Estoy caminando entre los 2,500 y los 3,000 metros de altura sobre el nivel del mar, en algún punto alrededor de las coordenadas -10,-75 buscándolos. En mis pies llevo botas plásticas que habrán de proteger mis pantorrillas cuando se hundan en los terrenos fangosos cercanos a los musgos. Son ellos, los musgos, quienes almacenan toda esa agua que percola en la montaña cada vez que el cuerpo de un río volador, indistinguible del río vecino, toca la superficie de una hoja, el tronco de un árbol o una piedra, se condensa y chorrea. Entonces aparece el goteo.
Si se piensa en música, el goteo es sonido discreto, carece de la continuidad análoga de, por ejemplo, un río de agua. El goteo es una suma de interrupciones, lo extremadamente particular en repetición, la constancia de la parte.
Ríos voladores, musgos y gotas trazan circuitos no reproducibles en un mapa exacto, que atraviesan las vidas humanas y no humanas de sus entornos cercanos y también de los lejanos. Su ritmo es acaso una cifra, un modo de contabilidad del tiempo sin equivalencia dibujando tanto la posibilidad de la existencia como la figura de la pérdida.
Les invito a ver el video “Bosque nuboso”, parte de mi trabajo en curso Otras partituras del agua que, en el marco de investigación de la Red Meteorológica Mundial, intenta adentrarse en ese metrónomo natural.