Durante la pandemia he estado leyendo literatura sobre lo doméstico. Y me pregunto ¿por qué si esos hombres que se incluyeron en el canon crecieron y fueron acogidos y cuidados en un hogar, no escribieron con tanta profusión y profundidad sobre ese mundo doméstico, fuera de pinceladas costumbristas?
Aunque el espacio doméstico es compartido por todos quienes habitamos una casa —hombres, mujeres, generaciones diversas—, a las mujeres se nos ha endosado el ámbito interno del hogar: su organización, gestión, limpieza, orden, preparación de alimentos, educación.
Sabemos que la maternidad tiene mucho que ver con ello. Si fuimos la primera casa de un ser humano, si en la entraña alojamos de manera encarnada a personas, ¿por qué no nos pertenecería la casa? ¿Por qué no nos corresponderían las labores que se derivan de ello? ¿Por qué no hacernos cargo de esa extensión del primer hogar?
Ese arraigo e idealización del hogar también debió fortalecerse en el imaginario desde el momento en que la humanidad transitó de las guaridas al asentamiento de una casa: un espacio construido como tal, fijo, estable, seguro.
El hogar es lo que nos ha humanizado como civilización. Por eso la falta de un techo seguro es un atentado tan brutal contra la dignidad de las personas. El hogar es también un entramado de tradiciones, culturas, convicciones, acuerdos, principios, compromisos, emociones; la suma colorida de muchas individualidades y colectividades.
Hay mucha imaginación, simbolismo, empeño en la idea de hogar y en la materialización del mismo. Y a la vez, eso ha dado pie a una asimetría radical y en apariencia insalvable. Las labores derivadas de la casa se han endilgado a las mujeres, y los hombres han podido salir con total libertad de ese cuido para librar las batallas en el espacio público y común, y poder regresar a ese lugar seguro.
A toda esta construcción social, económica y antropológica alrededor del hogar nos hemos enfrentado durante el confinamiento.
Estos meses de resguardo han revelado, como en un negativo fotográfico, todo aquello que estaba invisibilizado en lo público y colectivo: la precarización de las economías personales, familiares y sociales; la importancia central de las labores del hogar y de cuidados, mismas que no son remuneradas; el protagonismo y omnipresencia del mundo doméstico frente a otros mundos como el laboral, la salud, el ocio, el autocuidado, el cuidado a los demás, a los ámbitos de aprendizajes, saberes y sentires.
Y en este toparme con los ventanales y muebles de mi casa, de cruzarme y encontrarme todo el día con quienes habitamos este hogar, me pregunto, ¿qué pasará con esta experiencia? ¿Qué podrá aprovecharse de esta intensa y extraordinaria vivencia? ¿Cómo reimaginaremos y reabordaremos lo doméstico después de este largo encierro? ¿Los hombres van a asumir su papel, corresponsabilidad en la centralidad de lo doméstico como espacio de cuidado compartido y receptáculo de cada una de nuestras vidas? ¿Se trasformará nuestra idea del espacio público? ¿Cambiará nuestra forma de organizarnos y vincularnos? ¿De alguna manera exigiremos replantearnos las jornadas laborales en cuanto a tiempo y en su diversidad de formatos (virtual, presencial, mixto)?
Y preguntas más simples, pero a la vez complicadas de resolver: ¿será posible que los hombres puedan retomar el tema de lo doméstico en sus reflexiones, decisiones, acciones y creaciones, confiriéndoles el protagonismo con que nosotras las mujeres lo hemos abordado?
Me encantaría creer que sí y atestiguarlo.
En casa, por ejemplo, por primera vez en nueve años de convivencia, pudimos acordar en colectivo cierta simetría en las labores domésticas.
Y creo que llegar a ese acuerdo común fue posible justo ahora, y no antes, porque por primera vez todos estuvimos las 24 horas del día en el mismo espacio doméstico. Por primera vez pudimos atestiguar el gran despliegue de tiempo, esfuerzo, energía que implican los cuidados: cocinar, limpiar, ordenar, desinfectar. Y también, por primera vez, fue contundente la conciencia de que el espacio compartido es algo más que cosas dispuestas: es el espacio que da pie al encuentro, al afecto, al aprendizaje, a la reflexión, al gozo, al ocio y a las labores, a la imaginación, a la amalgama de culturas y experiencias acumuladas en lo personal y colectivo, y que esa mezcla es compartida y nos moldea a cada una de las personas que compartimos ese espacio.
En este hogar también aprendimos una lección con sudor y lágrimas: debemos disponer las cosas que contienen esta casa de manera que el orden sea fácil y autogestivo. Que el orden y la limpieza pueda mantenerse con el mínimo esfuerzo posible y lo más democráticamente; es decir, que desde la persona más pequeña de esta familia hasta la mayor puedan disponer de las cosas y gestionar el orden y la limpieza de la forma más autónoma posible, en un acto de libertad y en un acto de corresponsabilidad. Asumir este principio es un acto de generosidad, aprecio y amor hacia los demás. Y más que carga, asumirlo será un gozo.
El espacio doméstico (esa unión entre lo material, lo simbólico y afectivo que entraña) es el receptáculo de nuestro ser, existir, transcurrir, encontrarnos y dialogar por este mundo, en este aquí y ahora. Por eso el orden, el llamado bienestar, es vital para cada uno y una de quienes habitamos ese espacio; por eso es corresponsabilidad de todos y todas.
El privilegio de resguardarnos es también un acto de solidaridad hacia los demás. Y ese privilegio solidario justo es donde se difumina el egoísmo del confinamiento seguro, con la generosidad hacia quienes se arriesgan en el espacio común.
Esta conciencia lleva a preguntarme ¿qué vamos a hacer con el espacio público como extensión del privado? Mucho que reflexionar sobre las personas que viven en condiciones precarias, en los sin techo, en los refugiados; mucho que reimaginar sobre el diseño de los espacios urbanos que siguen dando preminencia a los automóviles, en detrimento de áreas verdes y protegidas, o de la movilidad peatonal, ciclista o colectiva.
Si partimos desde ese ideal de casa que se ha construido en el confinamiento, creo que podremos aportar mucho a estas otras reflexiones. Porque la casa pertenece a lo privado, pero ha sido evidente que también forma parte de lo común y colectivo. Como lo menciona Emmanuel Lévinas: la morada es la intimidad, pero también es lo colectivo y lo de todos (la ciudad, la nación, el planeta); la morada nos lleva a revalorar el hecho cotidiano y simple de habitar en uno mismo y con otros seres humanos, compartiendo con gozo la existencia y salvaguardando la supervivencia; en todo lo cual se descubre el sentido de la vida.
Y es lo que más necesitamos restaurar ahora: que no hay personas desechables, eliminables, dispensables; que nuestro propio paso por este mundo no es inocuo o vano. Sino que a todos nos es dado descubrir el sentido de la vida, y esto se construye en lo íntimo, en lo doméstico y en lo colectivo.
La Bitácora del encierro es un proyecto de la UAM Cuajimalpa