Lo que desde hace semanas, meses, esperaba, la reapertura de ese “Bistrot des Amis” que está debajo de mi casa, que es mi oficina exterior, el lugar donde tengo mis citas, mi ventana hacia el mundo de los vivos, finalmente sucedió. Y el azar hace que esa primera entrevista, hoy, miércoles 17 de junio de 2020, sea en compañía de una periodista de la revista de prensa que prepara un dosier acerca de los diez años que duró la creación de Under the Volcano de Malcom Lowry. Retomamos una conversación entablada hace algunos años antes cuando se publicó la novela mexicana Viva que escribí en México, y en la que ensamblé en paralelo las vidas de Lowry y de Trotsky. Pasado mañana, viernes, me reuniré en esta mesa de siempre con una lectora especialista de la historia de Camboya quien de nuevo quiere hacerme preguntas acerca de Kampuchéa. Y recobro esa alegría simple de la conversación, de la maniobra del pensamiento expresado de forma oral, después de que, desde mediados de marzo, he pronunciado muy pocas palabras en voz alta, y visto tan pocos rostros.
Durante esas semanas encerrado en la otra oficina, la íntima, a algunos pisos en vertical de esta, me había prohibido, al igual que como de costumbre, cualquier distracción, había continuado con la lectura de una pila de obras y de documentos que desde hace mucho preparé; trabajado siete días por semana y desde la mañana hasta la noche en la construcción de un libro polinesio; tenido conocimiento, por el radio, una vez al día, de la progresión de la pandemia en Francia y en otros lugares del planeta y, sobre todo, en los lugares donde había estado hace poco: en Manaus en Brasil y en Iquitos en Perú; intercambiado correos con amigos ecuatorianos acerca del desastre que sucedía en Guayaquil, con amigos nicaragüenses acerca de la calamitosa gestión de Ortega. Desde esa oficina bajo los techos un París iluminado, como el proyector brillante desde la cima de un faro por la noche, las imágenes de tumbas que los indígenas cavaron apresuradamente en la selva amazónica, de los cadáveres abandonados en las banquetas cerca del río Guayas.
A principios de este 2020, me instalé en la Polinesia Francesa mientras que la prensa mencionaba los primeros casos de una epidemia en China. Por semanas había deambulado entre los archipiélagos, en Tuamotu, en las Marquesas, donde la población, que se estimaba que era de veinte mil personas, con la llegada de los primeros europeos había disminuido a dos mil sobrevivientes bajo el shock microbiano. En Tahití, la epidemia mundial de gripe, a finales de la Primera Guerra Mundial, había provocado más muertos en Papeete que entre los poilus[1] polinesios que habían combatido en las trincheras durante la batalla del Somme. A mediados de marzo, estaba en la Polinesia Chilena, en la Isla de Pascua, mientras que, por todos lados, se instauraban cuarentenas que me imaginaba como para no fumadores, había llegado a París con los últimos vuelos, vía Santiago, después Brasil: se descubría con estupor un mundo detenido, el miedo medieval de las grandes pestes, la impotencia de la ciencia y de la tecnología para vencer a un virus que, sin embargo, sucumbía ante el agua caliente y el jabón.
En el punto álgido de la crisis, en los alrededores de esta oficina parisina, el silencio era total, solamente era desgarrado de vez en cuando por las sirenas de las ambulancias que bajaban la calle a toda velocidad en dirección al hospital Necker. Provisto del certificado firmado, sólo salía cada tres o cuatro días para ir a la tienda de abarrotes, reanudaba este confinamiento que es el único deporte que practico desde hace años, me enteraba de las muertes de algunos colegas, de la de Luis Sepúlveda que había recibido en noviembre en Saint-Nazaire, de la de Luis Eduardo Aute que no había visto desde nuestra escapada nicaragüense, de la de Hélène Châtelain, especialista en literatura rusa y actriz de Chris Marker.[2]
Puesto que había escrito la vida de los primeros pasteurianos y, sobre todo, de Alexandre Yersin, vencedor de la peste en China, los periódicos me llamaban como si estuviera autorizado a expresarme sobre la catástrofe, lo cual rechacé, en primer lugar, para concentrarme en la escritura del libro polinesio, pero también porque sé que la intervención de los escritores en la actualidad a veces es inútil y errónea, como una fatalidad o una contradicción intrínseca entre el siempre distanciado trabajo de la literatura y el del periodismo, en contacto directo; y los ejemplos históricos sobran, escritores que suelen ser significativos que habría sido mejor que se callaran la boca.
Mientras que los periódicos y el radio murmuraban debates estériles e inútiles, que numerosos especialistas en virología aparecían como por generación espontánea, que las falsas esperanzas de los falsos profetas se multiplicaban, se inventaba el término “mundo de después” que convendría inventar, pero que sin dudas sería peor: el colapso económico tiene pocas posibilidades de mejorar el combate contra el cambio climático, tiene más de exacerbar los nacionalismos y los extremismos. Las crisis sociales favorecen los fascismos y la guerra civil, la búsqueda de chivos expiatorios para vengarse por haber sido humillados, impotentes frente a la oscura Naturaleza de la cual pensábamos habernos convertido en “dueños y poseedores” y que barre con todos nuestros saberes y nuestras tecnologías. Y con esa humillación, los populismos y los complotismos hacen su agosto, extraen el odio de toda la élite intelectual o científica. Todavía recluido en este departamento, preparando esa entrevista lowryana, encuentro esta frase en Escúchanos, oh Señor, desde el cielo, tu morada: “y de todo eso nace un bárbaro, un indigesto embrollo de irracionalidad general que nombramos la opinión pública”.[3] De esos movimientos populistas, tanto de derecha como de izquierda, solo podemos sospechar una mayor presión todavía, el mandato de emitir una opinión, de escoger un bando, el mandato de la adhesión más que a la reflexión, el rechazo violento de la idea de Paul Valéry según la cual “sólo las ostras y los imbéciles se adhieren”,[4] la sospecha centrada en la marcha atrás, la retirada, la calma y la soledad, el estudio y la lectura.
Pese a los discursos médicos que continuamente eran contradictorios —lo cual es inevitable y deseable ante una amenaza nueva e inédita, un virus desconocido—, no se me había escapado que el poder mortífero del bicho parecía aminorar con la nicotina, y veía una ventaja suplementaria en la deliciosa práctica del tabaquismo, cuyo papel principal es instaurar una pantalla de humo entra la agresión de lo real y uno mismo, cuyas virtudes profilácticas conocía desde la lectura del Moby Dick o The White Whale de Melville:
Digo que este modo continuo de fumar debía de ser, por lo menos, una causa de su disposición peculiar, pues todos saben que este aire terrenal, en tierra o a flote, está terriblemente infectado de las miserias sin nombre de los innumerables mortales que han muerto respirándolo; y del mismo modo que, en épocas de cólera, algunos andan con un pañuelo alcanforado en la boca, igualmente el tabaco de Stubbs podría actuar como una especie de agente desinfectante contra todas las tribulaciones mortales.[5]
Mientras que, a pesar de todo, en esta semana de junio, renacen las simples dichas de la vida parisina, y que me dirijo, con un cubrebocas en el rostro, a la tienda de mi marchante habitual de frutas y verduras, recién me encuentro, gracias a la mayor de las coincidencias, con Eduardo Halfon, también con cubrebocas, quien me explica que se instaló en esta colonia, con mujer e hijo, a la espera de que se reanuden los vuelos internacionales para Guatemala, y nos prometemos que un día de estos brindaremos en el Bistrot des Amis, porque de nuevo está abierto.
París, Francia
Traducción del francés de Adriana Romero-Nieto
[1] Poilu es un término del argot militar para referirse a los soldados que combatieron durante la Primera Guerra Mundial. [N. de la t.]
[2] Director de cine francés a quien se le atribuye la invención del documental subjetivo [N. de la t.]
[3] La traducción es mía [N. de la t.]
[4] Ídem.
[5] Traducción tomada de Moby Dick o la ballena, trad. José María Valverde, Ediciones Perdidas, Almería, 2007, p. 186.
La Bitácora del encierro es un proyecto de la UAM Cuajimalpa