La actual pandemia provocada por el virus Covid-19 representa un desafío inédito para el pensamiento. Los rasgos catastróficos de una crisis sanitaria, que arrastra consigo enormes secuelas económicas, políticas y sociales, exigen una respuesta que permanezca abierta a la contingencia del acontecimiento, es decir, que evite caer en la tentación del cierre sistemático y ordenado de los conceptos. Esta postura no implica una renuncia al análisis riguroso y a la racionalización de las contradicciones que la crisis manifiesta, sino la adopción de una perspectiva consciente de que una posición adecuada de los problemas es más relevante que la reconfortante seguridad de las respuestas. Un planteamiento de este tipo pretende interrogar la crisis a partir de las cuestiones que se desprenden de sí, en lugar de interpretarlas bajo la hermenéutica de las categorías que están a nuestro alcance.
En este sentido, la crisis actual requiere la reactivación de una imaginación filosófica en condiciones de captar lo específico, lo propio de dicha circunstancia, poniéndose a la escucha de las voces de los actores sociales que la protagonizan. Solamente de esta manera resulta posible articular lo nuevo “que tarda en aparecer”, según la formulación gramsciana, y que cada crisis engendra en sí misma como una promesa. Sin embargo, Antonio Gramsci nos advierte también de que es justamente en el claroscuro de la crisis —en esa tensión dialéctica entre el viejo mundo que muere y el nuevo que tarda en nacer— que surgen los monstruos que atormentan el sueño de la razón. Por lo tanto, la crisis necesita de una imaginación filosófica orientada hacia una reflexión crítica sobre una determinada racionalidad política. Se trata de argumentar en favor de una progresiva politización de la teoría, renovando de esta manera las coordenadas de la filosofía práctica.
Si la filosofía desde sus comienzos manifiesta una pulsión intrínseca a ordenar la facticidad de la experiencia, centrando sus esfuerzos en la neutralización del conflicto, visibilizar ese exceso —que reduce la excepción a la norma de lo particular— implica la adopción de una distinta postura teórica, más inclinada a actuar una fenomenología de lo real sin pretensión de dominar sus distintas manifestaciones. No es casualidad que las argumentaciones acerca de la stasis como peste —patología política que fractura el cuerpo social, llevando consigo la disolución interna cosmos y el papel del ser humano en ello— provengan de Tucídides y de la tragedia, pero no se encuentren en los textos clásicos de Platón o de Aristóteles. La peste implica la imposibilidad de la recomposición de un mundo que se ha disuelto y contrarresta la tensión a la unidad por la que aboca la filosofía política. En aquellos tiempos, como en estos, la enfermedad depara una crisis que no tiene remedio, pues rechaza las fórmulas del pronóstico que la filosofía política procura recetar para el desorden de la ciudad.
Un análisis más detenido de la situación actual invita a una consideración atenta de la peculiaridad de las dinámicas y circunstancias que estamos viviendo, para captar los rasgos nuevos que la crisis presenta. Esta crisis, cuyas consecuencias están todavía por conocerse, requiere una interrogación interdisciplinar que supera las posibilidades solipsistas del pensamiento. Sin embargo, apela también a la necesidad de renovar la articulación entre crisis y crítica, a partir del reconocimiento de la imposibilidad de la síntesis, en dirección de una dialéctica que mantenga abiertas las contradicciones y la irreductible polisemia de la experiencia. La inversión del esquema tradicional de la filosofía puede beneficiarse de sugestiones presentes en la (anti)tradición del pensamiento femenino y así ir más allá de una serie de prestaciones intelectuales que pasan el cepillo a contrapelo a la historia reciente.
La apelación al legado de algunas mujeres filósofas que en el siglo pasado han ejercido la tarea de pensar los acontecimientos catastróficos de su época puede resultar de utilidad en el momento presente. Obviamente, no con el fin de reactivar el imaginario biopolítico del siglo xx, sino justamente para desbordar un pensamiento que se coloque exclusivamente en un marco teórico de resistencia. Las filósofas nos enseñan que el ponerse a la escucha de los agentes sociales nos devuelve otra narración sobre los eventos, y constituye un antídoto mucho más poderoso a los dispositivos de opresión, en la medida en que abre un espacio imaginativo con rasgos positivos, generativos y creativos. La postura teórica que se puede derivar del pensamiento femenino tiene la ventaja de proponernos una articulación inédita entre vida y pensamiento.
Al ponerse ellas mismas en la primera línea de los acontecimientos centrales de su época, pensadoras cómo Hannah Arendt, Simone Weil o María Zambrano nos devuelven una mirada ecléctica sobre su tiempo que las coloca en los márgenes de la tradición filosófico-política. De esta manera, la filosofía se transforma en “cosa exclusivamente en acto y práctica”, según la formulación weiliana; en una acción dirigida a pensar lo que queda como impensado por el léxico filosófico-político corriente y que solo puede derivarse de un contacto directo con la experiencia. Al instalarse en la contradicción de lo real, estas filósofas están en condiciones de pensar la facticidad de la existencia. Esta labor creativa, activa, parece tanto más urgente en cuanto la crisis actual necesita ampliar las coordenadas del pensamiento para que su pars destruens, vinculada con la posibilidad de indicar las estrategias de dominio que se insinúan en las grietas de la crisis, no quede desprovista de una pars construens en condiciones de imaginar un escenario futuro distinto de las predicciones más sombrías del presente.