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Nimbus, cirrus y cumulus

Siendo honesto, hasta ahora las nubes no me interesaban o sólo un poco. Pero luego, a raíz de la epidemia del Covid-19, se volvieron una obsesión.

20 de marzo 2020. El museo de Dundee para el que trabajo cierra sus puertas. De un día para otro, ya no se trata de dejar Crail, la ciudad de Escocia a la que nos mudamos al dejar México. Como en toda Europa, las reglas para salir son estrictas: una hora al día máximo y no alejarse más de cinco millas de su lugar de residencia. Los primeros días respeto las reglas al pie de la letra. Y luego, al nunca toparme con nadie, muy pronto camino dos horas, dos horas y media. Casi siempre tomo el camino que empieza detrás del cementerio. Primero rodeo un terreno baldío donde letreros indican que “está prohibido jugar o hacer un picnic porque la zona está reservada para una futura extensión del cementerio”: si la epidemia causa estragos, Crail está lista para recibir a sus muertos… El camino gira a continuación a la izquierda y las últimas casas desaparecen. Sólo hay un sembradío de colza que se extiende hasta donde alcanza la vista, el mar está en segundo plano y, sobre todo, un cielo inmenso domina todo el paisaje.

Poco a poco comencé a observar las nubes. Próximas o lejanas, blancas, grises, anaranjadas, las seguía con la mirada a lo largo del recorrido. Las veía cambiar de forma y de colores por encima de los sembradíos y del mar del Norte. Ya eran parte de mi vida cotidiana, por dos horas al día. Tan pronto cruzaba el umbral de la casa, las buscaba. Incluso me sorprendí al sentir una pequeña angustia la primera vez que el cielo estaba uniformemente azul sin una sola nube en el horizonte. Como si esta ausencia fuera la señal de una amenaza desconocida que sobrevolaba el camino…

En sus relatos mitológicos, los griegos evocan a un dios ensamblador de nubes. En La Odisea, los vientos y las olas arrojan a Ulises, el bienaventurado, de isla en isla, a merced de las peleas de los dioses reunidos en el Olimpo. Zeus, el ensamblador de las nubes, a veces lo protege de la furia de Poseidón, el dios del mar, o de Eolo, el señor de los vientos que se desquitan de una melodía a otra en el navío de Ulises. Bóreas, el viento del Norte; Notos soplando desde el Sur; Euros, desde el Este y Céfiro, el viento del Oeste, violento y lluvioso. Los vientos tienen características bien definidas cuando las nubes no tienen nombres. Para los oyentes de Homero, cuatro siglos antes de Jesucristo, los dioses viven en el cielo y ningún humano puede acercárseles. Las nubes están, por los siglos de los siglos, fuera de alcance.

Las nubes aparecen casi como una irrupción en la pintura occidental. El cuadro pintado por Masolino, en 1428, escenifica la construcción de la basílica de Santa María la Mayor en Roma. El episodio se lleva a cabo en agosto de 348: Jacques, un rico patricio, y su mujer no pueden tener hijos. María se les aparece en sueños y les sugiere que construyan una iglesia que le será consagrada. Impresionados por haber soñado simultáneamente lo mismo, corren a casa del papa Liberio. Cuando éste les confiesa que tuvo un sueño idéntico, María le pide que acuda a la colina de El Esquilino. Ahí encuentran una gran capa de nieve pese a que el sol de agosto inunda Roma.

Masolino representa el momento en el que el papa Liberio, rodeado de personajes importantes de la ciudad, dibuja sobre la capa de nieve los planos de la futura basílica. Sentado arriba de ellos sobre una enorme nube gris, Dios y María parecen bendecir la iniciativa y en segundo plano un alineamiento de nubecitas conduce la mirada hacia el horizonte. Esas nubes están pintadas sobre un fondo dorado como el resto del cuadro, son torpes, pequeñas pilas abotargadas como panes que se inflan en un horno, parecen platillos voladores enfilados para una batalla intergaláctica, pero no importa, están muy presentes. ¿Qué pasó por la cabeza del pintor? ¿Masolino estaba obsesionado con las nubes de la Toscana? Harto de representar siempre a santos y papas, ¿en esa leyenda del milagro de la nieve encontró la oportunidad perfecta para incluir nubes en sus cuadros sin que nadie, ni siquiera los dioses, pudiera encontrar material para regañarlo o, peor, excomulgarlo?

Hubo que esperar varios siglos antes de mirar a las nubes con los ojos de la ciencia. No fue sino hasta principios del siglo XIX cuando un farmacéutico de treinta años se atrevió a decir que las nubes obedecen a las leyes de la física y que sus formas no son aleatorias. En 1802, en Londres, una cincuentena de personas asistió a la conferencia de Luke Howard y por primera vez oyó hablar de nimbus, cirrus y cumulus. Para clasificar las nubes, Howard escogió el latín así como Linné[1] lo había utilizado para clasificar las plantas. Poco importa el idioma, las nubes finalmente tienen nombres, Howard acababa de inventarlos.

Todavía hubo que esperar casi doscientos años, el desarrollo de satélites y de modelizaciones del clima terrestre para que las nubes se convirtieran en temas de investigación científica, objetos de experimentación y, desgraciadamente, de manipulación. Ignoradas por mucho tiempo y fuera del alcance, actualmente están en el centro de las discusiones sobre el futuro de nuestro planeta porque entorpecen los modelos del cambio climático. Los cuarenta y tantos modelos utilizados en el mundo para estudiar las evoluciones posibles del clima tienen dificultades con las nubes que complican todo. No es fácil establecer un modelo, primero porque algunas sólo miden unos cuantos metros, están todo el tiempo en movimiento y tienen una duración de vida muy limitada. En resumen: porque no se sabe muy bien cómo reaccionan a la elevación de la temperatura en la superficie de la Tierra. ¿Habrá más o menos nubes?

Cuando empezaba a caminar alrededor de mi pueblo en el East Neuk, al principio en lo único que pensaba era en levantar la cabeza, renunciar al pronóstico del tiempo del teléfono que consulto antes de salir a pasear. Quería dejarme sorprender, aceptar no saber, aceptar esa parte de la naturaleza que se me escapa. Levantar la mirada, volver a levantar la cabeza, despejar el cuello, echar los hombros para atrás y respirar. Un gesto inusual para nosotros que bajamos la cabeza en todo momento para mirar nuestros teléfonos. No podía adivinar la riqueza del viaje que apenas estaba por comenzar. Tampoco podía imaginar que algunos científicos e ingenieros consideraban manipular las nubes para limitar el aumento de la temperatura en la superficie de la tierra.

Fue necesaria esa mudanza a Escocia y luego, sobre todo, esos tres meses de lockdown debido al coronavirus para que mirara las nubes con toda la atención que se merecen. Se convirtió en una obsesión de la que no tengo prisa de curarme. Tan sólo es el principio de un viaje, uno verdadero esta vez, con aviones y nubes.

 

Traducción del francés de Adriana Romero-Nieto

 

 

[1] Se refiere al científico, naturalista y botánico sueco Carlos Linneo o Carl Nilsson Linneaus. [N. de la t.]

La Bitácora del encierro es un proyecto de la UAM Cuajimalpa