Estamos entrando en la segunda fase del coronavirus en Europa, en la que las sociedades y sus economías comienzan a volver a la normalidad. Sin embargo, las revueltas en Minneapolis y Santiago de Chile han demostrado que la normalidad es un desbalance estructural que la pandemia solo puede exacerbar. Recordemos que el 2019 fue el año de las revueltas, las sublevaciones y las protestas a lo largo y ancho del mundo. En efecto, desde el comienzo de la Primavera Árabe de 2011, hemos visto un acenso del 11% en las revueltas cada año. No es que vivamos en una época de revueltas. Esta sería una descripción un tanto frágil. Estamos viviendo en un mundo en que ya no hay ningún principio hegemónico estable. Sabemos que no hay posibilidad de volver al statu quo del liberalismo. Y los nuevos liderazgos populistas del planeta, de Trump a Bolsonaro, solo han profundizado el surco de la anarquía, mientras que la izquierda convencional ha tomado una ruta que únicamente la lleva al fracaso. En efecto, necesitamos encontrar nuevas formas de existencia, nuevas formas de salida.
Puesto que el tema de nuestra conversación se ha fijado bajo el rótulo “teología, existencia e intelecto” no quisiera discutir el nivel sociólogo de esta “nueva normalidad” que, en realidad, implica una administración del caos. En cambio, me interesa pensar esta segunda fase del régimen del coronavirus como un periodo de la reproducción de “esta vida”. En otras palabras, se impone una modalidad que busca proteger la vida tal y como la concebimos. Pero “esta vida” es la vida que la gente en el 2019 buscó destituir para imaginar otra forma de vida, ya que “esta vida” —la que se encuentra caída en las formas industrializadas de la civilización capitalista— está llegando a su fin.
Uso el término “esta vida” en alusión al reciente libro del célebre filósofo sueco Martin Hägglund, This Life: Secular Faith and Spiritual Freedom (2019), una continuación de su libro previo titulado Radical Atheism (2008) en el que desarrolla una concepción secular de la vida regulada desde lo que él llama el “tiempo de la supervivencia”. Esto es importante, en la medida en que el tiempo de la supervivencia es solo posible en un mundo donde la vida es reducida a la lucha por la sobrevivencia, y donde la muerte, y específicamente la extinción, se vuelve una posibilidad real. Sabemos que la concepción de la vida como lucha por su supervivencia no es algo neutral en tanto que proceso biológico. Aquí se juega una politización del sentido darwinista de la evolución; o mejor, es la identificación de la vida con una dimensión de escasez. La concepción de la vida como régimen de lucha y trabajo para mantener su sobrevivencia, por lo tanto, no es una descripción neutral. Esta es una forma de la existencia humana que solo se explica a partir del modo de producción capitalista propia de la civilización. Esta caída o lapsus no deja ver que sí existe una experiencia de lo que la vida no debe ni puede ser. Sin embargo, tengo que admitir que la reducción de la vida a la sobrevivencia no es un simple proceso ilusorio. Por lo tanto, no es un simple discurso; es un proceso real y un “hecho”. Pero los hechos siempre deben de confrontarse.
Ahora que estamos en una nueva era de la pestilencia, la noción de la vida como supervivencia pareciera confirmarse de la manera más violenta. ¿Qué es nuestro tiempo sino el tiempo de la supervivencia? ¿Cuál es el propósito del confinamiento, o el hecho mismo del regreso paulatino a la normalidad en países como España o Italia, sino defender “esta vida” aquí y ahora? ¿Y qué son las protestas en Minneapolis sino la lucha contra la muerte y el asesinato de vidas inocentes, y por extensión, de “esta vida”? Si el confinamiento es una defensa absoluta de “esta vida”, entonces la vida normalizada no puede vivir sin salario, sin dinero y sin esa civilización industrial que, según los biólogos y los epidemiólogos, generan las enfermedades como el Covid-19. Es por eso que las protestas que queremos no pueden limitarse a una defensa de “esta vida”. Estas protestas son la expresión de una nueva forma de vida, que pudiéramos llamar una forma de vida eterna o de la vida fuera de la vida.
En la teología, la posibilidad de otra forma de vida se ha llamado vida eterna o inmortalidad. Esta vida no es la vida que debe luchar por su supervivencia. Lo que estamos experimentando con las revueltas a nivel planetario es un intento por liberar la vida de su “presentismo”; en otras palabras, liberar la vida de su supervivencia, así como de sus condiciones actuales de existencia. Sin lugar a duda, este es un proceso contradictorio, ya que su movimiento se enfrenta a la “mismidad” de nuestras vidas. Pero esta confrontación también supone el nacimiento de una concepción de vida que es irreductible a la supervivencia. De manera que, en lugar de intentar reproducir “esta vida”, tal vez deberíamos mirar a los signos de otra forma de vida. Y es aquí donde la ciencia debe comprender las señales de la teología. Puesto que la teología como “ciencia de las entidades no-existentes”, como una vez dijo Gilles Deleuze, nos recuerda que la vida no puede ser lo que hoy es. No tenemos que volver a la normalidad de “esta vida”. En efecto, las revueltas que estamos viendo a lo largo de planeta bien pudieran ser el síntoma de que esta “esta vida” ha tocado fondo. El mundo anhela otra forma de vida; una vida que no sea mera supervivencia, y que es en cada caso, una vida fuera de la vida.