El otro día fui al supermercado que queda más cerca de mi casa y cuando salí de ahí casi me daba topes a mí mismo y pensaba: “Diablos, no volveré jamás a ese lugar”.
Normalmente, voy ahí al principio de la noche cuando hay poca gente en el lugar, pero ese día había decidido ir en la tarde porque tenía algunas cosas que necesitaba comprar y quería hacerlo rápidamente; y esto resultó ser una decisión de la que terminé arrepintiéndome mucho.
Creo que esto muestra lo paranoicos que nos hemos vuelto todos durante esta pandemia de coronavirus y explicaré en un momento por qué tuve esta sensación.
*
Soy un escritor exiliado, originario de Zimbabue, y salvo por algunas frustraciones por esto y por aquello, he sido feliz en la Ciudad de México los últimos cuatro años, y por algunos meses he trabajado en mi nuevo libro y, principalmente, me ocupo de mis propios asuntos.
Debo decir que cuando las primeras noticias sobre la pandemia del coronavirus comenzaron a llegar aquí hasta nosotros, en algún momento de diciembre del año pasado, como casi todos pensé que estábamos muy lejos de eso, y que eventualmente disminuiría hasta desaparecer en esas lejanas costas donde estaba causando devastación en las comunidades, sin siquiera llegar a este lado.
Pero, ay, cómo el tiempo nos ha probado que estábamos muy equivocados.
Y durante aquellos primeros días, cuando parecía un suceso muy alejado, por supuesto, se nos ocurrían toda clase de teorías sobre él, y algunas de ellas hoy parecen tan ridículas que siento escalofríos cuando las recuerdo; pero que en aquel tiempo parecían ser verdaderas joyas mentales.
Además de parecer una enfermedad de países muy lejanos, recuerdo también haber compartido la creencia de que se trataba de algo de climas muy fríos, países que terminan enterrados en la profundidad de la nieve durante el invierno; pues esas son las condiciones propicias para la gripa común y que, cuando llegara el verano e hiciera más calor, desaparecería en esos países de una manera tan repentina como en la que había aparecido.
También recuerdo haber pensado que mi lejano país, Zimbabue, por su clima siempre seco y caliente, escaparía igualmente de este virus.
Pero entonces, de forma repentina, apenas pocos meses después, comenzaron a aparecer los primeros casos en México, al final de febrero.
Pero incluso entonces, en esos primeros días no parecía ser algo serio, sino solo una breve bocanada de viento que, en una semana o dos, también desaparecería y la vida volvería a la normalidad, con la gente en la calle comiendo sus tacos en las esquinas y besuqueándose en un metrobús repleto.
También recuerdo que entonces ni siquiera sabía lo que era ponerse un cubrebocas, y ni siquiera me imaginaba poniéndome uno; la simple idea parecía algo vergonzoso y algo quizá solo para gente que exageraba cuando había algún atisbo de gripa.
Caminar por la calle, subirse al camión, ir al supermercado, al bar o recibir el tradicional abrazo mexicano de los amigos era algo en lo que uno no pensaba: era lo normal, lo que hacíamos.
Recuerdo que incluso bromeábamos sobre el coronavirus en las redes sociales, de la misma manera en que la gente se contaba chistes una a otra sobre cómo a este y aquel los agarraron en un acto escandaloso; simples chismes diarios para pasar el día, bajo el cielo azul, cualquier día de descanso.
Y lleguemos al presente, con los casos de la pandemia en crecimiento exponencial cada día, como incendio hambriento en un bosque seco y sin fin a la vista para esta pesadilla, todos los actos inocentes de esos días idos ahora parecen de otro universo.
Y ahora pensando en aquellos primeros días cuando comencé súbitamente a darme cuentea de que la pandemia ya también estaba tragándonos aquí en México, comencé a darme cuenta de lo descuidados que todos habíamos sido durante ese tiempo; cuando los países donde el virus estaba activo nos estaban mostrando en su conjunto los modelos, basados en evidencia empírica, de cómo nos debíamos ir preparando, anticipándonos; pero decidimos ver hacia otro lado, prefiriendo, en vez de eso, oír nuestras teorías callejeras, porque, ¿no somos todos muy doctos filósofos sobre lo que pasa en el mundo?
Entonces, de nuevo de repente, y contra todas nuestras teorías sobre los climas cálidos frente al virus, comenzaron también a aparecer los primeros casos en algunos países africanos y después en mi país, Zimbabue.
Pero antes de que aparecieran ahí, recuerdo que algunos amigos de Zimbabue, que viven en Europa, cuando los casos estaban en aumento ahí, entraron en pánico y decían que estaban considerando hacer sus maletas y regresar a nuestra patria, donde creían que estarían más seguros.
Y, ya con el virus esparciéndose por África, de repente, ya no había hacia dónde escapar. Para entonces todo el mundo estaba incendiándose, por un enemigo invencible y mortífero que pisaba los talones a todos, como un demonio que desde la oscuridad está listo para asestar un golpe mortal con su daga, sin que se sepa desde dónde llegó la puñalada.
Y esos amigos que habían estado pensando en huir de vuelta a África, de repente cambiaron de parecer: era mejor estar en Europa, a pesar del aumento de casos que había ahí, decían para ese momento; pues, después de todo, había un mejor sistema de salud ahí que en casa, donde los hospitales eran considerados trampas mortales por la negligencia gubernamental profundamente enraizada.
Y entonces me di cuenta de algo nuevo para mí, que el mundo entero era ahora el patio de juego para el virus, de repente también llegó un descubrimiento: aunque no pensemos en ello en nuestro día a día, la muerte es destino inescapable para todos los seres vivientes, y la mayoría de nosotros, cuando enfrentamos esta realidad, en lo más profundo estamos todos cagados de miedo de ella, en particular si se presenta como algo que pueda conllevar dolor y sufrimiento.
Estoy en contacto constante con mis amigos de Zimbabue por WhatsApp y otras redes sociales, y aunque algunos de ellos bromean sobre el coronavirus, uno puede detectar el pánico en sus mensajes: ¿cómo vamos a sobrevivir a esto si los países occidentales desarrollados no logran detenerlo?
Tengo un amigo que es miembro del partido gobernante en Zimbabue, y en medio de este pánico allá en Zimbabue, su, por así decirlo, mentalidad patriótica hizo acto de presencia y un día también me mandó un mensaje de WhatsApp. ¿Quién creó esta enfermedad y que están tratando de conseguir con ella?
Solo concéntrate en cuidarte a ti y tu familia, le contesté. Lávate las manos constantemente, evita las multitudes, ponte un cubrebocas si puedes conseguir uno (es dificilísimo conseguirlos allá), y deja de saludar de mano cuando te encuentres con otras personas.
Desde su perspectiva, creo que él estaba pensando en los que se suele llamar enemigos de Zimbabue entre los países occidentales y que tienen al país bajo sanciones por, entre otras muchas razones, la corrupción institucional rampante, los abusos contra los derechos humanos y la falta de Estado de derecho que provenían de los tiempos del ahora difunto expresidente Robert Mugabe, conocido sobre todo por la incautación de las granjas de dueños blancos y por su extrema homofobia.
Y, entonces, aquí estamos, con el virus desatado alrededor de nosotros y yo volveré a mi historia en el supermercado.
*
Como siempre, cuando salgo de mi casa, tomé todas las precauciones para protegerme: un cubrebocas K95, una careta de plástico, guantes de hule para el cajero automático y un pequeño frasco de gel desinfectante en el bolsillo de mi pantalón de mezclilla.
Cuando ando fuera, también me fijo siempre en las demás personas con trayectoria que se me acercan, reviso si tienen puesto el cubrebocas, y si no, calculo cómo tengo que moverme para evitar pasar cerca de ellas.
Así que, cuando estaba entrando al supermercado, ya me había dado cuenta de que el guardia de seguridad de la entrada tenía una careta de plástico, pero debajo su cubrebocas solo estaba encima de su boca, dejando su nariz expuesta como un pito colgando fuera de la ropa interior.
Tan pronto como estuve dentro, y mientras revisaba los anaqueles, de repente oí un ruido que me estremeció hasta los huesos.
¡Achú! ¡Achú!
Venía de la entrada. El guardia de seguridad estaba estornudando y, por si fuera poco, muy fuerte.
¡Dios mío! Mi cerebro se había acelerado y rápidamente recorrí la hilera de anaqueles para estar tan lejos como pudiera de la entrada, porque, desde mi perspectiva, tenía la imagen de gotículas con coronavirus invadiendo alegremente las superficies del supermercado, como las moscas sobre un cadáver en proceso de putrefacción.
Llego, entonces, al final de los anaqueles, doy vuelta en la sección de las verduras y un joven dependiente camina hacia mí, hablando en voz alta con alguien de la sección de carnes y lleva el cubrebocas en el cuello, con la boca y nariz descubiertas.
Normalmente me gusta ver el destello de los dientes de la gente cuando habla o sonríe, pero el suyo, en ese momento en particular, era la cosa más peligrosa que había visto en mi vida.
Di un giro inteligente y escapé hacia otra hilera de anaqueles que, afortunadamente, estaba desierta. Tomé lo que quería y después di vuelta en otro pasillo. Aquí hay algo que quiero y justo enfrente del anaquel está otro dependiente desempacando el producto. Tiene una careta, pero el plástico está levantado arrogantemente, y justo como el otro, su cubrebocas está solo en su cuello, y su boca está muy abierta, como si estuviera respirando muy fuerte a través de ella.
Bajé mi cabeza para que mi careta estuviera como en la posición de las antiguas legiones romanas y pasé como rayo detrás de su espalda, pero pensando, está respirando sobre los productos que necesitaba; y que ya no compré ese día.
Por fortuna, casi todos los compradores que encontré llevaban puesto el cubrebocas y se comportaban adecuadamente, y parecían muy conscientes de la amenaza del virus que todos enfrentamos.
Para no hacer el cuento largo, al final, poco después, estaba yo fuera del supermercado, caminando a mi casa y pensando para mis adentros, ¿valía esto la pena?
Nota bene
Fui al supermercado una semana después, esa vez en la noche, y por fortuna todo había vuelto a la normalidad, excepto por un cajero (de nuevo un joven), al que evité acercarme.
Ciudad de México, México
Traducción del inglés de Germán Martínez Martínez
La Bitácora del encierro es un proyecto de la UAM Cuajimalpa