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Andamio higiénico

Toronto, 7:40 am, lunes 23 de marzo de 2020. Cae una nieve ligera que se va convirtiendo en lluvia. No pienso mojarme hoy; acabo de regresar de México y estoy en un llamado autoaislamiento que durará un total de 14 días. No salir ni recibir visitas, evitar contacto con otros residentes de mi casa, es decir, la familia, manteniendo siempre una distancia de 2 metros entre mi persona y los demás. El lugar que habito sigue siendo un espacio de tránsito, lleno de posibles moléculas inaccesibles al ojo humano. He pasado por un avión y dos aeropuertos, Uber y taxi, viajes en metro, trámites de archivo, con y a veces sin sana distancia, pero siempre con un pequeño frasco de desinfectante a la mano.

En estas fechas hay una diferencia de dos horas entre la Ciudad de México y Toronto, y ahora una diferencia de días o semanas entre sus respectivos niveles de contagio. México, según informaban en las primeras dos semanas de marzo, estaba aún en la fase 1, lo cual significa que no había comenzado la transmisión en comunidad. Por lo tanto, yo salía de casa, iba a diferentes archivos de la ciudad para tramitar permisos de autorización para la publicación de imágenes. Si todo sale bien, aparecerán en un libro que me ha llevado varios años escribir, sobre la discapacidad en el contexto de los discursos de eugenesia e higiene en el México posrevolucionario. Pero en estos días, que todo salga bien, sobre todo desde el horizonte de los deseos personales, es mucho pedir. El propósito del viaje a México, del 3 de marzo de este año, fue finalizar estos trámites, verificar algunos datos de la investigación, y explorar otros posibles proyectos. No fue toparme con un virus hipotético o real que, sin embargo, se volvía cada vez más presente mientras pasaban los días, hasta el momento en que tuve que adelantar mi regreso a Canadá y prepararme para un encierro de dos semanas, de acuerdo a la recomendación del gobierno canadiense, no por haber regresado de México en particular, sino por haber estado fuera de Canadá en general.

Pienso el virus desde la perspectiva de los estudios de la discapacidad, lo cual significa tomar en cuenta las continuidades entre la íntima experiencia corporal, la discursividad y los espacios sociales, pidiendo prestado el concepto de “corporeidad compleja” empleado por Tobin Siebers. Cada vez que me desinfecto las manos me inserto de nuevo en un entramado higiénico, en el cual hay que creer completamente para no soltar el jabón antes de que transcurran los debidos veinte segundos. Por eso resucito las imágenes del virus, ampliadas en su proceso de multiplicación, mirando cómo corren por mis manos y se disuelven en el agua. Las imágenes me protegen, me limpian, me normalizan, y me recuerdan que hay diferencias que solo serán deseadas en un estado ambiguo o hipotético. El cuerpo es tangible; no se desconstruye y, sin embargo, frente al encuentro entre lo microscópico y lo potencial, me dan ganas de dibujarles bigotes a los pequeños invasores, tal vez imaginarios, como en un tratado dermatológico del siglo XXVIII. Somos esta diferencia, incluso antes de que aparezca. La higiene, como mis apuntes archivísticos me dicen, se compone de acciones individuales, pero como proceso también empieza a definir el ser y la comunidad, como algo que el jabón ya no podrá quitar.

El legado activista y académico de los estudios de la discapacidad también subraya el hecho de que algunos espacios, geografías y cuerpos serán más afectados que otros por los múltiples impactos del Covid-19. Sabemos que no todos tienen la posibilidad de autoaislarse y seguir comiendo, durmiendo y respirando en un espacio cómodo y protegido. Los que viven en condiciones de salud precarias tendrán una tasa de sobrevivencia más baja que las poblaciones más privilegiadas. Hay un momento en que estas suposiciones se convierten en hechos sociales, o parecen congelarse: la edad o incluso la apariencia física de una persona podrá determinar el tratamiento médico que reciba, cuando el perfil estadístico se emplea en la toma de decisiones de vida o muerte, tal como las noticias mundiales nos informan. Esta ola se aproxima a este país y a otros, mientras observamos por dónde acaba de pasar. Vale la pena señalar una pequeña diferencia, entre la precariedad, como hecho efímero tal vez presente en otros cuerpos u otros tiempos, y la proliferación de percepciones, datos, recomendaciones y actos, un andamiaje sobre el cual se solidifica una nueva realidad perturbadora, la de aceptar las secuelas por inevitables y darles así la bienvenida, para algunos sí, para otros no.

No vemos los cuerpos, las condiciones o enfermedades “como son” sino como podrían llegar a ser, según lo que puede haberles pasado o los riesgos posibles que indican. El dilema de las estadísticas, y de otras herramientas de percepción que tenemos, es su afán de ofrecernos hechos reales, mientras recalcan su distancia frente a la carne viva. La estructura no es nueva, sino que nos remite a los orígenes paralelos de la eugenesia y la estadística moderna, ambas enfocadas en la (efímera) domesticación del error. Así, me recuerdan algunos textos posrevolucionarios mexicanos, cuando emplean la biotipología para perfilar los grupos humanos, de acuerdo a sus condiciones de vida que luego se reflejan supuestamente en las expresiones individuales de las caras. El desprecio se dirige hacia las circunstancias, es decir, la pobreza, el colonialismo, la desigualdad, y no al sujeto humano; y sin embargo se adhiere a este, como una mirada ajena que empieza a formar parte de la piel, según nos enseña Fanon.

El nuevo mundo del Covid-19 se sigue llenando de miradas, las que se cruzan y miden las distancias de dos metros, regresan, reconocen sus propios límites y captan  solamente el perfil continuo de la sospecha. No es solamente el miedo al contagio, muchas veces acompañado por un racismo apenas disimulado, aunque esto también existe; además, nos reconocemos, los unos a los otros, por indicios imposibles de precisar, tasas de mortalidad que cobran vida y empiezan a andar por las calles y parques, como fotografías de hace cien años (o ciento dos). Ciertas caras se congelan en estas imágenes. Se podría pensar que con más información y mayor evidencia, tecnologías de detección y prognosis más sofisticadas, lograríamos reducir la  ignorancia de nuestras proyecciones, así como la precariedad de algunas vidas en un mundo siempre desigual. Aún así, tendremos que enfrentarnos con la acumulación de marcos perceptuales que siguen buscando la precisión de la diferencia, el trazo de la aguja que se acerca al eje y pretende convertirlo en piel. ¿De qué maneras podremos cuidarnos y percibirnos, entre todos y en estos tiempos, sin perder lo impredecible y excesivo que vincula el cuerpo vivo a sus múltiples futuros?