Hay unos arqueros en las sombras
que nos tienen sitiados
Alfonso Reyes,
Catástrofes
Es bueno despertar temprano en estos días extraños.
Entre otras cosas, se anda ahora sufriendo los efectos de un virus que al parecer comenzó en una ciudad llamada Wuhan, centro de China, confluencia de los ríos Han y Yangtsé, y que se ha extendido rápido por el mundo. Los tiempos de pandemia (como la de hace cien años, aquella llamada gripe española) ponen a la vista la eterna vulnerabilidad de los hombres.
Te dices que por suerte (¿o será por desgracia?) ya es imposible hablar del “mundo conocido”, ni siquiera de islas lejanas y desiertas, de regiones inaccesibles, exóticas y por eso encantadas. Todo es próximo. Las antípodas están al alcance de la mano. El mundo se convirtió por fin en un pañuelo (profecía autocumplida), y esa es quizá la prueba concluyente de que, como diría Enrique IV al duque de Guisa: “Sólo resta esperar y no asombrarnos de nada”.
Cada ciudad es una aldea unida (superpuesta) a todas las demás. Ayer leíste en la prensa que seis mil personas murieron en Italia, que en Guayaquil, Ecuador, tenían el pavoroso récord de ciento cincuenta muertos al día. Hoy, en esta radiante mañana de primavera del año 2020, los indicadores (nada fiables) del gobierno de España muestran cifras de miedo: doscientos mil contagiados, veinte mil muertos. Números muy altos que pueden ser todavía más altos. Los hospitales, las morgues se han visto colapsados. Muchos no han podido despedirse de sus seres queridos. Otros, como Antígona, buscaban, buscan, los muertos entre los muertos. Y se han improvisado hospitales y fosas comunes. Y como medida elemental, decretaron el confinamiento de la población.
Llevas recluido más de un mes, y todo parece indicar que estarás encerrado mucho tiempo. ¿Regresan las palabras de Paul Valéry en aquella conferencia de 1919? Allí, donde declaraba el poeta de Le Jeune Parque que “Nosotras, las civilizaciones, sabemos ahora que somos mortales”; para más adelante recalcar con desesperación: “[…] las circunstancias que podrían mandar las obras de Keats y de Baudelaire a unirse con las de Menandro, no son ya totalmente inconcebibles: están en los periódicos”.
Cada cierto tiempo se regresa a la incertidumbre. Volvemos a presentir la catástrofe. Se vuelven a sufrir las guerras y reaparecen la peste negra, el tifus, la gripe española, agravadas por conquistas tecnológicas que han hecho que Jayapura se halle tan próxima como la Plaza de España. El pánico, no obstante, es el mismo al de aquellos tiempos en los que el mapamundi únicamente mostraba los contornos de Anatolia y las costas orientales del Mediterráneo.
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Sí, por supuesto, es bueno despertar temprano en estos días extraños.
A ti, que eres tan dado a deambular siempre por lugares diferentes a aquel en el que estás, cualquier estímulo te aleja de la calle Eusebi Estada en la que vives y, apenas sin abrir los ojos, tienes la breve ilusión de que vagabundeas por un bosque de Transilvania. O en medio del campo, de cualquier campo, en la cabaña de alguna arboleda perdida de los Cerros de Escazú, de La Habana, de Wisconsin. Es contundente el silencio. Quizá lo sea más porque lo tenías olvidado.
Hacía años (no sabes cuántos) que no escuchabas aquí, en el centro mismo de Palma de Mallorca o de cualquier otra ciudad, el canto de los pájaros. Cada día te despierta lo que supones un mirlo (no eres hábil en eso de identificar el canto de los pájaros). Hay muchos mirlos en los árboles del Parque de las Estaciones, eso sí lo sabes. Ya avanzada la mañana, el silencio continúa enmarcado por el canto del mirlo. También por el olor de los plataneros recién verdecidos. Y crees sentir también el ladrido lejano de algún perro y alguien que repite machaconamente un estudio de piano, como en una novela de Carson McCullers. Ninguna voz humana. Mucho menos coches, trenes, buses, aviones. De ahí la ilusión: estás en alguno de esos lugares imprecisos con los que invariablemente se ha dado gusto tu lado delirante de eremita.
Cierras los ojos. Otro instante con los ojos cerrados. Sospechas que sería atractivo permanecer en ese espacio maravilloso, entre sueño y vigilia, con el sobresalto tentador de creerte lejos, solo, varios siglos atrás. Beber el café asomado al balcón y contemplar las calles vacías, de una serenidad que se diría tan imposible como permanente. Así debió de ser, piensas, la Palma de Mallorca de los tiempos almorávides. Nadie se detiene a pensar cómo fueron las ciudades antiguas, aquellas de los primeros siglos de Nuestra Era, amuralladas y con calles estrechas y sucias en torno a una iglesia, en medio de algún camino comercial.
“Bueno —te dices—, en rigor nadie se detiene a pensar”.
Y acaso en estos días has logrado volver a ensimismarte, a escuchar el canto del mirlo y tener la conciencia prodigiosa del silencio. Descubrir cómo queda atrás el invierno, y cómo el día transita de las sombras a la luz y de vuelta a las sombras, con lentitud que da pereza y gusto. El tiempo alcanza hasta para amasar el pan propio (es prodigioso el olor del pan recién horneado), abrir la botella de vino, cortar el jamón en lascas finísimas; deshuesar las aceitunas y poner sal a los tomates. Y abres el libro que hace mucho querías releer. Y vuelves por segunda o tercera vez a Los hermanos Karamazov, porque el tiempo es propicio a las novelas extensas. Nadie vendrá a interrumpir: no hay eventos programados. Por un tiempo, se acabó la prisa, y ahí, apoltronado en el sillón de orejas, te dices que nosotras, las civilizaciones, sabemos ahora que somos inmortales, que Valéry estaba equivocado, que la inmortalidad es el instante, solo el soplo de este segundo en donde están la placidez, el vino y el libro. También, cuando te cansas de leer y comienza a caer la noche, accedes a esa otra eternidad efímera de sentarte ante el ordenador (ocupa el lugar de aquella virgen página que siempre ha ocultado su blancura), y escribes con toda la paciencia, sin esperas y sin pesimismo, con una cierta fe que se parece a la alegría:
Es bueno despertar temprano en estos días extraños…
Palma de Mallorca, España
La Bitácora del encierro es un proyecto de la UAM Cuajimalpa