Preludio
Se me pide que escriba —es decir que active el pensamiento—acerca de las obras de una pareja de artistas. Esto no debería suponer ningún esfuerzo ya que una gran parte del tiempo lo dedico a leer las producciones culturales de mis contemporáneos, es decir, de aquellos con quienes comparto no solo un espacio geográfico y cultural sino con quienes llevo a cabo la tarea de pensar el mundo en directo.
Pero este presente es un tiempo “raro”. Un momento anómalo de nuestras existencias a nivel planetario. Nos obliga a compartir sin visitarnos, “vernos” sin tocarnos y sin la posibilidad del “acercamiento” que se requiere a la hora de abordar de manera seria el trabajo del artista.
Hace dos meses me encuentro confinada en México y sin posibilidad de regresar a Madrid en donde vivo y en donde también viven los artistas sobre los que voy a escribir.
Lo que desarrollo aquí son pequeñas reflexiones sobre la arqueología de la cotidianidad del artista en el momento de confinamiento. Digamos que son los fragmentos de una meditación personal sobre la relación entre la vida doméstica y la vida laboral bajo estas circunstancias.
El método
Se trata —en una etapa inicial de la creación— de la vía que nos conduce a las cosas soterradas en el tiempo, en la memoria, en las capas más profundas de nuestra corteza cerebral y que son invisibles para una conciencia. ¿Cómo hacerlas visibles? ¿Cómo hacer de ellas algo que habite el mundo de las cosas?
El método inicia con el ejercicio de una observación, es decir un mirar que va mucho más allá de la mirada. Más allá de seguir con los ojos un haz de luz, una sombra o posar los ojos sobre la superficie de la mesa de trabajo, para que algo que nos es cotidiano, es decir, algo que nos resulta invisible, surja y cobre existencia.
La observación llevada a ese punto se hace con todo el cuerpo.
La experiencia ES la que conduce el proceso hacia una “verdad”.
El fenómeno
El fenómeno sería más bien lo cotidiano que hay en todo ello. Lo que pasa todos los días. Lo que pasa cuando no pasa nada. Lo que pasa con esas vidas que fluyen y salen a investigar, a buscar materiales, a pasear, a producir experiencia, a crear.
Quizás uno de los grandes aportes del confinamiento sea cómo este nos obliga a la observación del tiempo interno.
La topografía
Intentar delimitar un terreno con todas las restricciones a las que estamos sometidos hoy resulta un ejercicio de imaginación.
Hacer una suerte de levantamiento requiere de unos criterios nuevos. Por ejemplo con la rutina que proviene de ruta o de rueda: lo que nos echa a andar. Es la rutina la que traza las líneas “topográficas” sobre los terrenos que se transitan a lo largo del día.
La topografía es también la superficie total del fenómeno (lo que fluye), lo cual permite que se expanda aun más.
Este podría ser el esquema topográfico al que nos referimos:
domicilio-estudio (trabajo)-calle-trabajo-estudio (domicilio)
Este esquema es insuficiente para describir la “topografía” por la que transita un artista, por ello más adelante haré una descripción más detallada de cada uno de estos espacios físicos y mentales.
El domicilio
Al no haber separación o total independencia, el límite de estos espacios nos plantea preguntas, nos cuestiona y nos presenta problemas que se deben resolver.
Cuando traspasamos la puerta, el biombo o la cortina que nos separa del mundo público, cuando nos descalzamos y nos vamos despojando de imposiciones y máscaras abandonándonos a la intimidad del amor o del sueño, entonces cumplimos el acto más simple y real de un regreso a nosotros mismos, o incluso más profundo, un regreso al útero, a la separatibilidad protegida de la dispersión que habita la calle.
El domicilio, por su función reflexiva, es la clave que me permite ir más allá, hacia el mundo, en el proyecto cotidiano de “ganarse” la vida y regresar a lo más propio desde cualquier horizonte…
El trabajo
En la actualidad es normal que el mundo del trabajo lo llevemos a cuestas. Por ejemplo, en mi caso, mi mente y mi computadora me acompañan a donde vaya. A diferencia de los artistas que producen “obra” y requieren de un espacio físico que permita el desarrollo de actividades similares a las de un taller artesanal. Lo cual explica, por lo menos en parte, que el espacio que actualmente ocupan haya sido en el pasado una modesta fábrica textil o quizás una pequeña imprenta.
Ellos requieren de un espacio que se pueda dividir y desplegar en diferentes zonas para desarrollar distintos tipos de tareas: la mesa para el dibujo y el trabajo manual, el taller de carpintería, el espacio de armado y de juego, el espacio para el trabajo de escritorio y el rincón de lectura.
La ¿calle?
No sabemos si en un futuro próximo la calle perderá su sentido inicial. Esto es algo que nos preocupa y que altera de manera profunda la distribución espacial y afectiva de nuestras vidas. En el caso que nos ocupa aquí, el de la rutina cotidiana, aunque se vea afectada por la circunstancia, mantiene su importancia como vía de tránsito para la obtención de víveres y provisiones.
En la zona obrera de Madrid en la que Pablo y Julia viven, trabajan y sacan a pasear al perro “Eco” vemos algunos descampados y terrenos baldíos. Pero si nos fijamos bien lo que vemos es un mundo en ruinas… un territorio para ejercitar la arqueología de una modernidad fallida; aunque también podemos ver allí un mundo de posibilidades en el que se construirán nuevos espacios para nuevas realidades de existencia.
Aunque estoy en México, me puedo asomar a todo esto porque acompaño a Pablo —de manera virtual a través de una video llamada— y paseo por esos terrenos asalvajados en medio de las edificaciones de ladrillo. Entramos con el perro en el inmueble, veo la rústica puerta, subo las escaleras. Pablo me indica la puerta del estudio de unos amigos músicos y seguimos subiendo hasta que llegamos a la puerta del “estudio” y veo cómo ha dispuesto en la entrada un lugar para los guantes y las mascarillas necesarios y obligatorios para circular por los espacios públicos.
La calle que conocimos como lugar de libre circulación, como espacio para los medios de transporte, ahora es un territorio en crisis… por el que debemos circular “protegidos”, disfrazados, cubiertos… esto se ha instalado en nuestra cotidianidad no sabemos si “para siempre”.
Una vez dentro paseo por todas las áreas de trabajo y de vida… saludo a Julia, y ella me regresa el saludo, pero procuro no interrumpir su concentración.
La rutina de lo cotidiano
La rutina de lo cotidiano es el regreso a lo consabido, a lo mismo y ese hecho está ligado a la continuidad de la norma y la “legalidad” de las cosas. Visto desde la cualidad temporal, la rutina consiste en una suerte de absorción de la trascendencia del futuro, absorción en una normalidad de un presente continuo que es idéntico a sí. Algo como una caricatura de la eternidad.
A pesar de que la rutina constituye el presente, tampoco puede decirse que no se espera nada del futuro. Espera, pero sin salir al encuentro de lo esperado. Ella, la rutina, también vive de pequeñas postergaciones, quehaceres pendientes —que ahora conocemos con el nombre de procastinación—.
La transgresión
Según Erving Goffman, el acto transgresor consiste en cualquier conducta que sale de un marco social predefinido y descoloca a los otros respecto a sus roles habituales o por los que normalmente deberían reconocerse.
Hechos, gestos, palabras, cosas…
Transgresión es el rescate que hace el artista (aunque no solo él) al re-significar los hechos, los gestos, las palabras y las cosas. La transgresión también se plantea en el binomio de sensatez y locura en el que continuamente oscila el existir en confinamiento de la creación.
Tiempo y sentido
Una arqueología de la experiencia debería abrirnos un camino de reflexión hacia el sentido de algunos de los aspectos más banales de la vida diaria del artista. Sin embargo, al referirnos al tiempo en términos de días, semanas, meses sabemos que la existencia en el tiempo se experimenta de distintas maneras. Es decir, el tiempo transcurre a distintas velocidades, incluso en la rutina de la repetición de la vida cotidiana en el marco estrecho del encierro.
Digamos que existe un tiempo protector, un tiempo de acuerdo, un tiempo reflexivo… y que cada uno tiene, por decirlo de alguna manera “su” sentido y “su” tiempo.
No recuerdo si fue Bachelard quien afirmó que sin la casa el hombre sería un ser disperso. La casa es una unidad de tiempo y de sentido complejo en el que el trabajo se convierte en el lugar de una propia y auténtica disponibilidad para sí mismo que al final termina por convertirse en la vocación por la no-rutina.
Lo cual implica una cierta libertad, pero también en ciertas circunstancias como la de una pandemia puede convertirse en una condena.
El reto sería pensar en el tránsito por la vida cotidiana, ya que la experiencia aspira a ser la reflexión sobre un existir liberado que interroga y nos plantea preguntas, que nos llevará a donde no pensábamos ir, que quizá nos arroje hacia lo que nos gustaría encontrar más allá, esperándonos al final del confinamiento…
Baja California, México
La Bitácora del encierro es un proyecto de la UAM Cuajimalpa