… pero, luego de lo que te acabo de confesar, querido compañero de milicia, debo explicarte que estoy convencido, con perdón de Puercoespín y Perezvón, nuestras almas tutelares, de que el deseo al que aspiro por encima de todo es tener un perro saluki, la única raza aceptada como sagrada en el Islam. El perro que no es perro sino un Regalo de Dios, según el Sagrado Corán. ¿Nos es ajeno acaso el Corán?, te debes estar preguntando en este momento. Seguro lo es para ti. Tú, un inmigrante como tantos otros, que llevan no solo sus miserias sino sus creencias consigo. Luego de haber sido parte de las huestes de Mussolini, estoy seguro de que no crees que lo musulmán forme parte de nuestra cultura, tampoco, obviamente, la teología de los dioses precolombinos, cuyas manifestaciones se me presentan de manera cotidiana en los alrededores del salón de belleza devenido en Moridero que instalé poco después de llegar a México. Estás seguro de eso, de que ni lo musulmán ni lo precolombino es nuestro, a pesar de habitar actualmente en un continente poblado de muertos. En un espacio sin destino definido. En este país de cadáveres donde acabé no solo instalándome para siempre, sino donde incluso puse a funcionar un salón donde la gente llegaba con la esperanza de verse más bella. Te podría decir, es lo que te gustaría escuchar seguramente, que estoy convencido de eso, que no crees en nada que no provenga de la Biblia. Será porque te conozco desde los tiempos en que éramos un par de milicianos. Aunque quizá tengas razón y que igual no nos pertenezca ninguna de las Escrituras Sagradas con las que se rige buena parte de la humanidad. Debemos entonces ser humildes, agachar las cabezas y aceptar que habitamos un continente donde no existen más ni la Palabra, ni los libros tutelares, ni los Códices, ni las intrincadas e inexpugnables escrituras atávicas de las civilizaciones del Sur, ni las nuevas interpretaciones, llevadas a cabo muchas veces por los innumerables evangelistas que tocan una y otra vez la puerta del salón de belleza convertido en moridero. Nada que otorgue sentido a la infinita cantidad de muertes absurdas de las que estamos rodeados, vivos habitando sobre los muertos, muertos sobre los vivos, muertos enterrando a sus propios muertos, muertos desenterrando a sus muertos. Ojalá, lo deseo de todo corazón, que alguna vez pueda obtener un saluki, como te informé, el perro sagrado del Islam. Me preocupa tanto la forma de conseguirlo como saber si estoy en condiciones de criarlo. Se trata de perros delicados, que necesitan un espacio amplio para correr y desarrollarse de manera adecuada. No creo que el lugar de muertos donde habito, donde ya nadie cree en Escritura Sagrada alguna, sea el espacio propicio para verlo crecer. A principios de este Ramadán, es decir durante el mes entrante, contaremos con la visita de la sheika Fariha, la líder espiritual de la orden sufí a la que pertenecemos tanto yo como el joven Alí, el ayudante en la mezquita del que te hablé, quien está muy entusiasmado con la posibilidad de ver por primera vez a una sheika. El joven Alí no la conoce, nunca ha visto a la Sheika Fariha. Se trata de un novicio que acaba de ingresar a la orden. Sé que precisamente por eso, por ser un principiante, te causa asombro esa inquietud que sabes siento cuando él se me acerca físicamente más de la cuenta. ¿Crees que sea pertinente contarle acerca de las verdaderas razones de la sheika para realizar esta visita? ¿Crees que sea pertinente decirle asimismo que no solo soy un autor de libros sino portador de las Nuevas Escrituras, que es el tema que deseo tratemos ahora? Debo contarte, querido compañero de milicia, que he reunido a un grupo de personas, académicos principalmente, para que discutamos, en medio de tanto desconcierto, la posibilidad de la aparición de nuevas escrituras. Una escritura no solo acorde al siglo en que habitamos, sino una que dialogue de manera armoniosa con la cultura que nos precede. Estoy seguro de que la sheika Fariha aparecerá vestida con prendas suntuosas. Colgarán abalorios de su cuerpo. Me repetirá, al verme entrar en actitud humilde al centro de oración, el presentimiento ya expresado de que el próximo Ramadán portará un saluki para mí. La vez que me lo dijo aclaró que me lo otorgará el Ramadán y no su persona. No le creí. Entre otros asuntos, porque no puedo imaginar cómo el Ramadán, un periodo de abstinencia e iluminación, que además consideras ajeno a nuestras costumbres, pueda ofrendar un ejemplar de esa naturaleza. Pensé que quizá me estaba informando que yo encontraría alguno perdido en la calle. O es probable que me estuviese sugiriendo que lo podría hallar al lado de mi alfombra de oración, después de mis postraciones matutinas a partir de las cuales rezo con dirección a la Meca. Las Antiguas y Nuevas Escrituras suelen hallarse en los lugares más insólitos, diría antes de alejarse de mi persona. Al levantarme esta mañana, junto a los perros Puercoespín y Perezvón, le empecé a dar de comer a los internos en el salón, a los enfermos que mantengo en este lugar que alguna vez estuvo destinado a la belleza. Esta mañana casi todo se me presentó como fuera de lo real. Pensé que quizá la sheika Fariha haría todo lo posible por conseguirme un ejemplar entre sus conocidos. Suponía que se trataría de un cachorro de saluki y no de un perro adulto. Como muchos deben saber, el saluki es el perro de los beduinos del desierto. Es un can de arena, cazador por excelencia. Un animal que no desentierra muertos con las uñas, como sentenció Mohammed al otorgarle la condición de dádiva divina. Cuando los demás perros intentaron profanar su tumba, los compañeros del Profeta los eliminaron con el filo de sus espadas. La totalidad de los cientos de canes existentes en los alrededores de la Meca y Medina quedaron inertes y sangrantes formando montañas inmensas de cuerpos que hubo necesidad de incinerar, de enterrar en fosas clandestinas, anónimas. Perros que se tuvo la orden de desaparecer para supuestamente arrojar luego las cenizas a las aguas de un río. Carne de perro que fue llevada a los hornos crematorios con los que cuentan los cuarteles militares. Perros asesinados como perros. Por una orden superior, no escrita en ningún libro sagrado ya que la Escritura Actual ha dejado de existir. Abel García Hernández. Abelardo Vázquez Periten. Adán Abraján de la Cruz. Alexander Mora Venancio. Ambrosio Martínez Rodríguez. Antonio Santana Maestro. Benjamín Acergo Bautista. Benjamín Ascencio Bautista. Carlos Iván Ramírez Villarreal. Carlos Lorenzo Hernández Muñoz. César Manuel González Hernández. Christian Alfonso Rodríguez Telumbre. Christian Tomás Colón Garnica. Cirino Tejeda Meza. Cutberto Ortiz Ramos. Daniel Gerardo Cantú Morales. Doriam González Parral. Eduardo Ayafredh Sebastián Salgado. Emiliano Alen Gaspar de la Cruz. Everardo Rodríguez Bello. Felipe Arnulfo Rosas. Giovanni Galindes Guerrero. Israel Caballero Sánchez. Israel Jacinto Lugardo. Jazziel Ramírez Sánchez. Jesús Jovany Rodríguez Tlatempa. Jonás Trujillo González. Jonathan Maldonado Hernández. Jorge Álvarez Nava. Jorge Aníbal Cruz Mendoza. Jorge Antonio Tizapa Legideño. Jorge Luis González Parral. José Ángel Campos Cantor. José Ángel Navarrete González. José Eduardo Bartolo Tlatempa. José Luis Luna Torres. Jhosivani Guerrero de la Cruz. Julio César López Patolzin. Julio César Ramírez Nava. Julio César Velázquez Alonso. Leonel Castro Abarca. Luis Ángel Abarca Carrillo. Luis Ángel Francisco Arzola. Camilo Catrillanca. Los muertos formando una misma masa. Hoy, como las Nuevas Escrituras de las que pretendo hablarte, los saluki son casi imposibles de conseguir. Los huesos de los muertos clandestinos siguen estando presentes a mi alrededor. Traspasan cualquier Escritura, sagrada o no. Clásica o contemporánea. Para obtener un saluki generalmente hay que emprender largos viajes a Medio Oriente. Aventurarse en complicadas búsquedas, infructuosas la mayor parte de las veces pues un beduino del desierto en muy contadas ocasiones se deshace de alguno de sus perros. Sin embargo, ignoro el motivo por el que llegué a confiar de manera total en la palabra de la sheika Fariha, cuando afirmaba que el próximo Ramadán me traería uno de ellos. Luego de afirmarlo me dijo que ya estaba bien de sufrimientos. Que de ahora en adelante el Ramadán me traería dicha tras dicha. Comenzaría no con la llegada del perro que no es perro, sino con la aparición de una escritura propia. Con un don del que parecen gozar los nómades del desierto. Sin la ayuda de esos animales, la hambruna y la violencia serían más frecuentes aun, la misma que obliga a ingentes cantidades de personas a huir de sí mismos a través de desesperados desplazamientos. Como lo sabes, los ágiles salukis son cazadores natos, no como Puercoespín y Perezvón, los perros que nos acompañan desde los tiempos de Mussolini, que están hechos para el pastoreo. Más de un vez, el propio Profeta Mohammed afirmó que un beduino sin un buen saluki a su lado, un tipo de escritura, podía considerarse hombre muerto. En el siguiente Ramadán yo debía olvidar mis preocupaciones frecuentes. No hacer caso excesivo a los huéspedes, a los enfermos a punto de morir que mantengo en el salón de belleza. Dejar que Puercoespín y Perezvón entren y salgan a su libre albedrío. Olvidar en lo posible un viaje que emprendí en cierta ocasión en busca de los restos de un niño asesino, cuyos compañeros de prisión eliminaron luego de ver a su gato muerto en el horno de la cárcel. Me aparecen todo el tiempo en la memoria los años en que fuimos milicianos. Las calles regadas de cadáveres luego de los bombardeos finales que acabaron con nuestra ciudad. Olvidar nuestros dedos destrozados en la superficie de un yunque con la intención de hacernos pasar como víctimas y, de esa manera, lograr huir a esos países americanos, cargados de violencia, que nos asignaron como lugar de residencia definitiva. Saber que nuestras madres se entregaban de manera fácil a quien se los propusiera es algo que nos debería ya dejar de preocupar. Dejar atrás el horror que significó no volver a vernos jamás, a pesar de que me perdonaste haber alimentado más de la cuenta a un soldado extranjero a tus espaldas. No reparar en los cientos de muertos que me rodean, no solo los cuerpos camino a la desaparición de los huéspedes que mantengo a mi cargo, sino aquellos que habitan las fosas clandestinas que no acaban nunca de desaparecer. Debe consolarme saber que disfrutas más de la cuenta cuando te detienes para comprar las flores y los sándalos y las varitas de hojas de té de limón que ofreces algunas noches, al lado del joven Alí, a los creyentes. Al costado de aquel joven que, mientras el agua hierve, sientas cerca para contarle la experiencia por la que tuviste que atravesar en busca del cadáver de un niño asesino. Tu relato no transcurre en un tiempo definido. Esa agua que se ha puesto al fuego para el té de los fieles parece no hervir jamás. Parecen ser los tiempos necesarios para que aparezca de la nada una serie de letras que formulen frases que den las respuestas presentes en los Libros Sagrados. En los Códices, en los quipus, en ciertos pasajes del Popol Vuh. Ningún lenguaje actual está preparado para expresar la desgracia de la que somos víctimas. Las palabras están incapacitadas para dar cuenta de lo que sucede a nuestro alrededor. De nosotros. Para dar cuenta de nuestro horror interno al momento de enfrentarnos a los cientos de cadáveres anónimos con los que debemos convivir. ¿Dónde están los Muertos conocidos? ¿Dónde los desconocidos? Letras aparecidas de la nada me llevaron a escribir mi primer libro. Las mismas con las que comienza la descripción de un espacio donde aparecen peces atrapados en un acuario, suspendidos en un entorno artificial que poco tiene que ver con el lugar físico donde la pecera se encuentra situada. El acuario estaba colocado sobre un muro que dividía en dos el galpón donde duermo. La tienda de peces quedaba a pocas cuadras. En una esquina. En ese entonces mantenía todavía en el galpón algunos peces dorados. Los tradicionales. Peces que daban la impresión de sentirse coautores del libro. En realidad lo fueron. Los peces de colores adquiridos en un negocio situado en una esquina fueron precisamente los que inspiraron la aparición de estos otros peces, muertos todos. El trabajo con esos peces moribundos fue quizá una de las maneras que hallé para escapar de la culpa que me produce tanto escribir como no hacerlo. Aunque sabes que eso es imposible. No puede ser real que alguien como nosotros dos, que apenas si aprendimos a leer y a escribir, experimentemos una culpa como aquella. Porque sabes bien que no hemos recibido ninguna educación. Apenas nos enseñaron las letras básicas y algunos pasajes de la Biblia allí, en el propio regimiento de asesinos al que pertenecíamos. Porque eso era nuestro batallón: un regimiento de asesinos. Solo ahora, luego del tiempo transcurrido, lo advierto. En ese entonces creíamos que estábamos inmersos en otra dinámica. Quizá la presencia constante de Puercoespin y Perezvón nos llevo a mantener tal certeza. Recuerdo ahora claramente ciertas noches en mi cama, la de mi casa en la Ciudad de México, envuelto en un edredón de plumas, donde experimentaba la engañosa sensación de encontrarme protegido, tanto de mi propia escritura como de las imágenes de matanzas sistemáticas de perros, de figuras de mezquitas de Oriente y de Occidente, de niños asesinando a otros niños en los pueblos de los Andes, del altiplano mexicano. Experimentando escenas en las que Dioses precolombinos devoran a otros Dioses, a otros seres humanos, uno tras otro, escenas de Puercoespín y Perezvón yendo a la caza de una paloma que comía los restos que dejaban los viandantes luego de desayunar. Más de una vez he escuchado decir, proveniente de tierras lejanas, menos mal, que yo usaba un garfio en vez de mi mano derecha, que lo utilizaba principalmente como propaganda para vender los libros que iba escribiendo. En momentos así, en los que recuerdo sucesos de ese tipo, me suelen venir a la mente, con una fuerza mayor a la usual, las peripecias que protagonizamos juntos. La vez que acudimos al taller del herrero para que nos fuera dañando los dedos de nuestras manos extendidas. El largo viaje en una pequeña embarcación con el fin de recobrar los restos mortales de un presidiario. Me consuela contar con la presencia de Puercoespín y Perezvón. Que me acompañen ahora que estoy en pleno proceso de recomposición después de sufrir la pérdida imaginaria de un brazo, el cual arrojé a las aguas de un río como se supone fueron desechadas las cenizas de los perros masacrados. Puercoespín y Perezvón velan por alguien que carga todo el tiempo consigo un imaginario de seres deformes, torturados, vendedores de libros a causa del garfio que utilizan en lugar de mano, que se supone son parte de mis propias escrituras. Sé que te es difícil imaginar algo así, como a mí me es casi imposible verte convertido en un monje de bajo perfil que siente temor ante la cercanía de un simple novicio, el joven Alí, a quien sentaste a tu lado para contarle acerca de un viaje imaginario, aquel en busca del cadáver de un niño que mataba niños. Supongo que tampoco puedes creer que yo represento las Nuevas Escrituras. Que diga, como si tal cosa, que la Nueva Escritura soy yo. Alguien que intenta, al menos, y eso lo saben bien tanto los peces de los acuarios que mantengo, como Puercoespín y Perezvón, los perros que toda la vida me han acompañado, erigirse como el poseedor de ese don. Una escritura que dé cuenta que las artes son un espacio en constante movimiento, y que me puedan explicar mi razón de ser en la barbarie del mundo. Letras que sean capaces de definirme como autor y como una persona inmersa en la tragedia. No lo sabes, estoy seguro, pero curiosamente los protagonistas de mi último libro se sienten satisfechos con la obra donde se ven representados. Creo que quedan mal librados, pero dan la impresión de no advertirlo. Quizá son bastante ingenuos. Cuando los visité por primera vez, vi a la esposa rodeada de perros saluki. Ignoraba que la pareja tuviera afición por esa raza. Para mi sorpresa, la mujer me dijo que yo fui el propulsor de aquel interés. No deja de ser cierto. Desde hace muchos años he sido uno de los encargados de difundir, a pesar de no haber poseído nunca un ejemplar, la historia mística que los acompaña. He divulgado, además, que son animales higiénicos. La mujer me hizo subir al segundo piso. Tuve la precaución de dejar a Puercoespín y a Perezvón atados en la calle, de la misma forma como me suelen esperar durante mis visitas a la mezquita. El marido se encontraba acostado en la cama. Me quedé en el umbral y desde allí lo escuché elogiar no el libro donde aparecen como personajes, sino mi quehacer de escritura en general. Sé que tienes conciencia de que todo lo que te voy contando es mentira. Que no creo en los Libros Sagrados, ni en los occidentales ni en los propios de la región que habitamos. Que no soy escritor, algo imposible de considerarme, principalmente porque nunca he recibido educación formal alguna. Soy, eso sí, un estilista que decoró un salón situado en una zona marginal con infinidad de peces de colores. Escribo solo para olvidar, para no recordar entre otros asuntos, los años que vivimos uno al lado del otro sufriendo la derrota bélica más atroz. Para no acordarme de mis falsas visitas a la mezquita. Para dejar en el olvido mi oficio habitual. La mujer de pronto me preguntó por las nuevas noticias que podían portar los saluki. Le contesté que habían encontrado ya el eslabón perdido de esa raza, cuyo gen estaría aún latente y dispuesto a aparecer por generación espontánea en el momento menos pensado. Se supone que ese gen daría como resultado ejemplares del tamaño de un caballo. Vivo esperanzado en que surja por generación espontánea, de la misma forma como anhelo que la famosa Nueva Escritura aparezca en el momento menos pensado. Se trataría, como dije, de un perro de un tamaño mayor al de un caballo. Casi como un camello del desierto. O quizás aparecería como su contrario, minúsculo como lo es un pez de colores. Aquellos que conozco bien, que saben escribir y crear relatos de una belleza impresionante. Un poblador de cierta zona rural me dijo en una ocasión que había sido testigo de la presencia de un ejemplar de saluki gigante, que había crecido y crecido hasta morir cuando, se suponía, no había alcanzado aún su talla máxima. Murió antes de desarrollarse por completo. El poblador añadió que no había sido el primero en nacer en la región, sino que los lugareños siempre mataban a los cachorros en los que preveían, al mirarlos por primera vez, la predisposición a contener un gen semejante. Cuando acabé el relato, el marido ya estaba dormido. Se encontraba boca arriba y tenía mi libro sobre el pecho. Antes de irme de esa casa, la mujer me informó que preferían a mi obra la del escritor checo Bohumil Hrabal, quien acababa de caer de la cornisa de una ventana del asilo donde estaba recluido por tratar de darle de comer a un grupo de palomas. Al escuchar esas palabras tuve la certeza de que es terrible saber que no hay una forma convencional para expresar lo que aparece como un monstruo, una sombra en la vida: la escritura que se ha llevado a cabo a lo largo de la existencia. He desconocido siempre el momento exacto en que la ansiedad por escribir —ciega, boba, sin un sentido definido más que el de practicar la escritura por el simple hecho de llevarla a cabo— pasó a formar eso que algunos llaman lo literario, lo que de cierta manera permite que alguien que escribe pueda ser clasificado, archivado, entendido dentro de cierto orden, asunto que acaba por sepultarlo dentro de una certeza falsa. Lo cierto es que, como te lo dije, estimado compañero de milicia, yo no cuento con memoria en relación a mi propio trabajo. Menos aun con un concepto definido. Creo más bien que las escrituras deben existir para ser olvidadas al instante. Aquello, el olvido, quizá sea su razón de ser. Poner en práctica algo así como El Sello Escritural de la No Memoria. Un ejercicio semejante se presenta más absurdo aun que el afán por recuperar los restos mortales de un niño asesino, o de explicar a un joven aspirante a místico aspectos de tu pasado mientras el agua de los fieles está a punto de hervir. A acciones que llevan el olvido como marca de origen. En ese orden me gustaría colocar al soldado que alimenté a tus espaldas, la tienda donde adquirí los peces de colores para mi salón, la acción de los perros Puercoespín y Perezvón al cazar una paloma. Compañero de milicia, la única manera con la que cuento para darme una idea de lo que pueden significar las Nuevas Escrituras es colocando mi propio trabajo, del cual casi no recuerdo nada, como punto de referencia. Algún texto de T. S. Eliot quizás ahora tenga lugar. ¿Lo he mencionado antes en algún espacio? Házmelo recordar, incluso ahora que sé te encuentras abstraído al lado del joven Alí mientras esperan que hierva el agua del té. “He cometido fornicación, pero fue en otro país y además la mujer ya está muerta”. Curioso que aparezca en este momento un fragmento de este orden. En el libro de Eliot no se explican las razones de la fornicación, la extranjería ni la muerte de la mujer. Extranjeras y extrañas a nuestras culturas como la Santa Biblia y el Sagrado Corán. Como el mismo T. S. Eliot. En ese momento se presenta, querido compañero de milicia, el momento exacto en que un niño musulmán latinoamericano relata un sueño. Aquel donde va a recibir por parte de la sheika un perro saluki. También, aunque no te lo haya mencionado en su momento, una pecera transparente. El libro de los muertos. Homenajes secretos. Conversaciones absurdas con Juan Carlos Onetti, Felisberto Hernández, Marosa di Giorgio. Se acumula el viaje con Fowgill a Montevideo, el epígrafe de mi primer libro, la idea de una ciudad atrapada en su propio tiempo, la realidad que retrata José María Arguedas. Un monstruo que solo es posible soportar si no se le recuerda de manera intensa o si se le deja descansar en una especie de existencia acuosa. Ahora que tenemos las manos con los dedos destrozados. Yo en México y tú en Argentina, con la misión de tener todo preparado los jueves para la llegada de los fieles de la orden mística de la que formamos parte. Aunque, como también lo has de saber, tengo el deber de escribir. Repudio, ignorancia y necesidad, es lo único que nos queda luego rechazar los Libros Sagrados. Constantes, extremos, cambiantes, cuyos opuestos suelen presentarse de manera simultánea. Te imagino llegando puntualmente a la mezquita acompañado de Puercoespín y de Perezvón. Por eso comprendo que te sea difícil entender cuando te cuento que mi manera de trabajar no es como la de los demás. Mi estudio, aquel donde he inventado la existencia de un salón decorado con peces, se convierte cada cierto tiempo en un espacio donde llevo a la práctica un ejercicio vacío. Coloco sobre una superficie blanca una palabra detrás de otra. En cambio tú, antiguo compañero de milicia, llevas a cabo una vida normal, que encuentra algo cercano a la felicidad cuando se sienta al lado del joven Alí, desde donde le cuentas acerca del rescate del cuerpo muerto de un niño asesino mientras hierve el agua del té de los creyentes. Pero debo decirte, mientras sé que piensas en el tiempo que pueden pasar Puercoespín y Perezvón atados a un árbol cercano al centro de oración, poco se habla en nuestras no escrituras, ni nuevas ni clásicas, acerca de los silencios. El único enmudecimiento importante parece ser el que guardamos tú y yo durante todos estos años, en los que no nos comunicamos en lo más mínimo. Cuando fuimos separados en un puerto de Europa, luego de la caída de nuestro líder Mussolini, hacia destinos diferentes. Me llama también la atención el silencio que guardó la pareja de esposos, la que poseía los salukis, con relación a su aparición en la última obra que he publicado. Deben haberse quedado callados porque no suelo tener control sobre las cosas que voy escribiendo. Desconfío todo el tiempo de las palabras. De la existencia de canes que pueden alcanzar la altura de un camello. Tampoco confío en las palabras de mis hermanos de orden mística cuando afirman que viven el paraíso en la tierra. Lo musulmán es solo un camino por el que debe pasar el sufí, no la meta que debe alcanzar. Un poco como las palabras y las escrituras, un vehículo y no un fin en sí mismo. Musulmanes somos todos, afirman algunos místicos por allí. El sufí busca lo místico presente en lo cotidiano. En lo concreto. Su búsqueda tiene que ir, por obligación, más allá de todos los límites. Entre otras actividades fuera de orden, debo contarte que los sufíes, aparte de dejar arreglado los jueves el centro de oración, llevamos a cabo una serie de prácticas que nos conducen a caer en un éxtasis tal que nos permite vislumbrar el pasado espiritual que todos nosotros hemos perdido. Es por eso que los peores enemigos de los sufíes somos los propios musulmanes. Los santos, los mártires del sufismo, han caído casi siempre en las interpretaciones que cada grupo ha pretendido darle al Corán. No hay más libros Sagrados. Ni Torás, ni Biblias, ni Coranes, ni Códices, ni Popol Vuh, ni extrañas cuerdas atadas con nudos como forma de comunicación. Algo similar a lo que ocurre con las escrituras de todos los tiempos. Sus peores enemigos son precisamente los que ejercen la escritura. Para darte un ejemplo, querido compañero de milicia, el santo Mansur Al-Hallaj fue torturado hasta la muerte por afirmar “Yo Soy la Verdad, Yo Soy Dios”. De la misma forma como sería ejecutado un escritor de nuestros tiempos que se atreviera a dar una charla pública, rodeado de académicos como hoy, titulada “Yo Soy las Nuevas Escrituras”. Y ya que te encuentras a la distancia, me permito decirte, aquí con Perezvón acostado a mi lado y rodeado de decenas de cadáveres. No hay objetivo. Perdón, sí: hacer un libro. Todo no es más que una impostura. La descripción de los salukis. Nuestro pasado como integrantes de los Camisas Negras. El niño asesino del cual debiste hacerte cargo realizando una improbable travesía a los mares del Sur. Puercoespín y Perezvón. La muerte de Bohumil Hrabal. El filósofo travesti, atacado por una esclerosis múltiple, quien me contó casi al final de su vida que una de sus pesadillas de infancia había sido precisamente acabar sus días atrapado dentro de su propio cuerpo. Ese filósofo, quien me visitaba en el salón de belleza que instalé poco después de llegar a este país, México, plagado de muertos, se llamaba Giuseppe Campuzano. Las historias, los personajes, las repeticiones. Todo una falsedad, un pretexto, el susurro de Rulfo, la sorpresa de Elizondo, una excusa para seguir haciendo lo único que debe ser practicado de manera ininterrumpida: escribir. ¿Qué pueden ser las Escrituras Propias del Siglo XXI?, sería una pregunta plausible. Nada que tenga que ver, entre otras cosas, con la llegada de siglo alguno. Quizá, como lo afirmó T. S. Eliot, quizá tenga alguna relación con el hecho de fornicar en otro país con personas ya muertas. O con esperar que el próximo Ramadán nos otorgue el saluki de los beduinos del desierto. Que nos traiga, tanto a ti como a mí, para desesperación de Puercoespín y de Perezvón, el perro que no es perro. Es posible también que cada pez dorado que nade de manera majestuosa sea la representación de la palabra propia. Una palabra que nunca podrá ser plena mientras carguemos con los perros que deambulan buscando sepultura por el mundo. Abel García Hernández. Abelardo Vázquez Periten. Adán Abrajaán de la Cruz. Alexander Mora Venancio. Ambrosio Martínez Rodríguez. Antonio Santana Maestro. Benjamín Acergo Bautista. Benjamín Ascencio Bautista. Carlos Iván Ramírez Villarreal. Carlos Lorenzo Hernández Muñoz. César Manuel González Hernández. Christian Alfonso Rodríguez Telumbre. Christian Tomás Colón Garnica. Cirino Tejeda Meza. Cutberto Ortiz Ramos. Daniel Gerardo Cantú Morales. Doriam González Parral. Eduardo Ayafredh Sebastián Salgado. Emiliano Alen Gaspar de la Cruz. Everardo Rodríguez Bello. Felipe Arnulfo Rosas. Giovanni Galindes Guerrero. Israel Caballero Sánchez. Israel Jacinto Lugardo. Jazziel Ramírez Sánchez. Jesús Jovany Rodríguez Tlatempa. Jonás Trujillo González. Jonathan Maldonado Hernández. Jorge Álvarez Nava. Jorge Aníbal Cruz Mendoza. Jorge Antonio Tizapa Legideño. Jorge Luis González Parral. José Ángel Campos Cantor. José Ángel Navarrete González. José Eduardo Bartolo Tlatempa. José Luis Luna Torres. Jhosivani Guerrero de la Cruz. Julio César López Patolzin. Julio César Ramírez Nava. Julio César Velázquez Alonso. Leonel Castro Abarca. Luis Ángel Abarca Carrillo. Luis Ángel Francisco Arzola. Camilo Catrillanca. Una escritura innombrable, inasible, fugaz, transparente, como se le presenta el paso del tiempo a un derviche mientras se encuentra en pleno trance del giro. La Escritura del Siglo XXI soy yo, puede decir cualquiera que decida tomar de pronto un lápiz y un papel con la intención de colocar un rasgo, una letra, una rúbrica, algo que dé cuenta de su acción. De un movimiento que no sea otro, sino simplemente el de dejar estampado sobre una superficie su paso por el mundo.