Actualidad

De dolores, muertes y resistencias

Duelen las muertes, ajenas y propias, como si esa distinción pudiera hacerse realmente. Duelen porque no debían suceder, porque hay algo que hemos hecho mal.

No me refiero a cuestiones policíacas, paranoicas, de seguridad, de culpas por desoír las advertencias del imperio disciplinario y de la tecnociencia, o por ser incapaces de dar con la solución a lo que nos está pasando.[1] Tampoco me refiero a lo que la política institucional-estatal nos achaca con la individualización republicana de responsabilidades como con-ciudadanos de la ficción de una comunidad-nación, demandándonos garantías de civilidad mediante discursos de “nueva normalidad”: salir a trabajar con insumos de protección imposibles de adquirir en el “(libre) mercado”, lavarnos las manos con agua que no existe en zonas de sacrificio, seguir aprendiendo e incluso rendir el SIMCE[2] si tenemos diez años… como si esta experiencia no nos enseñara ya bastante.

Me refiero a lo que en mi caso he hecho mal para estar aquí sentada, con calefacción, escuchando música con un parlante y un computador delante, mientras el mundo se cae a pedazos. ¿Podemos deshacernos de responsabilidad, arguyendo que el COVID-19 es fruto de prácticas humanas de culturas ajenas a la (nuestra) industrialización agroalimentaria y, por lo tanto, a la necesaria higienización en procesos productivos? ¿Es esta pandemia el resultado de prácticas geopolíticamente localizadas y “no desarrolladas”?

Creo que no podemos reducir esta cuestión a una zoonosis[3] y reforzar así las distancias y diferencias especistas entre los seres vivos y no vivos que contingentemente componen nuestras experiencias. Nosotrxs, “comunidad científica”, debemos responder: no solo mediante la búsqueda de antibióticos y vacunas, no solo a través de modelamientos y trazabilidad de datos para una mejor gestión de recursos y personas. Porque este virus no está fuera, está en nuestras prácticas cotidianas y propietarias de producción tecnocientífica del tiempo y el espacio, del mundo y de nosotrxs mismxs.[4] Debemos responder con nuevas metodologías y epistemes, con una nueva ontología: debemos investigar nuestros procesos de afección, relacionamiento y cuidados.[5]

No podemos ver el virus como una cuestión ajena a nuestra propia cultura-leza.[6] Estamos llenxs de células que se reproducen a sí mismas en nuestras carnes, bacterias que viven y conforman nuestra piel. Estamos llenxs de energía recombinada que se despliega en nuestros órganos y fuera de nuestra agencia:[7] en cada una de las prácticas cuyo valor capital puede celebrarse o condenarse en relación con su temeridad, eficiencia o capacidad de apropiación. ¿Cómo hubiéramos sido, cómo sería el mundo sin la Modernidad, con sus taxonomías clasificatorias de dominación e individualidad a cuestas? Pero aquí estamos (re)produciéndonos y no podemos seguir haciéndolo de este modo, a costa de todo cuerpo-territorio. No podemos luchar contra un virus como si libráramos una guerra contra un agente externo. Somos nosotrxs —que seguimos vivos, en cómodas cuarentenas, con acceso a bienes básicos y privilegios insultantes y ridículos—, somos nosotroxs los propietarios, los temerarios descubridores extractivistas que se explotan a sí mismos y a la tierra, somos nosotrxs quienes también debemos responder ante la muerte de cada uno de lxs seres que ha dejado su carne acá sin siquiera rituales que permitan despedirles.

Por eso pregunto: ¿qué producimos?, ¿cómo lo hacemos?, ¿dónde lo hacemos?, ¿por qué lo hacemos?, ¿para quién/es?, ¿para qué?, ¿con quién/es? Hay que hacer justicia por las vidas que hoy ya no se mueven con/en nosotrxs. Debemos producir la pluralidad de condiciones de posibilidad de vidas —¡y muertes!— que sean vivibles, que se puedan tocar.[8]

En cada tecnología inventada, producida, patentada, vendida y consumida, en cada pantalla e imagen que nos media y hace más rápidos nuestros días, están ellxs, están sus vidas y las de sus hermanxs, compañerxs, que se incrustan en nuestra historia. En cada privilegio tecnológico que nos cruza y constituye, en el progreso desarrollista de las revoluciones industriales, en el complejo tecno-hospitalario que acogió los nacimientos de muchxs de nosotrxs, ha concurrido silenciosa la presencia espectral y material de muertes que ahora vemos caer con crudeza en formato audiovisual; muertes que vivirán en nuestras pieles hasta que desaparezcamos. Serán aquellas (nuevas) memorias “de pandemia”, memorias “de peste”, memorias de “desigualdad” que no podremos enunciar, no por su inocencia, sino por su advertencia; no por culpas o angustias vanas, sino por aquellos afectos tatuados que se anudan a la garganta y nos recuerdan que continuamos el legado eugenésico en una forma positiva,[9] produciendo activamente cuerpos y seres que importan más que otros, políticas clasificatorias de jerarquización ontológica.

“El coronavirus, el Covid-19, como toda epidemia, no construye un relato nuevo sino que cataliza la injusticia del presente. Los virus, estas entidades sin nombre ni forma de clasificación, no son los culpables porque la culpa es del capitalismo. Los virus no pertenecen ni a los salubristas, ni a los biólogxs, ni a los filósofxs.  siempre han querido desaparecerlos aunque nunca se podrá, porque no son una excepción sino parte de nuestra ecología. De lo que sí estamos seguros es que desestructuran un equilibrio higiénico. Me pregunto entonces, ¿quiénes son lxs virus?”.[10]

Nuestros signos y materialidades despliegan su propia agencia: son la imagina-acción multiespecie de intersecciones de lo vivo y no vivo, en toda su virtualidad. Podemos ser/hacer conocimiento propietario y violento de necro-intersecciones antropocéntricas o posthumanistas,[10] dominadas por el control y la verdad tecnocientífica, o ser/hacer conocimiento resistente y situado de intersecciones precarias e inciertas, posiciones que articuladas de manera interdependiente hacen vivibles las múltiples singularidades de los tiempos y espacios que experimentamos.[11]

 

 

 

* Este artículo fue publicado originalmente en la revista digital Carcaj. flechas de sentido.

[1] Naciones Unidas (junio 2020) “Los países de América Latina deben ser persistentes, dar información clara y guiarse por la ciencia para combatir al coronavirus”, en Noticias ONU. Mirada global, historias humanas. Disponible en: https://news.un.org/es/story/2020/06/1475442.

[2] SIMCE es la sigla en Chile para el «Sistema de Medición de la Calidad de la Educación”, un conjunto de exámenes orientados a medir el dominio por parte de estudiantes de temas específicos del currículo escolar.

[3] La zoonosis, como enfermedad infecciosa transmitida entre animales y humanos, es subvertida en la misma medialidad de nuestra piel, que nos mantiene en permanentes articulaciones de contagio.

[4] Una bella experiencia de lectura sobre la producción técnica de nuestra sexualidad la encontré en el libro de 2019, que recopila crónicas de Paul B. Preciado, titulado Un apartamento en Urano. Crónicas de cruce, de la editorial Anagrama.

[5] Sobre el giro afectivo y “la capacidad de la materia para la autoorganización en ser in-formacional” (p.1), presagio y acompañamiento discursivo del forjamiento de un nuevo cuerpo, el cuerpo biomediado, entendido como “modo históricamente específico de organización de fuerzas materiales, invertido por el capital en la existencia, y elaborado a través de varios discursos de biología y física, termodinámica y complejidad, metaestabilidad y relacionalidad no-lineal, reconfigurando cuerpos, trabajo y reproducción” (p. 2), se puede revisar el artículo de Patricia Clough, “The Affective Turn: political economy, biomedia and bodies”, publicado el 2008 en la revista Theory, Culture & Society.

[6] Para profundizar en el mundo de Donna Haraway se puede revisar el artículo “Las promesas de los monstruos: una política regeneradora para otros inapropiados/bles”, de la revista Política y Sociedad, de 1999; y el libro Ciencia, cyborg y mujeres. La reinvención de la naturaleza, Ediciones Cátedra, Madrid,  1995.

[7] Para Jorge Díaz, en su columna “¿Quiénes somos lxs virus?”, publicada en Antígona Feminista, los virus son una transición entre lo vivo y lo no-vivo, un fragmento de material genético, incapaz de proliferar de manera autónoma, saltando de genoma en genoma buscando una manera de copiarse tomando el material del hospedero. Como la capacidad de auto reproducirse es una de las características que define a lo vivo, el virus sería una entidad poco definida en el lenguaje de la ciencia, donde “algunos biólogxs mas audaces y abiertos a otras discusiones del mundo, buscando reacondicionar nuestras formas de comprender lo vivo, abriéndose a ideas menos cerradas y a posibilidades que integren la naturaleza dinámica de intercambio con el ambiente, han llamado a los virus como ‘infravidas’, dándole una posibilidad de existencia. Porque lo que no tiene nombre no existe (…)  El concepto de ‘infravida’ dice que siempre hay algo no-vivo dentro de lo vivo”.

[8] Haciendo una relectura del pensamiento crítico de Marx, podemos considerar la “esencia” de nuestra especie en el conjunto de todas nuestras relaciones inter y transespecie, aquella amalgama de conexiones que solo puede hacer distinguibles las existencias en común; e imaginar una praxis de transformación en alianzas que hagan coincidir la modificación de circunstancias de dominación —aquella racionalidad inventada y empleada como instrumento de producción de la modernidad— con el cambio de nuestra propia actividad productiva y creativa, aún inscrita en dicha lógica de proyección consciente de sometimiento y transformación de la naturaleza para nuestros propios fines, sin re-conocer nuestra re-creación en ella.

[9] Una buena revisión sobre la asociación entre eugenesia y discapacidad, además de raza, la encontré en el libro de 2006 de Sharon L. Snyder y David T. Mitchell, Cultural locations of disability, de The University of Chicago Press.

[10] Sobre un marco teórico para posthumanidades críticas he revisado diversos textos de Rosi Braidotti, entre ellos el artículo del 2018 “A Theoretical Framework for the Critical Posthumanities”, en la revista Theory, Culture & Society.

[11] Para adentrarme en epistemologías feministas inicié con el capítulo de Donna Haraway del libro Feminism and technoscience, del año 1997, de la editorial Routledge de Nueva York, titulado “Modest_witness@second_millenium.Femaleman©_meets_ OncoMouse™”. Asimismo, son muy explicativos y sentidos los artículos de (1) María Angélica Cruz “Epistemología feminista y producción de testimonios de mujeres sobre la dictadura en Chile: redirigiendo el foco a la posición de la investigadora”, del 2018, en la revista Prácticas de Oficio; y de (2) Marisa Ruiz Trejo y (S.) García Dauder, “Los talleres “epistémico-corporales” como herramientas reflexivas sobre la práctica etnográfica”, de la revista Universitas humanística, publicado en el 2018.