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El amor en los tiempos del covid

Al final de febrero dejé a mi novio en el aeropuerto de Gaborone. Se trataba de una relación reciente, apenas nos habíamos conocido en la primera semana de noviembre de 2019. Era una relación a distancia y estábamos viendo si había algo que pudiera quizás llevarnos a cambiar eso: comenzábamos a creer que probablemente lo había.

En diciembre lo visité por 10 días en su granja apícola en Kenia. Y después, por primera vez, él había venido a visitarme a Botsuana, a mi casa de Mahalapye, un pueblo grande en el Distrito Central del país. Se quedó un mes y había sido un gran mes. Viajamos por el país para visitar a mis amigos, fuimos a acampar en el bosque, paseamos a mis perros en los montes rocosos al oeste de mi casa, nadamos; pasamos un tiempo maravilloso juntos.

Los dos somos mayores, con una larga historia de relaciones y de amores, pero había algo diferente esta vez, para ambos. Tuvimos una conexión más tranquila, con más confianza desde el comienzo. Habíamos tenido suficiente de los dramas de la juventud. Parecía que estábamos camino a algo bastante importante, algo bastante especial.

Entonces, fue triste cuando él se estaba yendo, pero nos pusimos de acuerdo en que nos veríamos de nuevo en abril, así es que no debíamos preocuparnos. Yo viajaría a Kenia y me quedaría por más tiempo. Entonces, comenzaríamos a pensar en cómo podríamos hacer para que esto funcionara a distancia.

Pero yo nunca fui a Kenia. Nos dijimos hasta luego y no lo he vuelto a ver desde entonces. Al menos no fuera de una pantalla.

Nuestros primeros casos de covid en Botsuana fueron anunciados el 30 de marzo. Se confirmó que tres personas tenían esta nueva enfermedad. En aquel momento pensé —creo que como la mayoría de la gente— que era algún tipo de gripa. Estaba segura de que todavía viajaría en abril. Las cosas se arreglarían. Pensé que sería como todas las otras veces en que se habían anunciado ese tipo de enfermedades. Unas cuantas personas se enfermarían, algunas podrían morir. Habría alboroto en las noticias por algunos días, una semana y después se terminaría. La vida seguiría.

Después, se cerraron por completo las fronteras y todas las aerolíneas se detuvieron.

De cualquier manera, seguí sin ver lo que pasaba bajo la lente adecuada. No entendí lo que estaba ocurriendo. Después tuvimos un confinamiento estricto del país entero y murió la primera persona por covid. De repente todo era diferente. Sin un permiso no podíamos poner un pie fuera de nuestra puerta. En Kenia mi novio también estaba encerrado en su país, las fronteras estaban cerradas. Nuestra relación que había parecido tan inmensa, gigante y que parecía expandirse al universo, de repente se redujo al tamaño de nuestros teléfonos.

Incluso entonces hablamos de la esperanza. Pronto estaríamos juntos de nuevo. La vida debe seguir. Pasaron las semanas y, a veces, llorábamos. Mi novio me dijo que no deberíamos permitir que esto pasara de nuevo. Debíamos tomar una decisión y quedarnos juntos en un lugar para que, si había que confinarse de nuevo, al menos estuviéramos juntos. Estuve de acuerdo, pero me preguntaba cómo haríamos que funcionara, porque los dos tenemos compromisos, hijos y animales y casas que cuidar. Había, no obstante, pánico, pero nada importaba salvo que estuviéramos juntos.

Después pasó un mes y después dos. Pasamos nuestros días leyéndolo todo, buscando rayitos de luz en la oscuridad. China estaba mejorando, este covid tenía un ciclo de vida. Los países europeos abrieron sus fronteras y empezaron a volar de nuevo. Kenia estaba abriendo los vuelos domésticos con la esperanza de poder retomar los vuelos internacionales. La vacuna estaba cerca. Teníamos que encontrar la nueva normalidad y regresar a nuestras vidas. Esperanza. Rescatamos esos pedacitos de esperanza y nos los dimos el uno al otro. Cada bocado de esperanza era una comida. Era suficiente para seguir.

Sin embargo, algo cambió este mes, desde el inicio de agosto. No sé qué lo provocó. Quizás es sólo que la esperanza —tratar de sostenerse esperanzado sobre algo que no cesa de decirte que desistas— es mucho trabajo. Dejamos de hablar de eso salvo de la manera más vaga. No hacemos planes precisos sobre qué es lo que haremos cuando estemos juntos de nuevo, no nos decimos que si esta cosa cambia entonces seguramente las cosas cambiarán. Sobre todo, hablamos de otras cosas. Antes luchamos en contra de que la nuestra se viera forzada a ser una relación que sucediera sólo a través de la pantalla. Ahora es como si hubiéramos aceptado que la nuestra es una relación que pasa sólo en el teléfono. No sé si esto es bueno o malo.

Entonces, aquí estoy a finales de agosto, el día 21. Debemos señalar los días, llevar registro, las cosas pueden cambiar en cualquier momento. Recibimos estos anuncios de repente: un gran brote en Gaborone, la ciudad capital de nuevo en confinamiento, un profesor en una escuela cerca de mi casa tiene covid y han puesto en cuarentena a su grupo de niños de ocho años. Estos estremecimientos que lo llevan a uno de nuevo a modo de pánico, que le recuerdan a uno lo lejos que estamos de estar seguros.

Al mismo tiempo, estos días pasan como el agua de un río, nada los distingue como para escoger uno u otro, nada difiere de ayer respecto a hoy, o de un día de hace tres semanas y posiblemente de un día más allá en el futuro, a muchos meses de distancia. Ayer pensé que estábamos en julio. No importa realmente. Sólo esperamos. Yo espero para ver a mi amante de nuevo. Espero con toda la gente a que la vacuna, finalmente, nos libere.

Somos, después de todo, simplemente humanos, todos, simplemente, contemplando cómo este virus causa estragos en nuestros cuerpos y en nuestras vidas. ¿Nos damos cuenta, de una vez, que la mayor parte de lo que queríamos antes no es importante? ¿Que estar con nuestras personas queridas, disponer de comida y agua, tener techo y quizás un libro para leer es suficiente? ¿Lo recordaremos si esto llega a pasar?

Mucha gente, la mayoría, ha sufrido más que yo durante este tiempo angustiante. Lo sé. De cualquier manera, en la noche lloro porque extraño al hombre que amo. Durante el día me enojo con el mundo por no dejarme ser libre, sin importar lo temerario y egoísta que eso pueda ser.

A veces, no obstante, y quizás esté mal que diga esto —pero es mi situación particular—, me siento feliz, a veces, de que el covid haya llegado. Por mí y mi amado, atrapados a casi 4000 kilómetros de distancia, me siento feliz de que haya sido así. Hemos tenido casi seis meses de sólo hablar. Una videollamada en la mañana por una hora más o menos. Mensajes de texto todo el día. Una llamada telefónica en la noche, que a veces dura horas. ¿Quién en este tiempo puede tener eso en una relación entre adultos? Aunque hemos estado lejos el uno del otro, nos hemos acercado mucho, más cercanos de lo que, creo, habríamos sido si el covid no nos hubiera impedido estar físicamente juntos. Algunas veces hablamos sobre nuestro día, yéndonos por las ramas y mi novio me dice: “Vamos a hablar de nosotros”. Y lo hacemos. Añadimos algunos ladrillos a esos cimientos. Cada día agregamos una nueva capa.

Cuando finalmente nos volvamos a ver en la vida real, nos encontraremos con una relación diferente. Espero que, después del covid, podamos mantener ese nuevo amor que encontramos, un amor que debió encontrar una nueva manera de llegar a nuestros corazones. Creo que todos esperamos ese tipo de cosas. Que en la otra orilla de esto haya algo mejor, que hayamos aprendido algo importante, algo crucial sobre ser humanos y que hayamos tomado el camino correcto de nuevo. Me sigo repitiendo a mí misma que cuando estemos de vuelta andando de un lado a otro, de vuelta a nuestras ocupadas vidas sociales, de vuelta a volar de aquí a allá, yo no olvidaré esto. No volveré a caer en viejos esquemas. Recordaré lo que podemos perder y nunca lo daré por hecho, nunca diré: “Te veo pronto, no estés triste”.

 

            FIN

La Bitácora del encierro es un proyecto de la UAM Cuajimalpa