, sus palabras intraducibles”. Los historiadores del arte que huyeron del nazismo no solo renunciaron a su lengua: “terminaron por renunciar a su pensamiento teórico”.[31]
El exilio se vive desde la soledad que imprime el silencio y la confrontación con el otro. El exiliado pasa de ser el habitante que habla al (des)habitante que (des)habla, que no necesariamente encuentra referentes de espontaneidad en su nuevo hogar, por más hospitalario y cálido asilo que se pueda crear. La representación del aislamiento que conllevó Babel se replica en cada destierro: la lengua del exiliado no encuentra referentes fáciles para expresar suficientemente su pensamiento y su sentir.
¿Cómo se traduce lo anterior en el universo del ser exiliante? No necesariamente como una pérdida, pero sí como una posibilidad. En este caso, el exiliante, como exponente vivo de la anacronía, surge del pliegue en la relación entre el Lenguaje/lenguaje(s) y sus propias historias. Al asumirse en el espacio exiliar, el ser exiliante desarrolla la habilidad de explotar un lenguaje artístico al activar su poliglotismo interno. Al enriquecerse, se violenta y rompe la unicidad, activándose la posibilidad de habitar (en) el exilio. El ser exiliante actualiza así el Lenguaje/lengua(s) a través del encuentro simbólico con sus puntos de origen. Se muestran así los trazos que hacen presente el exilio. El poliglotismo se manifiesta en las referencias salpicadas de dialectos, lenguas, maneras, modismos de otros tiempos, de otros espacios, enriqueciendo el Lenguaje/lengua, mostrando los puertos de salida de esos puntos de origen. Activando la nostalgia de lo imposible, el anhelo de otros tiempos, haciéndolos presentes a través del habla. Con la enunciación se actualiza la lengua y, por ende, se activa el lenguaje.[32] Así, el ser exiliante, al asumirse en el exilio, se exhibe en un acto de habla. Esa acción individual permite lo que Hassoun llama el contrabando de otras lenguas, aquéllas que se pierden con el paso del tiempo, pero que siguen actuando en el sentido de la nostalgia y sobreviven cuando entran en acción con las lenguas recientes adquiridas.[33] La experiencia del ser exiliante se materializa en una suerte de anacronismo, se redefine así mismo en ese pliegue donde tiempos distintos y espacios distantes convergen en su singularidad única. El Lenguaje/lengua es un vehículo que habilita al ser exiliante a exponer su experiencia de su paso por el exilio.
Nacer en el exilio parecería configurar un nacer en el vacío, en la imposibilidad de transmitir “aquello que da cuenta del pasado y del presente”.[34] El acto de transmisión, simbólico o concreto, se condensa en “reconocerse como perteneciente a un conjunto del que yo mismo soy heredero, el representante y el pasador”.[35] Transmitir implica repetir una narrativa, pero también recibir para modificar y crear.[36] Para quien nace en el exilio de un exiliado, la apropiación de esa narrativa es fundamental para asumirse como ser exiliante.
Es decir, el exilio también es una experiencia ajena que se apropia desde la Lengua/lenguaje(s). Las palabras de las lenguas de los exiliados acaban salpicando la lengua de la sociedad receptora y viceversa. Ubicando el exilio desde una dimensión simbólica, este se refleja en la exposición del lenguaje. Si el Lenguaje, como condición genérica, hace ser humano al ser humano, en lo particular, desde la lengua enunciada, se muestra como una huella dactilar.[37]
La referencia espectral del portaviandas a las lenguas, los idiomas, coincide en el devenir identitario, en el desdoblamiento de habitar el espacio exiliar como ser exiliante. Precisamente, aquí hay un portaviandas que llegó del exilio. Es el portaviandas del exilio. Es el objeto de un exiliado. Un objeto que desde su lugar de origen se forjó en el exilio. Sí, es un portaviandas árabe, pero que tiene rasgos exiliantes. Así se explica que el tercer idioma en el que se escribió el nombre del tío-abuelo haya sido francés. ¿Qué significa el francés para un judío árabe de Damasco? La forma francesa de Elías es Elie. La pista del exiliante, del tío-abuelo Elías, se encuentra en el francés.
El portaviandas forjado en el punto de origen de Elías hijo de Salomón agregó a las lenguas maternas —el árabe como cotidiana y el hebreo como sagrada— el francés, la lengua franca para el comercio y las relaciones internacionales antes de la primera Gran Guerra. Para ese entonces, Francia ya tenía influencia cultural en la provincia otomana que posteriormente se convertiría en Siria. Pero hay más: el mito familiar señala a Túnez como lugar de origen de la familia que había llegado a Damasco. El mito está ahí, en el imaginario familiar, como anécdota sin detalle alguno, sin fechas y sin rastros, salvo el espectro de una pañoleta roja que usaba por las calles de Damasco un tunecino de apellido Rakak.
Así, el portaviandas, como vestigio, portador de la anacronía, esconde secretos que permiten develar el sentido exiliante de un Elías hijo de Salomón Hamra, que nació en el exilio sin ser exiliado. El portaviandas gime, murmura, habla, rompe el silencio de exilios no enunciados, pero sí transmitidos. El exilio se puede heredar sin necesidad de ser un exiliado. El ser exiliante alimenta su paso por el espacio exiliar, su pasaje por el exilio, desvelando el anacronismo que genera su actividad trapera. El objeto souvenir inanimado activa el recuerdo, la memoria, y con ello, su paso por el exilio.
Aquí hay un portaviandas que permite alumbrar lo no-pronunciado, la oscuridad del silencio. Desde la insuficiencia, el ser exiliante se presta del objeto para sumergirse cual trapero en la penumbra del pasado no-vivido, pero ya-comenzado, hacia su propia autobiografía radical.
Bibliografía
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*Este ensayo es un avance de mi proyecto de investigación para obtener el Doctorado en 17, Instituto de Estudios Críticos, bajo la tutoría de Iván Ruiz.
[1] Theodor W. Adorno, “No hay que acordarse de ellos”, en Minima Moralia. Reflexiones desde la vida dañada, Obra Completa 4. Akal, Madrid, 2006, p. 52.
[2] La espera de quien guarda un secreto, el anhelo de deshacerse de él, de resistir al olvido.
[3] Ver el testimonio que escribí en 2009 sobre el primer coloquio de 17, Instituto de Estudios Críticos en el que participé: “Salir de la camisa de fuerza”, en Testimonios, Séptimo Coloquio, Por una teoría crítica en castellano, pensamiento, lenguaje y digitalidad. 17, Instituto de Estudios Críticos, Ciudad de México, 2010, pp. 23-28.
[4] Antonio Prete, Tratado de la Lejanía. Pre-Textos, Valencia, 2010, p. 126.
[5] Jacques Hassoun, Los contrabandistas de la memoria, Silvia Fendrik (trad.). Ediciones de la Flor, Buenos Aires, 1996, p. 27.
[6] El trapero es una figura que retoma Walter Benjamin para conceptualizar la capacidad del historiador para crear montajes con miradas particulares con “desechos”. El trapero es un ropavejero, un pepenador. Al prologar Los empleados de Siegfried Kracauer, Benjamin describe al autor como un solitario: “Si queremos imaginárnoslo tal como es, en la soledad de su oficio y su obra, veremos a un trapero que, en la alborada, junta con su bastón los trapos discursivos y los jirones lingüísticos a fin de arrojarlos en su carro quejoso y terco”, Walter Benjamin, “Prólogo: Sobre la politización de los intelectuales”, en Los empleados, Sigfried Kracauer, Miguel Vedda (trad.). Gedisa, Barcelona, 2008, pp. 30-31.
[7] Gilles Deleuze define a los nómadas como “gente que no viaja. Los que viajan son los emigrantes; puede haber gente enormemente respetable que se ve obligada a viajar: los exiliados, los emigrantes —se trata de un tipo de viaje que no tiene nada de gracioso, porque son viajes sagrados, viajes forzados (…). Pero los nómadas viajan poco, vaya. Por el contrario, los nómadas permanecen literalmente inmóviles, es decir, todos los especialistas en los nómadas lo dicen: no lo hacen porque no quieren irse, porque se aferran a la tierra, se aferran a su tierra. (…) Así, pues, en cierto sentido podemos decir: nada es más inmóvil que un nómada, nadie viaja menos que un nómada… son nómadas porque no quieren irse. Así, pues… por esa razón están tan absolutamente perseguidos”. Entrevista con Claire Parnet, “V de Viaje” en El Abecedario de Gilles Deleuze, mimeo, pp. 163-164.
[8] Amin Maalouf. Orígenes. Alianza Editorial, Madrid, 2010, p. 10.
[9] A principios de 2014 se presentó en la Ciudad de México La Maleta Mexicana, el portafolio perdido con los negativos de los fotógrafos Robert Capa, Gerda Taro y David Seymour en una exposición en el Antiguo Colegio de San Idelfonso bajo el nombre de El Pasado Revelado.
[10] “Solo porque la tradición puede ser también una madrastra, se han podido subjetivar tan apasionadamente los hombres; por esa razón han desarrollado su propiedad más sublime y peligrosa: la capacidad revolucionaria del comenzar por uno mismo contra el-ser-ya-comenzado”. Peter Sloterdijk. Venir al mundo, venir al lenguaje. Lecciones de Frankfurt, Pre-Textos, Valencia, 2006, p. 47.
[11] Ver Georges Didi-Huberman, Ante el tiempo. Historia del arte y anacronismo de las imágenes. Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2011, p. 39. Agradezco profundamente a Iván Ruiz por darme luz sobre este libro que se convirtió en el detonante de mi reflexión sobre el exilio.
[12] El mito es un relato, una explicación particular del mundo, cuyo significado no es eterno y puede cambiar de acuerdo con el contexto cultural, religioso, político, ritual o social en el que se recurre. Los relatos míticos del pasado contribuyen para justificar el discurso y las acciones del presente. Ver en Pauline Schmitt-Pantel, Dioses y diosas de la Grecia antigua explicados a todo el mundo, Rosa Rius Gatell (trad.), Paidós, Barcelona, 2011, p. 40.
[13] Sin contar la tragedia de la guerra total en Siria que estalló tras las protestas de 2011 en el contexto de la llamada “Primavera árabe”.
[14] Amin Maalouf. Identidades asesinas, Alianza Editorial, Madrid, 1999.
[15] Ferdinand de Saussure, Curso de Lingüística General, Losada, Buenos Aires, 2001, p. 41.
[16] Émile Benveniste, “Estructura de la lengua y estructura de la sociedad”, en Problemas de lingüística general II, Siglo XXI, Ciudad de México, 1971, p. 98.
[17] Op. cit., p. 99.
[18] Op. cit., p. 50.
[19] Susana A. C. Rodríguez analiza la obra de Eduardo Atilio Romano (1971, poeta nacido en Salta, Argentina) en “Con el oído puesto en el rumor de los ahogos. A propósito de los pasajes y sus fronteras”, Tópicos del Seminario 17, 2007, p. 57.
[20] Susan Stewart, On Longing. Narratives of the Miniature, the Gigantic, the Souvenir, the Collection. Duke University Press, Durham, 2007, p. 146.
[21] Longing se traduce como añoranza y anhelo. Según la RAE, anhelar: tener ansia o deseo vehemente de conseguir algo. Sería el longing del exiliante. Para el exiliado, añorar: recordar con pena la ausencia, privación o pérdida de alguien o algo muy querido; añoranza, nostalgia.
[22] Stewart, op. cit., p. 135.
[23] “Para Leopardi, el recuerdo no es tanto el movimiento que desde el presente se dirige hacia el pasado, desde la percepción actual hacia el lugar del olvido, desde el objeto hacia la imagen perdida, como, por el contrario, el movimiento que, desde otra imagen, lejana, juvenil y ‘antigua’, hace llegar una apariencia hacia nosotros”. Prete, op. cit., p. 116.
[24] Betty B. Fuks. Freud y la judeidad. La vocación del exilio, Sonia Radaelli (trad.). Siglo XXI, Ciudad de México, 2006, p. 89.
[25] Ibid., 91.
[26] Ibid., 93.
[27] Rodríguez, op. cit., p. 54.
[28] Braidotti señala que para el sujeto “no-unitario” —dividido, en proceso, anudado, rizomático, transicional, nómada—, asuntos de fragmentación, complejidad y multiplicidad se han convertido en conceptos caseros de la teoría crítica. Rosi Braidotti, Nomadic subjects. Embodiment and sexual difference in contemporary feminist theory, Columbia University Press, Nueva York, 2011, p. 5.
[29] Ibid., p. 29.
[30] En Tres escritos en tiempo de guerra de Hanna Arendt, citada por Julia Urabayen, “La comprensión de la identidad y la alteridad en el seno de Europa en la obra de Arendt y Levinás”, en Pensamiento 237, 2007, p. 425. Las cursivas son mías.
[31] Didi-Huberman, op. cit., p. 77.
[32] Al enunciarse respecto a los demás, al adquirir su subjetividad a través de hacerse de un discurso propio, el sujeto se hace de un valor que lo diferencia y asemeja con los demás. En otras palabras, “la instancia del discurso es así constitutiva de todas las coordenadas que definen el sujeto”. Emile Benveniste, “De la subjetividad en el lenguaje”, en Problemas de lingüística general I. Siglo XXI, Ciudad de México, 1971, p. 184.
[33] “Somos de aquí y de allá, de hoy y de ayer. Indefectiblemente (…) En una posición subjetiva en la que nuestros significantes se muestran infectados de eso que yo llamo lengua de contrabando”. Hassoun, op. cit., p. 59.
[34] Jacques Hassoun entiende la transmisión como “la necesidad de asegurar una continuidad en la sucesión de las generaciones”. Op. cit., p. 141.
[35] Ídem.
[36] Dice Hassoun, “transmitir reintroduce la ficción y permite que cada uno, cada generación, partiendo del texto inaugural, se autorice a introducir las variaciones que le permitirán reconocer en lo que ha recibido como herencia, no un depósito sagrado e inalienable, sino una melodía que le es propia. Apropiarse de una narración para hacer de ella un nuevo relato, es tal vez el recorrido que todos estamos convocados a efectuar”. Ibid., p. 178.
[37] Sería el caso, por ejemplo, de palabras del náhuatl que sobreviven a 500 años de español en México; del idish que se integran en el inglés estadounidense; del árabe en el hebreo moderno que se habla en Israel.