Los abades lo soñaron, los gobiernos lo han hecho. Es a través de los gobiernos que ahora se nos pide seguir los consejos evangélicos: “Entra en tu cuarto, cierra la puerta” (Mateo 6:6). Una especie de política pública del anacoreta. Esta palabra antigua del repertorio monástico significa separación del mundo, soledad, reclusión. Hasta ahora, solo los monjes, ermitaños, aquellos “hombres ebrios de Dios” —a los que el escritor Jacques Lacarrière dedicó un gran libro—, iban al desierto. Ahora es la realidad de todos. Desde el anuncio del “gran confinamiento” es como si a todos, confinados entre cuatro paredes, nos pusieran el saco blanco de los cartujos, cuyos estatutos estipulan: “Nuestra principal aplicación y nuestra vocación es dedicarse al silencio y a la soledad de la celda”.
Por supuesto, con la realidad de las alarmantes noticias, el duelo de las familias, la tristeza de ser separado de los nuestros, la epidemia nos envenena la vida. Además, desde la llegada del virus, la muerte nunca nos ha parecido tan cercana. Pensábamos tenerla lejos, pero ronda por todas partes como un león en busca de su presa. A la par, unas verdades inquietantes: la felicidad pende de un hilo, un día nosotros también estaremos tendidos en la fosa estrecha y profunda; todo pasa como un sueño, como un puñado de arena entre los dedos.
El regalo de una primavera
Sin embargo, hay que expulsar a los espectros. El coronavirus no es solamente un drama. En plena crisis, hay que hacer surgir la renovación. “Hemos sido despojados de todo, incluso del desierto”, escribió Cioran en Del inconveniente de haber nacido. Es cierto que las posibilidades de repliegue han devenido raras. La conexión, la congestión y la aceleración, estos grandes marcadores de la Modernidad, cierran nuestras existencias hasta la asfixia y conspiran contra toda vida interior. En este mundo sobrecalentado, el virus nos ofrece la ocasión de una escapada. Un tiempo de suspensión, una respiración, una pausa.
Dicho esto, para muchos esta experiencia es una prueba. El gran silencio que ha caído sobre cada país suscita la angustia, el vértigo. Es legítimo: ¡No se improvisa un monje en diez días! Se necesita tiempo para domar el vacío, la soledad y lo que podemos llamar las virtudes pasivas, es decir, el silencio, la paciencia, la renuncia… En la reclusión, surgen preguntas inéditas. La soledad también revela el caos interior que se enmascaraba con mil actividades. Ahora que ya no se puede huir, ¿cómo se puede soportar la carga de ser uno mismo? En la inmovilidad y la vida desacelerada, las aguas turbulentas de la mente salen a la superficie: ¿hay algún remedio para los pensamientos que nos acechan? ¿Y hay, pues, un antídoto contra la acedia, aquel esplín de los solitarios que provoca el sopor del espíritu y da al tiempo una languidez insoportable?
Una sed inmensa de vacío
No quiero ser un ejemplo pero hace ya mucho tiempo que estoy lidiando con estas cuestiones. Sin embargo, no soy una persona iluminada. Soy hijo de la ciudad y de la hipermodernidad.
Los padres del desierto decían: “Siéntate en la celda (kellion) y tu celda te lo enseñará todo”. Consideremos el confinamiento impuesto por las circunstancias, no bajo el ángulo carcelario, como una reclusión, un castigo, sino como el camino de una paradójica liberación. Una oportunidad para volver a conectar con uno mismo y volver a lo esencial. Soy de los que piensan que el valor de una persona se mide por su aptitud para afrontar la soledad. El confinamiento es una prueba de verdad. Pero a todas aquellas personas que resistirán pacientemente, humildemente, sus durezas, el desierto también les revelará sus riquezas. Son innumerables.
Dejar infusionar las horas
Las minúsculas vidas, las de los campesinos o los monjes, no son nada malas. Circunscrita dentro de unos límites estrechos, la existencia gana en intensidad y profundidad. El vacío exhuma verdades que las agendas sobrecargadas esconden. Al dejar infusionar las horas, las sensaciones se hacen más densas; damos a las cosas y a las personas la oportunidad de desplegar sus matices. Ver pasar el tiempo, escuchar el silencio, hojear un clásico o incluso no hacer nada se convierten en actos intensos que nos abren a la profundidad de la existencia. En el siglo XVIII, el escritor Xavier de Maistre, puesto bajo custodia a causa de un duelo, probó el confinamiento. En Viaje alrededor de mi habitación, una inmersión en el corazón de su pensamiento, nos recuerda que podemos ser peregrinos inmóviles. Porque nuestros horizontes interiores tienen profundidades insospechadas. Los monjes lo saben bien: el anclaje en la celda es la condición para una migración hacia el hombre interior, un viaje al descubrimiento de los abismos del alma, una exploración de la inmensidad que hay en nosotros.
“El hombre que renuncia al mundo se pone en condición de entenderlo”, dijo Paul Valéry. El paso al lado que nos impone el coronavirus también puede convertirse en una táctica del espíritu crítico, una higiene del pensamiento. Un desvío para ser más clarividente. Porque, finalmente, nuestro mundo no puede continuar mucho más por este camino y a este ritmo. La felicidad no consiste solo en correr, producir y consumir. No se puede vivir eternamente sin mirar las estrellas. Necesitamos hombres y mujeres de silencio, de soledad, de oración. Que este tiempo de retiro forzado sea una oportunidad para volver a conectar con la interioridad, pero también para meditar, como Thoreau en Walden, aquellos libros que realmente nos importan y así encontrar respuestas a estas preguntas urgentes: ¿qué deseamos realmente?, ¿qué queremos salvar? Sobre los escombros, todo se hace posible, incluido el arremangarse para trabajar por una floración.
Palafrugell, 28 de marzo de 2020
Centro de Estudios Avanzados en Pensamiento Crítico
(Barcelona)