Era el canto adolorido de una mujer desde el fondo del horizonte. Y se acercaba rápidamente desgarrando la tela manchada que cubría la noche, que había dejado de ser muda.
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Me dormía oyendo su grito largo y despertaba escuchándolo de nuevo. Se acercaba y se alejaba a ritmos regulares y, sin embargo, siempre me tomaba por sorpresa. No sólo me despertaba y me adormecía con su hipnosis de terror, también se metía en mis sueños.
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Eran sirenas exigentes, desde una isla soñada a la deriva, querían que nos acercáramos a escucharlas para atraparnos. Era inútil resistirse.
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Han pasado 231 días desde que la primera ambulancia rompió el silencio de la noche y el aire se convirtió en un aullido continuo que no hace sino crecer. Detrás de un grito desgarrado siempre viene otro. Como si fuera el mismo que toma aire y vuelve a alargar los minutos y las distancias. Una cadena interminable que a ratos obliga a olvidar que detrás, o dentro de cada eslabón de aullidos hay una persona que se ha acercado excesivamente a la muerte. Como si se hubiera asomado al balcón más alto de la vida y se hubiera resbalado, gritando en su caída. Que será fatal.
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¿Qué piensa y qué siente cada persona que cae en ese abismo? ¿Miedo? ¿Arrepentimiento de algo que no conocemos, dolor de lo que viene?, ¿esperanza delirante? ¿Qué escucha? El canto implacable de las sirenas que llaman en coro a cruzar el umbral más obscuro sin mayor preocupación que la de vernos dócilmente entregados a nuestro destino.
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Detrás de cada aullido, una historia, el hilo de una vida contándose de prisa y a punto de llegar a su final.
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En medio de la noche, me venía en la obscuridad, definiéndose lentamente, un rostro terriblemente bello, que comenzaba a cantar de manera muy honda y alargada. Una mujer que cantaba a capela. El instrumento poderoso de su voz dejaba fuera todos los otros instrumentos. Me emocionaba y no dejaba de oírla. Compré cada una de sus grabaciones, asistí a sus conciertos, una y otra vez. Siempre salía a escena desde una bruma. Su rostro lentamente se iba definiendo. Sus ojos cerrados, sus labios dibujados como la más bella cosa del mundo, la fruta más extraña y apetecible y misteriosa. Y de pronto palpitaban y se abrían cantando. La vi incluir instrumentos de cuerda que se volvían ecos de su voz y apasionados dialogaban con ella. En su boca, todas las variaciones de una A larga llenaban mis oídos. De vez en cuando, una frase en alguna lengua comprensible. “Nunca tan sola”, cantó un día. El dolor y la profundidad de una soledad poblada de varias otras me llenó los ojos, el pecho, las manos adoloridas de apretarlas en sueños. Su voz después hacía percusiones sorpresivas, como un tambor del paladar golpeado por la lengua con un ritmo de apedreo, en una pieza que llamó “Piedras sagradas”. Durante un tiempo se dedicó a inventar lenguas. Como aquellos poseídos que de pronto hablan idiomas enteros desaparecidos en otros tiempos. “Hablar en lenguas”, lo bautizó. No era extraño escuchar cantos místicos de varias religiones. Pero sobre todo de la embrujadora región del mundo de la que ella provenía, la India. Tomaba ritmos de la música tradicional de Guyarat. Percusiones vocales muy antiguas que volvía música del futuro. Lo que yo hago, decía, es “tejer un canto con los hilos de las voces de mis ancestros del mundo entero, para deshilar el dolor”.
Otro concierto se llamaba “Monzón” y era como una lluvia tremenda, la más intensa del planeta. Evocaba los poderosos vientos monzónicos que llegaban a la Bahía de Bengala frente la desembocadura del Ganges, que remontaban el río sagrado y seguían remontándolo sin cesar. Su voz se confundía con las cuerdas y las cuerdas con el agua brusca a contracorriente. Como una peregrinación hacia la fuente donde brotaba el río del vientre humedecido de la diosa Ganga. Su voz nos hacía sentir la profundidad y verdad del mito vivo: el río era una diosa. Ir hacia ella, hacia más adentro de ella, era un llamado ineludible. Erotismo del alma y del cuerpo. El agua monzónica de su voz golpeaba la tierra con fuerza hasta golpear sólo agua, hasta golpearnos por dentro y acarrearnos en su flujo indetenible.
Si hubiera bajado del escenario y salido de la sala de conciertos, yo la hubiera seguido sin pensarlo. Y muchos otros también. Era el canto de las sirenas con su poder posesivo total. Si a toda esa gente saliendo del teatro tras de ella nos hubieran subido en ambulancias, nadie lo hubiera dudado si éstas se abrieran paso en las calles con el canto adolorido de su voz.
Había algo que rompía cada vez más los límites de su voz. Por más que invocara la fuerza tremenda de la naturaleza, ella iba más allá. Y nos llevaba cada vez con ella. Algo excesivo que multiplicaba su poder, que parecía hacerla divina, sobrenatural. No como idea sino como sensación de ser la que nos transportaría hacia donde llevan las últimas ambulancias del ser: de lo posible hacia lo imposible. En su canto de dolor y amor y entrega, había un fuego arrasador. Y un día, después de oírla cantar haciendo de todo su cuerpo garganta de incendio, en un concierto donde nos hizo sentir que había roto algún límite natural, que había llegado más lejos que nunca, me desperté con la noticia de que se le había quemado la voz.
En un periódico de Londres del 2010: “La reconocida cantante inglesa de origen indio, Sheila Chandra, se ha quedado muda por padecer glosodinia, el ‘síndrome de la boca ardiente’. Lengua, labios y encías comienzan a arder de pronto y de manera constante sin causa aparente. Es un mal que no ha sido suficientemente estudiado. Suele ser asociado con alteraciones neuronales”. Ya nunca la veremos incendiar los escenarios ni saldremos de la sala de conciertos detrás de ella. Podemos escucharla sin cesar. Yo sigo recorriendo sus grabaciones en todos los órdenes posibles. La escucho mientras escribo estas líneas y la voz constante de las ambulancias se entreteje con la suya. Y la escucho hasta en los silencios de la noche.
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Cada aullido una y mil historias. Si la voz de esta mujer encendida cantaba su soledad habitada por tantos otros adoloridos, en cada sirena de ambulancia nocturna arden también las noches desgarradas de otras vidas en fuga. Conducidas velozmente, tal vez, a su final. Un aullido lleva otro dentro. Una ambulancia lleva otra y otra más.
Como si en esa voz, cada segundo se abriera un abismo de tiempo y entraran gritando todos los desgarramientos vividos. Desde la ambulancia que se llevó a mi padre con el corazón detenido hasta la que tal vez me está llevando a mí mientras pienso esto. Escucho el aullido que me rodea, siento la velocidad mientras me mueve una aceleración delirante de mi asfixia.
Entre esas dos, tan íntimas, están las ambulancias que escuché encenderse de golpe, insuficientes, durante los grandes temblores de mi Ciudad de México, peligrosamente construida sobre un lago, como todos sabemos. Derribada después de unos minutos de agitaciones desmesuradas y réplicas. Era como si las ambulancias dieran la orden terminante a la tierra de dejar de temblar. Corren igualmente las ambulancias insuficientes cuando explotó un ducto de gasolina en un campo, desenterrado y perforado clandestinamente por una masa caótica de personas desesperadas ante la escasez provocada sin plan certero por el gobierno para controlar inútilmente la explotación de esos ductos por el crimen organizado. Una explosión que se llevó tantos muertos como la explosión gigante de toneladas de químicos, ayer en el puerto de Beirut, pero ésta con muchos más heridos y la ciudad destrozada.
Las ambulancias tras el atentado terrorista en el restaurante judío de París, Chez Goldenberg, muy cerca de mi casa entonces, al que habíamos reservado para ir a comer ese día con mis padres pero que finalmente por un azar cancelamos. Todos los comensales habían visto entrar un tipo con una ametralladora y desde el umbral les había disparado. Se salvaron los que habían ido al baño. No muy lejos en el tiempo, las ambulancias que acudieron, de nuevo insuficientes y constantes, a la Cineteca Nacional, en la ciudad de México, cuando explotaron películas antiguas de nitrato, justo cuando la sala mayor estaba llena viendo, como una maldición, la película de Wajda, La tierra de la gran promesa, donde varios incendios provocados son protagonistas de la historia. Como si el fuego hubiera pasado de la película a la sala, con varias decenas de muertos, ocultos por el poder entonces. En el depósito de películas que ahí se quemaron, los kilómetros de todas las tomas sin editar que había hecho en México el cineasta ruso Serguei Eisenstein cincuenta años antes, recuperadas clandestinamente por un intercambio pirata de cinetecas, como se usaba entonces. Kilómetros de imágenes que me fueron asignadas para ver y clasificar, toma por toma, todas las mañanas durante muchos meses. Todo ese tiempo me acompañaba en las bóvedas heladas de la Cineteca y en la completísima biblioteca que también ardió, el fantasma de Serguei Eisenstein. Yo había leído todo lo que había escrito y se había escrito sobre él y su obra. Sobre el momento histórico en el que vivió, sobre las vanguardias soviéticas y su relación tortuosa con el poder estalinista. Recorrí archivos y entrevisté a quienes lo conocieron. Vi varias veces de nuevo todas sus otras películas encontrando y anotando correspondencias con lo que yo estaba clasificando. Mi obsesión de mucho tiempo con él y su obra y sus métodos creativos de vanguardia, y que alimentaron mucho de lo primero que escribí como collage aquellos años, se había visto recompensada y multiplicada con aquel encargo extenso y minucioso. Y ahora, todo eso había desaparecido en las llamas, con tanta gente conocida y tanta más anónima. Sobre los restos de los cadáveres que quedaron mezclados con las ruinas del edificio explotado mezclados con piedra, ladrillo y yeso, el gobierno echó una capa de cal que apaciguara los malos olores.
Durante varios años, también desapareció de mis noches el fantasma de Serguei Eisenstein. Por lo visto, no se había subido en las ambulancias que llegaron a la Cineteca ardiente aquella noche de 1982. Recordé que cuando Eisenstein había tenido un paro cardiaco en 1946, en un impulso por dominar la situación que lo rebasaba, se negó a subirse en la ambulancia que había ido a buscarlo en medio de una gran fiesta. De la que insistió también en salir caminando, rechazando contundente la necesaria camilla. Cuentan que ya desmayado y recostado en ella abrió los ojos y se bajó furioso. “No me he muerto”, gritaba queriendo poner orden en la escena que no le estaba gustando. Ordenó que regresara la música y que pusieran más luz en el salón de baile. Comenzaba a ver todo más obscuro.
Pero el baile no duró para él. Tuvieron que llevarlo casi desmayado de nuevo en el auto de su mejor amigo al hospital más cercano, con una ambulancia por delante abriéndoles paso con su aullido. El llamado de sus sirenas era ineludible.
Las ambulancias aúllan para abrir el paso, primero a sí mismas. Luego a los fantasmas que vienen detrás, siempre un poco menos apresurados que los cuerpos yacientes. Abren paso también, en el abismo del tiempo que abren sus sirenas, como escuchábamos, a otras ambulancias de otros momentos. Una tras otra y todas al mismo tiempo.
En tiempos de pandemia, desenvolviéndose al ritmo de las ambulancias, me queda la sensación de que el tiempo es una sola explosión múltiple de dolores y alegrías, de odios y amores, de cosas en demasía que existen de golpe. Sólo después vamos ordenando esas cosas disímbolas una tras otra, como para darle sentido a un sueño abrupto. Vivir, tal vez, consiste en ir dando un lugar y un instante a todo lo que de golpe somos ese día en el que todo cayó sobre nuestras espaldas durante un instante.
No sabemos exactamente cómo ni cuando nos fue entregada en silencio esa explosiva acumulación de existencia adolorida. Sabemos sin embargo que mirarla de golpe, pensarla incluso de pronto, toda al mismo tiempo, resulta insoportable. Decirla quema la voz. Como a Sheila Chandra. Quema el corazón en el pecho, como a Eisenstein. Quema los pulmones, como ahora masivamente a cientos de miles a mi lado con un fuego que, lo sé, ya podría estar en mí.
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El tiempo fluía aullando
a lo largo y ancho del territorio de la noche.
Entre montañas y valles,
el eco de su curso retumbaba
en las cabezas de los humanos.
Dejaba de haber un antes y un mañana,
todo era un ahora simultáneo.
Colonia Roma, Ciudad de México, entre cuatro hospitales.
La Bitácora del encierro es un proyecto de la UAM Cuajimalpa