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Cuarentena

Entradas del diario errático de una poeta, marzo a junio de 2020

Escritas en Thane, 44 kilómetros al norte de Bombay, Maharashtra, India

 

Esta no es una cuarentena porque ninguno de nosotros está enfermo.

Una declaración inicial que pretende la valentía de alguien que sabe que lo peor todavía está por venir… escritura que impregna, de inmediato, las sinapsis con el horror supersticioso de que decirlo lo vuelve una realidad.

Entonces: a cosas más luminosas no impulsadas por la bravata…

Es el cumpleaños de un amigo. Un poeta. Nuestra conversación no es sobre poesía sino sobre nuestros cumpleaños. Cómo, había una vez, en que amábamos nuestras fiestas de cumpleaños. Niñas y niños pequeños jugando juegos de fiesta y portando sombreros puntiagudos. Es una imagen encantadora: ¡mi amigo maduro, ahora de 52 años, retozando con sus amigos! Mis mejores fiestas de cumpleaños han sido en Bombay, con amigos de todas las edades y predilecciones, reuniéndose para comer, beber, hablar sobre películas y libros, para reír como si nuestras vidas dependieran de ello. Nunca más de 10 personas, lo que parece inimaginable en un tiempo en que las reuniones de más de cuatro personas están prohibidas.

Él encuentra difícil acopiar cualquier alegría para este cumpleaños. Le digo que hay tanta gente que está encantada de que él exista en este mundo. Es una forma de decirle cuánto lo amamos. Nos reímos mucho y es bueno. Más tarde, se le oye encantado cuando mis padres lo llaman para felicitarlo. Es parte de la familia. Es especial, como lo son él y su esposa. En diciembre todos estuvieron aquí, en el departamento de mis padres, tres poetas y sus esposas, leyendo nuevos poemas en inglés y traducciones del bengalí, maratí y urdu. Mi padre, el camarada Chattarji, también leyó en su temblorosa voz de 85 años, con su hija sosteniendo el micrófono de karaoke, mientras que afuera los jóvenes, que cuentan con una seguridad rabiosa, cantaban canciones de pandillas en continuidad coral, una y otra vez los cantos repetitivos de hirviente agresión abierta.

Había dos bandas sonoras en disputa esa noche de diciembre: la música gentil de las voces que leíamos, con toda la vulnerabilidad y la fuerza de los poetas que se aman unos a otros y que desean mantener vivo ese amor, mediante la escritura de la novedad, de nuevos terrenos, de nuevo trabajo, que es siempre tan aterrador compartir; por otra parte, los agitadores ciertamente ensordecedores, sin música a pesar de estar cantando. Era una noche de otro tipo de cuarentena —nuestras ventanas y cortinas cerradas— nosotros en autoaislamiento, amontonados en un espacio que quizás nos protegía, o no, de otro virus que acechaba afuera, una enfermedad hecha y derecha, sin nombre que ya había echado raíces y que nos sitiaba por todos los frentes; no reconocida como enfermedad y, por ello, se propagaba a diario…

*

Dos noches más tarde, no soy más sabia sobre el pasado o el presente. Quizás este sea el ritmo de nuestros días: trompicones que tienen que ver con la anormalidad en la que nos hemos encerrado. Encerrada   inmune   enamorada: siempre he estado hechizada por el sonido y la velocidad… eso al menos ha seguido igual cuando todo lo demás se trastorna y se estrechan los márgenes. Las elipsis son perdonables en esta página que llevo más allá de los límites. Elipsis   eclipse   la superluna rosa que cuelga como melancolía absurda en un cielo lleno de calor. No hay espacio suficientemente grande para todas las oscuras estrellas. La colina se llena a sí misma de lavanda rosa vandi vandi lavanda azul. Sin perspectiva de regreso, yéndose con algo de abandono.

El imbécil se sienta en el campo oscurecido por un giro del volante y el ojo se pone vidrioso como si de verdad no hubiera algo que ver.

Oh, pero quise decir “sin dejar un rastro”… ¿cuál es/podría ser el resultado cuando el “afuera” queda fuera? ¿Cuál es el resultado de este quedarse afuera? ¿El quedar fuera al estar enclaustrados en este imposible verano? “El verano sabe que sus días están contados y no se atreve a responder”, escribió mi padre hace tantas lunas. Nosotros casi lo sabemos, pero no nos atrevemos a reconocer este conocimiento.

Lo que realmente puntúa este texto es las varias veces que hago pausas, al oír el zumbido leve de una sola motocicleta como si fuera un avión aterrizando en estas bajas colinas, al oír el ruido del agotado ventilador que trata de aligerar los humos de la cocina, al levantarme para decirle a mi madre que esta desaceleración sólo puede ser buena para mí al tiempo que ella enrolla y fríe las parathas rellenas que serán nuestra cena de hoy. Parathas de rábano y pepinillo de lima: una comida muy atípica para celebrar el Nobo Borsho, el año nuevo, y este es el primer día bengalí que no rima con Svengali Año Nuevo 1427. Estamos a mitad de una peste medieval o eso es lo que nos parece a quienes nos hemos familiarizado con la peste por medio de nuestras lecturas. Tan viejas fascinaciones… ¿quién habría pensado que algún día serían tan cercanas? El aire está cerca esta noche, espeso y pesado lleno de calor atrapado. Nadie se queja. Estamos vivos y tenemos comida. Estamos juntos. Tan cercanos a cierto tipo de final. Y el “nogno nirjon haath” en el nuevo cuento de mi padre (apenas comenzó) son más que las “desiertas manos desnudas” de su amada Jibanananda: son los rastros de todos los escritores que nos hacen querer seguir sus pasos, sin dejar ninguna huella porque todo ya ha sido dicho y, sin embargo, no podemos evitar querer decirlo todo de nuevo.

 

*

Otro día llega a su fin. El poema en el otro lado de la página me habla a mí: de mi escorpión. Llenando el cielo arriba del mar. El tiempo pasa como arenas movedizas, como melaza, el viento “o el peso de la gente”. Ya no debo depender de otras personas.

Los huecos entre contiendas de escritura: impredecibles. Hay placer en este modo errático. Este año será histórico de maneras que exceden a las historias personales. El año pasado, alrededor de este tiempo, fui, por accidente, testigo de otro “momento histórico”. Los desastres hacen que la historia suceda. Frente a nuestros ojos incrédulos, Notre Dame se incendió. De un día de navegación tranquila a una noche tempestuosa. Qué súbito el giro. Qué súbitas las masas que se reunieron detrás de nosotros. Fue una larga noche y todos los puentes estaban cerrados. Si no hubiera estado tan cerca del acontecimiento, ¿me habría dejado marcada? Esta terrible proximidad: ¿es eso todo lo que nos vuelve impresionables ante los momentos que se vuelven parte de la historia sólo después de que pasan por nuestro torrente sanguíneo de testigos? “¡Ahí estuve!”, el marcador triunfalista. No le dije eso más que a los que me importan. Las fotografías se pueden compartir, pero lo que realmente sucedió fue incomunicable.

A diferencia de esta enfermedad que marca este momento en todo el resto del año. A través de una conexión inestable a internet, converso con un amigo y colega escritor sobre la enfermedad y el desasosiego. No es una conversación privada. Está siendo transmitida en vivo mientras hablamos. Y, sin embargo, la siento como si fuera privada cuando le pregunto sobre ese viejo contagio de las palabras, esa vieja seducción, ahora desprestigiada por lo real. La enfermedad no es una metáfora, como lo dijo ella hace tanto tiempo, la mujer cuya forma supina fue fotografiada de manera tan formidable por Cartier-Bresson. Estamos a mitad de una no metáfora gigantesca y nos aterroriza y apresura a nuestro deseo natural por las formas. Las cifras nos ayudan a darle sentido a esta niebla, convierten lo invisible en algo que podemos contar. ¿Es eso reconfortante? He ido más allá de la necesidad de confort, estamos exaltados por nuestra conciencia del peligro, tan cercano, tan real, como directamente sacado de nuestros libros de historia y de la gran literatura que hemos amado por tantos literarios y protegidos años. Estamos conscientes: podemos ser personajes, podemos ser participantes de un guion que hemos conocido siempre, podemos dejar de escribir por completo y no importaría, porque hemos sido inscritos en esta historia y estamos, todavía, vivos.

El siguiente día es como de costumbre: el pánico simple de salir, el placer simple de la sandía, el gran hueco entre las pequeñas fogatas en que se quema la basura y el incendio del bosque que se abalanza a nuestro alrededor, ahí, apenas más allá de la colina de la que los leopardos descendieron para reclamar su tierra.

*

“A través de las paredes invisibles del viento” viene un miedo, no dicho, vivo.

Esta es la primera mañana en que he salido desde que comenzó el confinamiento. De un departamento a otro: la dimensión completa de mis viajes del mes pasado. Es exactamente un mes y, ¿cuántos días? El deseo de precisión ya da tropezones, como el que tuve esta mañana, extática ante la extrañeza de salir del perímetro de mi encarcelamiento forzado. ¡Todos tendríamos que ser tan afortunados como para tener ese encarcelamiento! Con toda la libertad, como siempre, de trabajar, dormir, comer. Pero la ruta circunscrita me mantuvo atada con una correa que era tan necesaria, si quería proteger a los mayores. Y, entonces, de un edificio al siguiente, fue el cielo el que ayudó, las nubes de Monet, el súbito placer de saber que el mundo todavía estaba ahí, el pequeño tramo pavimentado al camino exuberante con flores amarillas en el suelo, como si viviéramos en el corazón de una unidad habitacional descuidada, una herencia que se desmorona, compartida por hermanos igualmente desconsiderados. En la noche, la calle se sentía desolada sin el socorro del color y me volví de nuevo hacia el cielo, que hacía apenas un eón tenía una gigante luna rosa.

Pero esta mañana, el cielo estaba límpido, sin otra cosa que la mañana, un azul transparente y puro que brillaba por igual para todo, el sol invisible salvo por la sombra que daba a la luz, y sobre todo el silencio sensacional de ver como si fuera para siempre y, por primera vez, un mundo nuevo. Crucé la calle y casi me tropecé por un alambre imperceptible y me reí detrás de mi cubrebocas por la belleza de todo, la tonta dulce lógica de todo, la alegría de los reflejos que funcionan para prevenir una caída: ¡porque qué sería peor que sobrevivir al virus y sucumbir ante un absurdo y tonto accidente!

En la esquina en que alguna vez estuvo el puesto de té, hace toda una vida, el olor de bhajis friéndose y del té hirviendo y de las motonetas estacionadas arrojando sus humos biliosos con hombres de pie a su alrededor, perdiendo el tiempo, y las mujeres sorbiendo cocos y el vendedor de caléndulas echándole el ojo a los infieles. Una sombrilla solitaria protege al voceador, un chavo al que nunca he visto antes, desolado en su puesto, porque quién seguirá comprando los periódicos. En una banca que nunca he visto antes y que ahora bordeo cuidadosamente, un policía con cubrebocas revisa su teléfono celular. Es entonces que veo a los otros policías, el coche sin registro, la barrera cruzando la calle. Un camión de basura pasa por ahí. El banco está cerrado, obstruido, con una notificación encadenada a la reja. He llegado demasiado temprano y debo regresar otro día. Me siento como una aventurera salvaje cuando espero detrás de dos hombres con cubrebocas para comprar un solo melón y una penca de pequeños plátanos amarillos. Esto es tan emocionante que difícilmente contemplo los riesgos. Hace unos segundos, me quedé boquiabierta ante los laburnumes como si fueran visitaciones angelicales, tan deslumbrantemente amarillos contra el verde y el azul. He sido interpretada como tonta por este repentino contacto con el mundo exterior. Me lo habría perdido si no tuviera el recuerdo cercano de la locura.

La misma noche, compro piernas de pollo y calabazas verdes puntiagudas, cuatro limones secos y dos calabazas de serpiente, dos zanahorias naranjas y la mitad de una calabaza entera y me siento como si hubiera heredado el mundo. Le doy las gracias a los vendedores dos veces y me voy de ahí. El dulce se derrama por mis brazos desnudos. Soy veloz por partes iguales por temor hacia quienes están muy cerca de mí y por júbilo ante mi libertad recién encontrada y de corta duración.

 

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Hoy es el cumpleaños de Buda. De Eid hasta ahora, la luna ha atestiguado mis ires y venires, arriba y abajo. La media luna plateada, tan encantada, uno puede entender por qué una fe completa se inclina ante su revelación. Eid ka chand, nunca antes fue entendida como una cosecha de almas, una dulce hoz tallada en la noche, nunca destinada a ser tomado por manos humanas y, por tanto, sin el elemento que le hiciera posible sostenerla para empuñarla, como harían los humanos, cada oportunidad para lastimar. La luna creciente, de antiguo arco sin edad a la luna llena de esta noche, el Buda que hemos olvidado, pero no a esos que cantaron en el pequeño templo a Él y Ambedkar, y entonces restauró alguna semejanza con el “antes”, antes de que todo esto se callara, su ritual diario de buddham sharanam gachhami suavizando nuestras noches a la seguridad, la posibilidad de inactividad, cada día un acto de fe, el honesto trabajo en sus voces, silenciadas momentáneamente y extrañadas.

Y hoy —el después— una niebla ominosa se levanta del suelo. Esta no es la niebla apacible que desciende de las Colinas yevoor cada temporada de lluvias, haciendo que nuestro balcón se sienta como una pequeña balsa que flota sobre mares verde gris, y nosotros, habitantes en Shangri-La, el preparaíso que hemos cargado en nosotros todo el tiempo desde que dejamos nuestras casas de infancia.

La niebla de la noche gira hacia arriba de la boca de las mangueras, llenando los espacios entre los edificios y los árboles, calle y ventanas, campo y choza, con una densa espuma blanca cuajada, acompañada por una voz que sale de un megáfono que nos advierte que no debemos estar en las calles. Esta niebla apesta a químicos que esperamos nos salven del virus, a pesar de que nos maten con el ardor en nuestros ojos, la quemadura en la garganta, que nos tiene corriendo a cerrar las ventanas cinco pisos arriba del nivel de desinfección, esta fumigación que nos salvará pero no a aquellos que no tienen ventanas para cerrar, que esperaron pacientemente para ser fumigados a la orilla de la calle, al lado del camión que los había dejado ahí, esos bultos de carne no deseada, un coágulo de gente sin nombres, quienes se acuclillaron obedientemente al tiempo que sus cuerpos eran desinfectados: esas personas desheredadas   desposeídas.

 

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Esta noche los montes están oscuros. Encima de ellos la estrella que pienso es Venus, se quema como la fantasía que uno tiene sobre una estrella. Sopla un viento loco. Un silencio en que el golpeteo suena más fuerte. Anoche mi madre vio un avión volando bajo, sobre las colinas. Se sintió como normalidad, dijo ella. El silencio de esta noche es siniestro y nos afecta de una manera que nunca esperamos. Nuestra propensión natural de hablar mucho se ha infectado, nuestra risa humedecido. Cuatro pisos abajo, la madre enferma de un hombre maduro ha muerto. Hombres con cubrebocas esperan para escoltar su cuerpo al crematorio. Nunca he conocido o siquiera visto a la señora. Es a su nuera a la que conozco, una mujer que me cae bien por su calidez genuina, la eficiencia enérgica que sus gestos sugieren, su amabilidad con mi padre en las escaleras, una mujer panyabí que no se parece en nada a la otra mujer, más baja y más vieja, madre de un pequeño sardar que me saluda como si fuéramos de la misma familia, y por tanto, por un momento estamos, todos esos sardarianos y yo, conectados por más que un saludo informal, y entonces el silencio de esta noche es fúnebre y sólo, para honrar a los muertos, que quizás pronto se vuelva normal, sofocar el presentimiento, y aún nosotros de vuelta a la calma.

 

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Los días han sido circulares, inquietantes y andrajosos en las costuras. Dentro de la mente, un constante bullicio que ni dormida se puede calmar…

Mis días apestan a descuido. Sin barniz alguno para brillar, a todo mi alrededor una capa negra que refleja el “me vale” que ya no es una pose, tan profundo que podrían hundirse las patas en su escoria bajo los pies. Mi cerebro parece haber desarrollado hongos en él, me descubro diciéndole a un amigo. Ni siquiera hongos psicotrópicos, nada tan atractivo, sólo y llanamente hongos, indeseados.

Crecimiento   no siempre   positivo.

Me siento al lado de la puerta del balcón a escuchar la canción de Hoshain Miya de Padma Nodir Majhi (Los pescadores del río Padma) y bosquejo las colinas que enverdecen, su repentino verdor, y la pálida nube gris que se ve como una cuarta colina que ha crecido de un día para otro, no queda huella en esta costa occidental de la furia ciclónica del Este que dejamos atrás.

 

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Así es como se deshace cada acción.

Por un momento de querer incumplir una regla, tomar los asuntos en manos propias. Mi deseo de proteger es absurdo y monumental. Cuando descubro que todas las líneas de seguridad, cuidadosamente trazadas, han sido traspasadas en un movimiento imprudente e irreflexivo; me siento inundada de terror.

Quizás es así como los carceleros se sienten cuando sus tutelados escapan y la narrativa siempre pesa a favor de quien está tentado a transgredir y huir. Salvo que no soy un carcelero, meramente la guardiana del bienestar por más meses que estos días afligidos por el virus. Quizás sea una señal de que debo dejar de preocuparme tanto y dejar que las cosas tomen su curso. Quizás el cuidado sea una camisa de fuerza, buena para el paciente sólo a los ojos del doctor. Quizás el deseo de liberarse sea más fuerte que el deseo de seguridad. Es lo que los niños hacen: huyen del rigor sofocante del cuidado de sus padres. Quizás madurar sea como convertirse en un niño otra vez, imprudente, impaciente, inquieto, desdeñoso de la muerte porque está convencido de su propia inmortalidad o, más bien, convencido de que mantenerse vivo no es tan importante como parece, que podría ser mejor vivir enteramente en libertad por unos cuantos momentos robados frente a un daño inimaginable, que cojear a través de cuartos esterilizados de una eternidad perfectamente segura y sellada. Quizás así fue como se sintió cuando, con todos sus 78 años, ella se puso un cubrebocas, se colgó su bolsa, abrió la puerta, entró al elevador y se formó en la fila de las verduras que yo habría comprado para ella. Debe haberse sentido recorrida por la victoria, triunfante y feliz. Pero sólo por los momentos mientras eso ocurría, su transgresión secreta. Revelada, adquiere el color del crimen y la alegría se desvanece de la cara de mi terror que consume.

Se abre un tajo en el aire. El aire es la pared que mantiene la seguridad dentro de él. Un respiro, aquí, una burbuja. Hoy se revienta. La ilusión de la seguridad se va por el mismo camino que lo haría la red debajo del trapecista cuando resulta que la red no está ahí. Caerse de un acantilado podría haber sido una sensación más feliz. Baluarte. Muralla, Alcázar. Fortaleza. Casa de seguridad. ¿Cuáles de estos huelen más a agresión que a seguridad? Hay un límite para el control. Ninguna imposición es ajena al incumplimiento. Un pacto puede quedar mejor sellado si ambas partes conceden equidad y carácter común de intereses. Sin la mutua aceptación de la importancia de aquello a que se está entrando, un pacto es una ejecución. Ésta fue, descubre el estratega, la gran falla en el gran plan. El fracaso en comprender que la disposición del terreno tenía que ser mostrada por completo, el mapa desplegado hasta sus orillas para que no hubiera tierras tentadoras que quedaran ocultas. Con una larga batuta, las posiciones enemigas debieron ser señaladas. No, el estratega dice, más aún: las palabras tenían que haber sido deletreadas: amenaza, incursión, frente de batalla, defensa, indefensión, riesgo, alto riesgo, propagación, aumento, exponencial, curva, números, muerte, más números. Ningún nombre tendría el impacto de un nombre, nombres, conocido, desconocido, familiar, famoso, oscuro. Todo debió haber sido puesto en una lista y practicado, como un tiroteo, hasta que fuera claro para todas las partes lo que cada una de las palabras significaba, para que más adelante no hubiera posibilidad de confusión o incomprensión o peor todavía, evasión: no nos dimos cuenta de que las cosas estuvieran tan mal, no teníamos idea. Había que haberse hecho de socios en la empresa de la defensa más que de sujetos. Darse cuenta de esto llega muy tarde. O, el estratega espera, quizás no. Si los rebeldes sobreviven esta infracción y todo permanece bien, tendrá un efecto saludable: aflojar los gruesos cordones de saliva que amenazan con ahogar al guardián de este involuntario bastión, el deseo de ser el puesto más externo más que refugio, más guerrillero que soldado, más rebelde que una causa.

 

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Cada día: una invención. Asombroso, las variaciones que son posibles en los límites de lo que nuestra vida es. “Cada excursión una interrupción del yo”, escribí, en esa otra pared sin sonido. Hoy ha habido muchas excursiones. Una con una caja de cartón grande a los botes de basura cerca de la reja, ahora vacía (la caja no el bote) de las cuatro latas de Heineken, las dos botellas de Hopper, dos de Buho, una cerveza artesanal y una botella de vino tinto, entregadas no a nuestra puerta, sino a nuestro edificio donde Abaji se sienta como un séptimo ojo de las seis cámaras de seguridad, de las que me pregunto para qué las necesitamos, además de nuestros cuatro vigilantes en dos turnos. Somos una sociedad humilde, no hay nada de lujoso en nosotros y a pesar de eso la vigilancia es extrema, sin ser desalmada, no obstante, siquiera en estos tiempos virulentos; nuestro vecindario tiene una agradable rusticidad, los vigilantes comparten su té a las 16:00 y el jardinero se sienta para su almuerzo. Ahora ellos cenan por separado y cada tarde veo sus portaviandas lavados, secándose al sol.

Abaji ve benignamente cuando recojo la caja de cartón y deslizo la tarjeta de crédito y olvido mantenerme a tres pies de distancia del hombre que trajo el pedido en un Uber, para que nos sintamos todavía más especiales, entrega especial después de dos meses sin una gota. Se siente como algo decadente que le lleven a uno lujos a domicilio, después de semanas de excursiones en busca de abarrotes, fruta fresca, medicinas, leche y pan. En dos meses nos hemos acostumbrado a ser totalmente vegetarianos de manera que la primera comida con pollo resulta suntuosa y la segunda (semanas después) con cordero, demasiado pesada para digerir. Después del diluvio de emociones de ayer, esta autocomplacencia con entrega a domicilio no parece totalmente arbitraria, aunque ahora, horas después de tomar Buho, siento esa vieja culpa, de tomar más, mucho más que los demás.

 

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El clima dice: Cuidado. En Bandra, Khar, Parel, las langostas han pululado. Aquí, en Thane Occidental, las únicas que han pululado hasta ahora son las nubes de lluvia, flotando sobre las colinas. Hoy mi tacto es apático, mi paso lento. El clima se ha marchitado dentro de mí. Las hojas brillan, porque no hay polvo, con todos los coches estacionados y los camiones escondidos. He comenzado a sonreír a los gatos detrás de mi cubrebocas, saludando a mis perros sonrientes, nuestros famosos y leales cinco callejeros cuyos rituales diarios imperturbables me llenan de alegría. Hay un pavo real en el cielo, su pequeña y clara cabeza inclinada para la danza, hasta que el viento la disuelve.

El regocijo de la excursión se ha deslavado. Las calles están más llenas ahora de lo que estaban la última vez que me aventuré tan lejos. La ausencia de los vendedores es conspicua, lo contrario con los policías. Hay tanto bullicio como aburrimiento alrededor y lejos de las barricadas, barreras de plástico rojo y amarillo que le recuerdan el jardín de niños a los adultos revoltosos. Los policías han estado acosando a los vendedores ambulantes cuando deberían estar acosando a la gente bien vestida que anda deambulando sin cubrebocas y sin cuidado. Un bebé ha estado tratando de despertar a su madre muerta en una estación de tren. Un reporte médico anuncia que el virus puede viajar hasta 20 pies. Los círculos azules con pies dentro de ellos, que muestran dónde debemos esperar de pie hasta que el cajero nos llame, me recuerda a una historieta. Dos niños llevan caretas transparentes, algo como de videojuego. No me asombro ante lo azul del cielo, lo naranja de la flama del bosque. Lo que se había sentido como un desarreglo fascinante, ahora se siente pesado y torpe. Hay un avión de papel rosa en la banqueta. La tienda de la esquina de Aniruddha está cerrada. El nicho de la tintorería en la pared está vacío de gente y de parafernalia. Un calendario Kalnirnay cuelga de su clavo. En la banca en que alguna vez se reunieron los fumadores, un hombre maduro habla por teléfono, dando instrucciones sobre cómo llegar a una dirección.

Ya no hay dirección. Hoy el espacio para la conversación se ha encogido. No tengo la suficiente energía para dar o recibir mucho. Todos están felices de ver que Lalu está de regreso. Lalu y su esposa, Anita, que recogen de puerta en puerta nuestra basura diaria. Lalu, que era un niño pequeño, ahora es un hombre barbado con una camiseta verde y guantes amarillo limón, da zancadas hasta la reja con el bote de basura a su hombro. Por una semana ha estado enfermo con fiebre. No LA fiebre. Por una semana, filas y filas de clasemedieros consentidos, hombres y mujeres, han llevado su propia basura, mojada y seca, a los botes grandes al lado de la reja. Por una semana, han aprendido a limpiar por sí mismos. Estoy contenta de que Lalu esté de regreso. No por la basura, que por mucho tiempo he estado acostumbrada a tirar yo misma, sino porque él está bien, y de vuelta, con su presencia que alegra, su presencia mañanera tarareando con silbidos sólo un poco desmejorado por la enfermedad. Todos se detienen a saludarlo, el alemán con dos perros, grande y chico, los vigilantes, viejo y joven, el soltero que bombea hierro en sus brazos y camina rápido y saltando de y hacia su departamento. Solía irse a trabajar a las 9:00 en punto y los fines de semana recogía sus chapatis del departamento del vecino. Cada rutina ha desaparecido. El malayali que parece que tuviera 50 pero que no puede tener más de 35 fuma en su balcón entre y durante sus (ruidosas) llamadas de trabajo. Me estoy convirtiendo en Jimmy Steward sin la pierna rota, ¿quién sabe dónde terminará todo esto?

 

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¿Puede ser casualidad que un poema, del otro lado de la página, tenga el verso: “A través de la lluvia, después de la lluvia, más allá de un mundo empañado, que se hunde”?

Este es exactamente el conjunto de palabras correctas para este momento tras dos ciclones que han barrido las dos ciudades de mi vida: Calcuta y Bombay. Una destrozada, la otra suficientemente afortunada para haberse salvado por muy poco. Es el principio del monzón y la lluvia sólo parece amenazante porque conlleva el ciclón. La lluvia y el viento me hacen olvidar la presencia del virus. Hace dos noches, salí de mi casa sin el cubrebocas, en una oleada repentina de olvido, extrañamente eufórica en mis zapatos de lluvia azules, llenos de energía de aventuras del pasado en la lluvia: subirme, con mis padres, a un coche con un conductor de ojos enrojecidos que mascaba nuez de betel, mucho más joven entonces, y dispuesta a todo, arrancando bajo la lluvia torrencial hacia Lonavala, sin pensar en posibles avalanchas y accidentes carreteros, abriendo una pequeña cabaña que nos rentó un amigo, explorando para conseguir comida, sin encontrar ninguna, haciendo de Lonavala bajo la lluvia una experiencia memorable de khichdi hecho en casa, en casa de alguien más. Ellos tienen todavía ese gran don, mis padres: hacer que cualquier lugar parezca un hogar, como aquí mismo en Thane, con las colinas de acuarela de hoy bajo un sol benigno, fresco después de semanas de un calor y humedad opresivos. Las calles lavadas por la lluvia esta mañana mostraban cada seña de normalidad: coches, compradores, policías ausentes, las barricadas habían desaparecido, los vendedores alegres dejando que uno escogiera sus verduras de entre los montículos, arriba las nubes listas para otra explosión. Estoy menos asustada que antes en la fila del banco y cuando noto a un hombre arrancando hojas de nimbo, del árbol, recién lavadas por la lluvia, le pregunto si las está vendiendo. No, dice él, y delicadamente me entrega un ramito de hojas, como si fueran una sola rosa.

 

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Un aficionado al cilantro explica en un video de YouTube cómo cualquiera puede cultivarlo. Contrastando con su hogareña voz bengalí hay una incongruente canción a guitarra de música country estadounidense. Las palabras “sistema de drenaje” se repiten, de la misma manera que “suave” y “tierra de jardín” y “25% composta”. Él es serio y persuasivo. Su voz es aguda y se encaja en mi tren de pensamiento. Espolvorear. Rociar. Shundor Hermoso. Había cosas que tenía la intención de grabar, pero su voz, entusiasta y optimista, hacen que olvide cómo hacerlo.

Y después están los sueños: que me despiertan llena de amor y esperanza. Un amigo y yo estamos cerrando lo que parece el departamento de mis padres en Calcuta, pero se siente como si estuviéramos cerrando todo un pueblo… su espacio, los colores y la gente, dos horas para el tren que sé que perderemos si no nos apuramos, apuramos, y no lo hacemos, no lo hacemos. Dimensiones imposibles en esos sueños, hospitalarios y que todo lo incluyen.

Una motoneta se patina, un coche da una frenada evitando matar a un cachorro. El calor está de vuelta, y la noche, y los perros que ladran.

 

La Bitácora del encierro es un proyecto de la UAM Cuajimalpa