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Matar la vida en nombre de la vida

En Barcelona estamos confinados en nuestros domicilios desde el 14 de marzo. Hasta la fecha, llevamos 1 mes y 5 días saliendo únicamente a comprar al supermercado. Se han tomado estas medidas para proteger a los más vulnerables; eso nos dicen. Pero ellos han sido los más damnificados. Por su propio bien (y de paso el nuestro) pero olvidados, una vez más. Los equipos de protección individual (mascarillas y guantes) no han llegado a las residencias de personas mayores y personas con diversidad funcional; tampoco han llegado a las Oficinas de Vida Independiente ni a los asistentes personales. Pero se ha dicho hasta el cansancio que no se olvidaría a los más “débiles”, a nuestros mayores.

Las medidas sanitarias no han tenido en cuenta el impacto social y el coste emocional de su gestión. La insuficiencia del modelo médico hegemónico es evidente en estas circunstancias. La salud no pasa y se juega fuera de la vida, sino en ella, con sus circunstancias, significados y sentidos. Pensar la salud solo en términos orgánicos está alimentando el conflicto social y añadiendo un plus de sufrimiento evitable. La peor parte se la han llevado las instituciones residenciales de personas mayores y personas con diversidad funcional. 12.190 ancianos muertos en residencias, aunque esta cifra seguramente es inferior a la realidad. Hay una auténtica guerra de números más propia de Estados totalitarios que democráticos. Los equipos de protección individual han brillado por su ausencia en estos lugares, más bien no-lugares. Los profesionales han estado angustiados y estresados por no saber si estaban yendo a trabajar con el virus y poniendo en riesgo a un colectivo vulnerable. Se han priorizado ingresos hospitalarios por encima de otros por razón de edad (edadismo, lo llaman), se han negado ventiladores por cuestión de diversidad funcional (eugenesia, lo llamo yo). Es  decir, se ha hecho muy evidente que algunas vidas valen más que otras. La eugenesia emerge de nuevo; y el derecho sigue atado a la violencia porque siempre puede estar amenazado y vulnerado por recortes. El Covid-19 pone en evidencia lo que ya sabíamos: hay vidas dignas de ser lloradas y otras que no lo son.

En las recomendaciones establecidas por la Sociedad Española de Medicina Intensiva, Crítica y Unidades Coronarias (SEMICYUC) para el ingreso en UCI por COVID-19 encontramos lo siguiente:

 

“Se debe valorar el paciente de forma global y no la enfermedad de forma aislada. Ante dos pacientes similares, se debe priorizar a la persona con más años de vida ajustados a la calidad. En personas mayores se debe tener en cuenta la supervivencia libre de discapacidad por encima de la supervivencia aislada. Valorar cuidadosamente el beneficio de ingreso de pacientes con una expectativa de vida inferior a 2 años. Tener en cuenta otros factores como, por ejemplo, personas a cargo del paciente para tomar decisiones maximizando el beneficio del máximo de personas (. . .) Tener en cuenta el valor social de la persona enferma”. 

 

«Cualquier paciente con deterioro cognitivo, por demencia u otras enfermedades degenerativas, no serían subsidiarios de ventilación mecánica invasiva».

 

Vulnerables que justifican las medidas tomadas, pero vulnerados en su derecho a la asistencia. El valor social de las personas sigue midiéndose en parámetros de normalidad y supuesta capacidad. Pero eso sí, paralelamente, rodeados de aplausos y vítores, se emiten en televisión varios triunfos de ancianos que ganaron la “batalla” al virus. En nombre de la protección se ha negado la posibilidad de velar a los muertos, de despedirse de ellos, de visitar a los familiares ingresados en hospitales o en residencias. Por nuestro bien y nuestra protección se nos ha negado no solo la posibilidad de escoger correr riesgos y asumir las consecuencias, sino la posibilidad de responder a la pregunta fundamental por el sentido de la vida. Al contrario, en nombre de la vida se mata a la vida. Por ello, si algo está en juego en todo esto es: ¿cómo definimos la vida?, ¿cómo queremos que sea?, ¿qué sentido tiene y cómo queremos vivir individual y colectivamente? La restricción de lo que es la vida, en nombre de la vida, no es nada nuevo, pero sorprende el inmenso silencio sobre esta cuestión.

En situación de crisis se observa la fragilidad del derecho. La asistencia personal ha sido rápidamente puesta en cuestión: se han retirado gran parte de servicios de ayuda a domicilio, quedando, en distintos municipios, restringidos a las personas con Grado III de dependencia y con menos horas diarias de las que precisan; o suprimiendo tal servicio a las personas con Grado II.

Se ha contrariado la condición de personal esencial de las trabajadoras y trabajadores de apoyo asistencial, eludiendo los derechos recogidos en la Convención Internacional de los Derechos de las Personas con Discapacidad.

Se ha recalcado, por parte del Presidente del Gobierno, del Ministro de Sanidad y del Vicepresidente Segundo, que no se va a dejar a nadie atrás. Pero observamos con preocupación que una vez más el colectivo de personas discriminadas por su diversidad funcional sigue siendo el último y olvidado. A pesar de ser de los más vulnerables y tener más necesidades de apoyo generalizadas (Foro de Vida Independiente y Divertad, España).

Es nuestro deber recordar entonces que ninguna situación, por excepcional que esta sea, justifica la discriminación por motivo de discapacidad de ningún colectivo de personas y que la obligación de respetar los Derechos Humanos permanece vigente y debe ser tenida en cuenta, también en el difícil momento actual (Foro de Vida Independiente y Divertad, España). Pero como nos decía Simone Weil: “El derecho no se sostiene más que a través de un tono de reivindicación; y cuando se adopta ese tono, es porque la fuerza no está lejos, justo detrás, para confirmarlo, porque sin ella sería ridículo” (Weil, 1943). Es por todo ello que cabe plantearse la insuficiencia del derecho. ¿Qué le ocurre a la dignidad cuando caen las condiciones para el derecho? ¿Qué le ocurre a la vida en su conjunto cuando no existen redes de cuidado colectivo, ni espacios para el ejercicio del deber? En definitiva, ¿qué le ocurre a la vida cuando todo lo que la sostiene está devaluado, denostado e invisibilizado? En Barcelona puedes desplazarte para ir a trabajar, pero no puedes desplazarte para ir a cuidar a un familiar si este no dispone de un certificado médico que avale su dependencia. ¿Cuánto tiempo más tenemos que esperar para poner la vida en el centro de nuestra organización social? Sin avales, sin certificados ni requerimientos.

 

19 de abril de 2020, Barcelona