Exceso de ansiedad
Alguna vez escuché que la ansiedad es un exceso de futuro. Y que la depresión era un exceso de pasado. Lo confirmo. Ahora más que nunca. Miro la televisión. Reviso las redes sociales. Miro el teléfono. Miro por la ventana. Sigue la incertidumbre. Me siento como en una guerra invisible, que es mucho mejor que las que encuentras en Netflix o en YouTube o en cualquier plataforma. Mueren miles de personas en las calles. Un virus de origen aparentemente chino vino a matar a todos. Mata sin piedad. Su arma es letal, no da respiro (los pulmones se hacen polvo), ataca por dentro; desde la carne, desde los huesos, te hiere, te golpea los riñones, el hígado, el estómago como si fuera un renovado Bruce Lee de golpes perfectos, directos al centro, donde más duele.
En las calles de Guayaquil hay de todo: cadáveres en las calles, cuerpos tirados en la basura, una mujer sin vida bajo un parasol para que no le den tantos rayos de luz, cuerpos bajo fuego, ataúdes de cartón, cuerpos que no aparecen y que no aparecerán nunca, recipientes con cenizas de personas equivocadas, recipientes de cenizas de personas que todavía no han muerto, recipientes de cenizas de personas ya muertas, cuerpos sin identidades y perdidos dentro de las morgues o de los hospitales, cuerpos de niños, cuerpos de ancianos, cuerpos de mujeres, de mujeres embarazadas, cuerpos de doctores sin pulmones, cuerpos de policías, cuerpos de militares, cuerpos…
…y yo en mi casa, escondido, con algo de fruta, agua, papel higiénico, con lo necesario para resistir. Alguna vez escuché a un amigo que me decía que estaba resistiendo (se refería a las tantas crisis económicas que nos azotan desde siempre) y yo le dije: “Resiste, aunque lo peor todavía no ha venido” y llegó y destruyó todo como si fuera un gran monstruo de mil cabezas demoliendo todo a su paso. Como si fuera el más feroz de los dinosaurios. El más cruel de los asesinos. Lo peor de todo es que nos tomó por sorpresa, a veces creo que estábamos dormidos o soñando con algo lindo y llegó la pesadilla más cruel.
Los días son eternos
Tuvimos que escondernos entre cuatro paredes. Escondernos del mundo. Escondernos de nosotros mismos. Ya no nos miramos al espejo. Ya no tenemos ojos, son un par de adornos más que por ahora no sirve. Son como relojes de lujo o aretes de orejas sin hueco. Engordamos poco a poco. O adelgazamos poco a poco, depende del metabolismo y de la ansiedad de cada uno. No dormimos desde entonces. El día, la noche y la madrugada es uno solo. Un día interminable de dar vueltas en la casa o en la cama, pensando en el más allá, en el más acá. Los minutos son como gotas que caen en una cabeza calva que lo van destrozando de a poco. Lo pelan como naranja. Lo descuartizan como a un pequeño cerdo. Vamos muriendo de a poco, muy lentamente.
Semáforo en amarillo
Ayer, la alcaldesa de Guayaquil, la abogada Cynthia Viteri, autorizó que la ciudad, la más grande de Ecuador, cambiara de color. Estuvimos hasta hoy en semáforo rojo. Aunque la gran mayoría de las personas ya estaba en color amarillo o verde. La gran pregunta que se hacen los guayaquileños: ¿morir de Covid-19 o morir de hambre? Estamos entra la espada y la pared. Mientras el debate siga generando opiniones que se contraponen todo el tiempo, yo sigo mirando por la ventana. Veo pasar por la calle a vendedores de frutas, de verduras, de gas, de mariscos, de lo que sea. El guayaquileño, fiel a su tradición de comerciante y de hombre de puerto, no se deja amilanar por nada, ni nadie.
Me escribo con amigos, hablo por teléfono con familiares o con colegas periodistas, y todos están expectantes al cambio de luz que será el día de mañana. Un mañana que parece que es nunca. Un mañana como un pájaro distante que no se puede ver pero se escucha a lo lejos. Un mañana como un hombre con un hacha dispuesto a justiciar a unos pobres ladrones del pasado. Escribo. Tomo Coca-Cola. Escucho las ruedas de prensa del presidente Moreno y dan ganas de llorar. Llorar por un país que se parte en dos. Por un país neoliberal manejado por el FMI y por los ricos. Moreno nos ha vendido. Engañó al hombre que le dio de comer, al economista Rafael Correa, y ahora engaña a su pueblo. Nuestra suerte está en manos de unos desgraciados.
Cadáveres en mi memoria
Se me vienen a la mente los miles de muertos en las calles de Guayaquil. Cadáveres que piden un entierro digno. Cadáveres que quieren descansar en paz. Cadáveres que piden un poco de fe y de rezos familiares. Cadáveres que son quemados a la luz del día. Cadáveres por todas partes. Guayaquil huele a muerte y a descomposición. Ya dejó de ser la Perla del Pacífico; nuestro destino, al que suelen promocionar como la ciudad turística o lo mejor de Guayaquil, eres tú y ahora es un gran cementerio que apesta. Un cementerio de lápidas equivocadas. Un cementerio de cenizas con nombres borrados. Cenizas de supuestas personas muertas, pero que siguen vivas.
Tengo pesadillas. Despierto en la madrugada y no puedo seguir durmiendo. Siento que alguien me mira. Escucho voces. ¿Serán los fantasmas de tanto cuerpo insepulto que me visita? Miro a los lados y trato de cerrar a los ojos, pero los cadáveres siguen llenando mi memoria como si fueran ovejas para que las cuente, para que hable o escriba de ellas.
Sin duda es la guerra más cruda y feroz que hemos vivido como ciudad y como país. No hay nada parecido. No creo que haya nada que se le parezca. Temo por un nuevo brote y por nuevos infectados. Guayaquil ya no aguanta más. La delincuencia está al rojo vivo. Guayaquil no quiere cerrar los ojos. Pero parece que la muerte nos acecha de cerca: el Covid-19, el hambre, las enfermedades naturales, la depresión o soledad. Cada uno elige la forma de morir. Yo aún sigo esperando un final menos doloroso.
Guayaquil, Ecuador
La Bitácora del encierro es un proyecto de la UAM Cuajimalpa