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El secreto ascenso de la inquietud en el tras-cielo del inconsciente

¿Cuántos latidos por día? En promedio cien mil, dicen. Cien mil idas y vueltas, cien mil pulsaciones en el curso de un tiempo que transcurre y discurre en su ritmo ordinario, salvo —justamente— en tiempos de pandemia.

Y de pronto, una sutil —aunque irremediable— dificultad para respirar, en todo.

 

 

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Todo, en estos parajes ahora sombríos, se pone a flotar o se craquela, como el vidrio a punto de romperse. El malestar está allí, tangible, trémulo signo de una presencia a la vez difusa y compacta. Es la impresión de quedar rezagado ante uno mismo, de ir “detrás de su doble”, como dijo, justamente, Jean-Pierre Duprey. Y de intentar, mal que bien, alcanzarse. ¿Pero alcanzar a quién? ¿O a qué? ¿Y cómo? Nos preguntamos. ¿Por lo demás, hubo alguna vez algo qué alcanzar?

 

 

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Al parecer, el rey Virus se complace en un vasto e indescifrable torpor. Es el señor de las Grandes Opacidades. Reagrupa, sin descanso, al conjunto de sus tropas. Cultiva sobresaltos de ansiedad, se adentra en ignorancias, desmigaja fraternidades. Aleja proximidades. Es como si quisiera que contempláramos el mundo con la menor claridad posible. En suma, es el absoluto opuesto a los Pierrots solares e incandescentes y a otros adeptos de la República de los Sueños.

 

 

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¿Qué, exactamente, podemos esperar de todo esto? ¿Qué más esperar? ¿Un cuarto con vista a un horizonte de hierbas fantasmales? ¿Mil millones de máscaras velando lo vivo de los seres vivos? ¿Una puesta en escena definitiva de la realidad?

 

 

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¿Por qué dejar la vida para mañana? Se pregunta, en el fondo de sí mismo, el aprendiz confinado. Tantas esperas irritadas, exasperadas, resignadas, tantos intentos de huir del sabor —de la gracia del instante—, ¿no? ¿No podríamos, con el báculo de un estoicismo bien temperado, volatilizar la espera? Ver, concebir al propio cuerpo dilatarse como una sonrisa. Liberarse, de súbito, de la duración.

 

 

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Entonces, aparece otra espera —atenta—. Todos los posibles van, vienen, vuelven y devienen. Esa atención puede hacernos más fuertes. Más amorosos. Más impregnados. Más atencionados. En todo caso, inagotablemente solidarios. A veces, incluso, contra toda expectativa. A veces, nos hace escuchar los alientos, los primeros o los últimos.

 

 

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Sí, esta espera, bruscamente febril o tan largamente interminable, nos abre de golpe un espacio inimaginado. A una verdadera desnudez. A un escrupuloso abandono de todo lo que no cuenta, o tan poco…

 

 

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¿Acaso no nos jugamos, así, nuestras vidas, en cada relámpago del instante —contra todo lo que hace pantalla—? ¿No es hora de dejar, ya, el modo continuo? ¿De salir disparados a otra parte? Fuera de este mundo febril, entregado al “dejar pasar”, a los “certificados” y otras “preconizaciones”. Muy lejos de lo que René Daumal llamaba “los explicadores de explicaciones”, siempre dispuestos a imponer, con el mínimo —o el más terrible— pretexto, su mediocridad necesitada y pérfida.

 

 

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¿No llegó la hora, muy por el contrario, de ejercitarse en el aikido del corazón? ¿De resonar, transidos de una violenta belleza, con la imprevisible exactitud de la creación?

Y de reivindicar, como meteoritos decisivos, un acrecentamiento del ardor.

 

 

París, Francia

Traducción del francés de Conrado Tostado

La Bitácora del encierro es un proyecto de la UAM Cuajimalpa