Vivimos tiempos de transformaciones producidas por la pandemia más importante de este siglo (el número de muertos, al momento de escribir esta nota, ha superado con creces al del H1N1 de 2009-2010 o el provocado por el SARS). Los cambios implicaron situaciones extraordinarias: cuarentenas de semanas o meses, cierre total de fronteras, colapso de algunos sistemas de salud, la posibilidad de un crack económico mundial.
Según las dimensiones que tome el contagio y la muerte, y el tiempo que requiera el descubrimiento de un tratamiento eficaz y/o una vacuna, los efectos serán más o menos severos para el funcionamiento del mundo tal como lo conocíamos, pero, aun si se logra una reversión rápida, ya están en marcha procesos que dejarán secuelas.
Quizás adelantándose un poco a los hechos (todavía no tenemos dimensión del nivel de destrucción que alcanzará la pandemia), autores como Slavoj Zizek o Byung Chul Han la plantean como un parteaguas, en el primer caso imaginando una crisis terminal del capitalismo (el golpe de Kill Bill) y, en el segundo, vislumbrando el triunfo del modelo de vigilancia digital asiático como alternativa ante la crisis del individualismo liberal de matriz anglosajona.
Sin apresurarnos ni caer en exageraciones, vale la pena pensar con cuidado las posibles afectaciones de la pandemia en el contexto latinoamericano, en especial para evaluar si podría existir un tercer camino para sumar a los modelos de gobernabilidad analizados (y quizás un cuarto o un quinto en otras regiones del mundo como los territorios de hegemonía árabe, el espacio de influencia rusa con miradas a la Dugin o África subsahariana, entre otros).
El análisis de Byung Chul Han
El filósofo coreano radicado en Alemania opone dos modelos de gobernabilidad que tienen su eje en las disputas presentes por la hegemonía: la matriz anglosajona con eje en el modelo petrolero, el capital financiero y la democracia representativa liberal frente a la emergencia del eje chino, centrado en el control de las tierras raras que permiten la producción de baterías y productos de la industria de las comunicaciones, los avances en el internet de las cosas, la capacidad de copiar más barato cualquier producción y un férreo control estatal sobre las redes de información, los elementos estratégicos estatales y la vida privada.
En las diferentes capacidades para responder ante la pandemia, Byung Chul Han ve un quiebre en las correlaciones de fuerza, que se venía perfilando ya desde el inicio del siglo XXI. Es cierto que algunas imágenes parecen justificar su análisis: el contraste entre el desorden del sistema de salud italiano, español o incluso el de la ciudad de Nueva York y las declaraciones irresponsables de Trump o Johnson contrastan con el envío de respiradores y personal médico chino a las zonas afectadas en todo el mundo, o los tests masivos y la vigilancia digital en Corea del Sur o Singapur y el control de la epidemia. Las curvas de contagio y letalidad siguen un recorrido muy distinto en cada uno de estos modelos. Es cierto.
Otros autores como Alain Badiou o María José Rossi plantean que este apresuramiento en suponer modificaciones de fondo subestima las capacidades de olvido e inercia social y que es plausible pensar que, de encontrarse un tratamiento y/o vacuna en el curso del presente año, la pandemia pasará a la historia como un mal recuerdo, sin generar los cataclismos augurados.
Más allá del debate sobre el impacto real que tendrán las transformaciones que estamos viviendo, vale la pena pensar en la viabilidad de alguna opción diferente en nuestra región, tal como han sugerido en el último Le Monde Martín Rodríguez y Pablo Touzón.
Las relaciones sociales en América Latina
A diferencia del universo anglosajón y sus territorios de influencia, el liberalismo individualista no tuvo el mismo arraigo en América Latina. La contundencia de los procesos genocidas desplegados durante la implementación de la Doctrina de Seguridad Nacional en la región buscaron reorganizar a sociedades caracterizadas por modos de vinculación más comunitarios, herencia simultánea de los pueblos originarios de algunas regiones (muy en especial las lógicas de matriz maya e inca, entre otras) y de las experiencias políticas caracterizadas como “populistas” o “socialistas” (desde el gaitanismo colombiano al varguismo brasileño, el peronismo argentino, la “vía pacífica” del Chile de Allende, las revoluciones cubana y nicaragüense, “el socialismo del siglo XXI” chavista, el Estado plurinacional boliviano, por mencionar algunas de las muy distintas experiencias). Esta compleja articulación de vivencias histórico-políticas dio como resultado sociedades más reacias a la individualización y el establecimiento de redes de cooperación horizontal poderosas, expresadas. Podemos observar algunos ejemplos en las corrientes católicas de la Teología de la Liberación, los Curas en Opción por los Pobres y los curas villeros, los movimientos de desocupados y piqueteros, el movimiento cooperativo, grupos ruralistas como el MST en Brasil y otros similares en Colombia y México, el movimiento de derechos humanos argentino, las políticas del Buen Vivir en Ecuador o Bolivia, la “marea verde” o la militancia popular ambientalista, entre muchos otros.
Pese a los genocidios implementados en casi todos los países del subcontinente, las redes sociales continuaron teniendo fortaleza, si no para conducir los procesos políticos, cuanto menos para ejercer cierta resistencia a los “consensos” neoliberales.
El narcotráfico ha sido la iniciativa con la que, en el siglo XXI, la hegemonía norteamericana ha intentado volver a quebrar estos lazos sociales al implantar su presencia territorial en tanto modalidades novedosas de transformación y destrucción de lazos sociales, con efectos importantes en Colombia, México y América Central y con ramificaciones en cada país.
A su vez, la fuerte presencia del discurso neoliberal en los grandes núcleos urbanos de América Latina por varias décadas facilitó el triunfo electoral (aunque ajustado) de gobiernos directamente representativos de las derechas como el PAN mexicano, el neofascismo de Uribe y Duque en Colombia, o los “políticos-empresarios” en Chile, Perú y Argentina. En casos de mayor reticencia social, se implementaron golpes de Estado “blandos” (como la destitución de Dilma Rousseff y la proscripción de Lula en Brasil o las destituciones de Fernando Lugo en Paraguay y Manuel Zelaya en Honduras) o de corte más clásico como el que sufrió Evo Morales en Bolivia, con bandas fascistas tomando las calles y la participación directa de las Fuerzas Armadas.
Pese a todo ello, América Latina ha dejado claro en el último siglo la existencia de un modelo político potente que no dejó de existir y que no puede ser subsumido ni en la hegemonía neoliberal de matriz anglosajona ni en el modelo del Estado policial chino.
¿Un modelo latinoamericano?
Si para Byung Chul Han la disputa entre modelos sociales puede tener uno de sus episodios en los modos de enfrentarse socialmente a la pandemia, cabe la pregunta de si la especificidad latinoamericana puede dar lugar a una “tercera vía”. ¿Es posible pensar en un modelo de cuidado en el cual el Estado asuma un rol articulador de los movimientos sociales y de diálogo e interacción con estos en lugar de la variante privatista neoliberal o la de un Estado policial represivo?
Algunas iniciativas en nuestro país permiten imaginar dicha posibilidad, en tanto que otras abren un paréntesis sobre posibles y peligrosas derivas en relación a una latinoamericanización del modelo policial.
A pocos días de declarada la cuarentena obligatoria en Argentina, grupos religiosos nucleados en “Somos Iglesia” (que articula a los curas villeros, Caritas y otros grupos con presencia en barrios populares) presentaron al gobierno un plan de “Estrategias Comunitarias de Contingencia por Covid- 19”, que propone crear centros de asistencia de gestión barrial y articulados con el sistema de salud para el aislamiento de la población contagiada y donde se permita su separación del conjunto habitacional en lugares cercanos y asistidos por la propia población del barrio. Al día siguiente también se reunieron con el presidente el grupo de Curas en Opción por los Pobres y otras organizaciones sociales con propuestas equivalentes.
La situación de los millones de indigentes en América Latina introduce una novedad que no se encontraba presente como tal ni en Europa ni en China y que requiere pensar la especificidad del manejo de la epidemia en núcleos con millones de habitantes en condiciones de hacinamiento, desnutrición y profusión de enfermedades que hacen inviables las medidas de cuarentena diseñadas para los sectores medios. Se trata, además, de población más vulnerable al virus, a partir de sistemas inmunológicos deprimidos, enfermedades preexistentes como tuberculosis y diabetes o neumonías mal curadas. Esta situación convive con los efectos sociales y económicos de la paralización de la economía informal, eje de su sustento diario.
A las propuestas anteriores se suman —no necesariamente articuladas, pero tampoco necesariamente contradictorias— las redes de control territorial de los aparatos políticos municipales. En un tercer conjunto de iniciativas —bastante más problemáticas y que generan escozor a partir de la historia argentina y regional— se propone la colaboración de organizaciones políticas con las fuerzas armadas en la posible gestión de los espacios de cuarentena o de tratamiento de la población afectada sin necesidad de terapia intensiva (que se calcula entre un 15 a 20 por ciento de los contagiados en una población normal, con lo cual quizás sea más alta en el caso de poblaciones más vulnerables), sobre todo en lo que hace al control territorial y la posibilidad de garantizar el “aislamiento barrial” o los posibles desbordes producto de la exacerbación de la crisis.
Más allá del posible éxito de estos dispositivos, aparecen en el presente como una opción latinoamericana de gestión de la pandemia, ante la inexistencia de un estado policial a la China (ni digitalizado ni territorializado) o del desbande egoísta de cada quien buscando salvarse a sí mismo que Byung caricaturiza como la respuesta neoliberal, pero que podemos comenzar a observar en las políticas de Trump o Bolsonaro y que parecen conducir al “sacrificio” de masas de población para sostener el funcionamiento de la máquina capitalista sin alteraciones.
La pregunta que queda abierta hacia un modelo de relaciones sociales —y sus posibilidades en un contexto de crisis— que pueda apelar a las raíces históricas de los pueblos de la región y que permita implementar redes de cooperación por cercanía o vecindad, implementación de controles y tests y fortalecimiento del sistema sanitario a partir de las capacidades locales.
Es posible que la pandemia pueda ser controlada con cierta rapidez, que las curvas de contagio sean medianamente aplanadas gracias a las cuarentenas y que el número total de víctimas globales no se acerque a los millones, que se descubran tratamientos adecuados y una vacuna con cierta celeridad. También existe un escenario no tan optimista en el cual estas posibilidades se demoren y el impacto de la pandemia se acerque más a los 50 millones de víctimas de la “gripe española” provocó en el inicio al siglo XX, o incluso que supere esa cifra. Por lo pronto ambos escenarios permanecen abiertos.
De un modo u otro, América Latina deberá enfrentar las consecuencias con sus propios recursos y su propia historia. Y esta tragedia puede jugar un rol en la posible recuperación de una herencia socio-política capaz de conducir no solo a los Estados a lidiar con mayor capacidad esta pandemia de modos no policiales sino a enfrentar otras injusticias que durante demasiado tiempo se han naturalizado en la región, como los niveles de pobreza, indigencia y desigualdad, el hacinamiento poblacional masivo y la prevalencia de otro conjunto de enfermedades evitables.
Con mayor o menor contundencia, esta pandemia generará algunos movimientos en las correlaciones de fuerzas. La pregunta es si el campo popular latinoamericano tendrá capacidad de incidir en ellas y en qué direcciones podrá hacerlo. Ese es uno de los mayores desafíos del presente.