Mi primer mes de claustro pandémico lo viví solo, en un departamento cerca del metro Chabacano, en la Ciudad de México. Tengo casi treinta años lidiando con una discapacidad motriz. Y por casi dos años seguidos, alcancé a vivir solo. Me gustaba mi soledad. No necesitaba saberme ni sentirme acompañado durante ese tiempo. En ocasiones, les daba asilo a algunas amistades o se quedaba a dormir alguna pareja. Pero al final de cada cuento, volvía a estar solo en mi espacio, conmigo mismo. Y me gustaba. Esto cambió con la llegada del coronavirus.
Al segundo mes de claustro, las cosas empezaron a complicarse en la ciudad y pedí apoyo a Celeste. Decidimos juntar nuestros víveres y soledades en su departamento, cerca del metro Mixcoac.
Al tercer mes, la situación comenzó a tornarse apocalíptica, no sólo en México sino en el Globo entero. Y por primera vez, en mucho tiempo, me sentí vulnerable. Y con la necesidad de volver al núcleo familiar. Si me pegara el Covid19, pensaba, preferiría enfermarme allá, en Torreón. Y si enfermara o muriera alguien cercano —tengo bastantes parientes con diabetes, obesidad o problemas respiratorios—, me gustaría encontrarme cerca de los míos.
Así fue cómo volví a mi ciudad natal, con mi familia.
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Es raro volver a la casa de tus padres y comer tres veces al día. Es raro volver a convivir tanto tiempo en un mismo sitio con varias personas. Es raro reconocer en tus padres sus viejas manías que empiezan a germinar en ti. Es raro tener como roomies a tu familia. Digo raro, porque no es ni bueno ni malo. Porque a veces tiene su encanto y a veces incomoda, puede que resulte divertido o ingrato. Pero no me sabe a bueno ni malo.
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A la semana de haber llegado, falleció Mague, la vecina de a lado. Una de esas presencias que, sin ser familia, ha estado allí durante toda la vida. Un rostro que me vio crecer desde bebé, un rostro que alcancé a ver cómo envejecía. De cierto modo, fue como una tía para nosotros. Al mes, murió El Manina, después don Lupe y Gilberto, luego el papá de los Chums, Guevara y el papá de Sinué. Todos conocidos o vecinos de la misma colonia. Y, oficialmente, ninguno de ellos murió por coronavirus. Pero se les complicó, de golpe, un cáncer añejado, les dio un infarto o fue por culpa de una famosa neumonía atípica. Casi cuatro meses de pandemia y nadie ha muerto de coronavirus en el barrio. Ja.
¿A quién le quieren ver la cara?
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Salí huyendo de la Ciudad de México a mi ciudad natal, con la intención de disminuir las posibilidades de contagio. Resulta que Coahuila es, de manera oficial, foco rojo a nivel nacional. Y, sin embargo, pareciera que vivimos en Fase 1. El ritmo de la ciudad bajó. Bares, iglesias, escuelas, tiendas departamentales, restaurantes y gimnasios se encuentran cerrados. Pero las fiestas clandestinas y las calles de algunas colonias siguen con cierta afluencia.
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El Covid19 no sólo se manifiesta en vías respiratorias. También pega en modo de fatiga, dolor de cabeza, diarrea. Buena parte de la Comarca Lagunera —Torreón, San Pedro, Gómez Palacio, Lerdo— se la vive por ahora con una diarrea peculiar que dura más de dos o tres días. Nadie le da importancia porque no es fulminante. Va y viene: no es permanente. Aparece hoy, se va pasado mañana y vuelve el próximo fin de semana, se va, y regresa después de la carnita asada, se va y regresa a media semana, en plena jornada laboral. Así, va y viene durante semanas. La gente culpa a la calor, a los mariscos, al polvo de la región.
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Las redes sociodigitales están al tope. Resulta desgastante tanto correo electrónico, tanta videollamada, tanto mensaje nuevo en el celular. Un chingo de talleres, seminarios y entrevistas a distancia. Los horarios laborales, como las horas de descanso, se encuentran desfasados. Recibo o envío pendientes del trabajo a la una de la mañana y desayuno a la una de la tarde. No sé cómo cumplen estas rachas forzadas las computadoras o el celular. Nuestra cabeza parece estar hecha del mismo material que el módem del internet: de alguna manera se las ingenia para resistir 24/7.
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Algunas discapacidades suelen llevarnos a ciertos periodos confinados. Yo he tenido temporadas de aislamiento o reposo durante semanas o meses. A veces por enfermedad, a veces por gusto, a veces por enfermedad y terminas tomándole el gusto, y bueno, aunque no te guste, si te encuentras fracturado u operado, te jodes porque vas a quedar varado en la cama. Pero esta sensación, después de tanto mes encerrado y de manera masiva, es muy distinta al típico ostracismo individual. Esta sensación no es rara. Resulta, sin eufemismos, de la chingada. Pesa, inquieta, cansa. Desvitaliza.
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En más de una ocasión me he montado en la camioneta y he salido a conducir por la ciudad. Sin bajarme me estaciono bajo una buena sombra y me pongo a leer₁, abro unas galletas₂, molesto a alguien por el celular₃ o, en total soledad, me saco tranquilamente los mocos₄ mientras los lanzo por la ventana₅. Puras funciones vitales: ₁recreación, ₂alimentación, ₃comunicación, ₄gnothi seauton, ₅carpe diem.
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Hoy por la madrugada murió mi abuela. Hace más de una semana que se cayó y se fracturó. Noventa y dos años en chinga. Todavía lúcida, reacia, digna. Muy ella. Antes de intervenirla, hicieron estudios. Salió positiva de Covid19. Qué raro, dijeron mis tías, porque no ha presentado ningún síntoma. Después de algunos días, volvieron a realizar una prueba. Salió negativa. Aunque mi abuela ya no quería moverse de su casa, la pasaron de inmediato al quirófano. La cirugía fue un éxito: le reacomodaron la cadera y le incrustaron una barra de metal en el fémur. Mi abuela reaccionó positivamente. Hasta se le vio de buen humor por la tarde. Algo rarísimo: toda la familia al pendiente y unidos por el bienestar de la abuela, dejando de lado riñas, malentendidos y culeradas de tanto año, de tantas décadas. Al día siguiente la encontraron muy mal. Su pierna estaba hinchadísima. Todo indica que se les olvidó revisar durante la noche la válvula por donde se drena toda la cochinada que el cuerpo debía desechar. Se complicó. El diagnóstico no fue reservado, más bien explícito. Y mis tíos decidieron cumplir, todavía con cierta resistencia, la última voluntad de la abuela: terminar en su casa. Llegó la ambulancia a la una de la mañana. El tanque de oxígeno —escasos en toda la ciudad— sólo duraría un par de horas. Fui a verla. Quería despedirme. Cuando yo era niño, recién atropellado, ella se quedaba a dormir en el suelo, junto a mi cama y me tomaba de la mano toda la noche. Ahora, en su lecho de muerte, me estaciono con todo y mi silla junto a su cama y le tomo la mano —apenas un sutil apretón con su índice—. De alguna manera, le regreso el vaso con agua: este acompañar cariñoso, esta sensación grata de compartir o aligerar el peso. Son sentires en algún lugar del cuerpo que nada tienen que ver con la razón. ¿Una especie de empatía biológica o asistencia existencial? Mi abuela murió a las 3:07 AM. Lo sé porque, junto a mi tía Carmela y mi primo Cristian, vimos cómo sacudió las manos y estiró la pierna derecha. Cuando le revisaron el pulso, había muerto. Entonces miré el reloj. Y apareció otra sensación extraña que logro racionalizar de la siguiente manera: ¿Cómo metes un siglo de vida en algo como un reloj?
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Durante mi vida he tenido dos experiencias realmente cercanas con la muerte —sin contar la mía y la de mi amá, que en realidad fueron un fracaso porque seguimos vivos—. La de mi tía Juana, hace más de veinticinco años, y ahora la de mi abuela. Ambas personas murieron en la misma casa. Distinto rincón, pero en el mismo cuarto. En ambos escenarios estuve presente: primero como un niño aseñorado para mi edad y ahora como un adulto bastante aniñado.
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Antes de regresar a la Ciudad de México, escuché a mi cuñado Mariano decir algo como “las canciones importan porque activan las emociones, para eso están hechas”. Ahora mismo me encuentro, otra vez, cerca del metro Chabacano. Y pienso en la importancia de las sensaciones. Y en la palabra. Se puede cantar, abrazar y contar desde la distancia. Importa comunicar lo que se siente. No solo lo que se piensa. Pensar antes de hablar. Sentimos, de hecho, antes de hablar o pensar. Pensar lo que se siente, luego hablar. Etcéteramente. Parece trabalenguas, pero no. Punto y aparte. Aquí dejo un abrazo desconfinado.
7 noviembre 2020, CDMX
La Bitácora del encierro es un proyecto de la UAM Cuajimalpa