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Informe desde una ciudad sitiada

En memoria de Zbigniew Herbert

 

1

Contamos los días y contamos los muertos.

Todas las plagas y todos los encierros son iguales.

Los cristales se empañan de temor e impaciencia.

Se insiste en que es necesario cuidarse,

se insiste en que todo es una mentira,

se insiste en que el peligro ya ha pasado

y al final nadie confía en nadie.

Hay tropas enemigas en las orillas de la ciudad.

Hay tropas enemigas disfrazadas de ciudadanos

en el centro de la urbe.

Hay tropas enemigas en todas partes:

en las ventanas, a bordo de los autos, en los espejos.

El virus se difunde de manera insospechada e implacable.

El abrazo, el beso, el saludo,

son agentes de transmisión.

El mal está en el aire y el miedo es su eco

 

2

Ciudad en estado de sitio

invadida por invisibles enemigos,

nido de muertos y de malas noticias

donde la noche empolla una luna venenosa.

 

Ciudad extraordinariamente solitaria,

enfebrecida,

empobrecida e impotente ante el hambre,

infectada desde hace años por el sufrimiento

que significa el sobrevivir como se pueda cada día.

 

Contamos los días y contamos los muertos desde hace años,

desde hace años respiramos plomo y azufre,

aceptamos palmaditas en la espalda,

una sonrisa y una propina como salario.

 

Pero ahora la sonrisa ya no funciona.

Necesitamos una nueva máscara para vivir,

una careta para acercarnos a nuestras viejas costumbres

sin asustarlas,

un guante para hacerle una mínima caricia en el lomo

a las bestezuelas encerradas en el patio,

una mirada sedante y esperanzadora que podamos

compartir como un trozo de pan a la hora de la mesa.

 

3

Es imposible contar con exactitud, todo mundo lo sabe.

Lo sabe quien de niño intentó enumerar las estrellas

que podía mirar desde su ventana, y lo sabe aun aquel

a quien le sobran dedos al calcular sus probables horas

de descanso: hay que recomenzar el conteo una y otra vez

cada noche, cada día, pero

¿dónde comenzar el recuento, a partir de qué día, de qué dato?

La realidad cambia de lugar como un gato sigiloso

que a ratos es imposible encontrar en ninguna parte de la casa.

 

Hay que contar y recontar.

Contarnos el cuento de la vida normal,

el cuento de la vida sencilla: “Había una vez…”

 

Pero es imposible contar con exactitud —eso se sabe—

cuando no podemos contar con nosotros mismos.

 

4

Refúgiate en dormir.

Refúgiate en el sueño que limpia tu casa y pone la mesa

y sienta contigo a tu padre y a tu madre aunque estén muertos

y te permiten preguntarles cualquier tontería.

 

Refúgiate en los libros y revistas que leías en la infancia

si acaso los recuerdas

y recuerda tus pueriles nociones de la guerra,

las batallas en que morían cientos de salvajes

(lo que era perfectamente normal, porque eran salvajes)

y todas las cosas que pensaste que no podrían pasar

en tu mundo pero ahora pasan.

El veneno vino de lejos, se dice.

Se dice que es obra de otros.

Lo que viene de lejos es el temor con que habitamos

este viejo planeta

y el terror con que hemos enfrentado siempre

lo que no comprendemos.

Hay una guerra que libramos contra nosotros mismos.

Somos alternativamente los salvajes y sus asesinos;

los asesinos son los verdaderos salvajes, nos decimos,

pero salvaje es una palabra difícil de pronunciar

con responsabilidad y sin repugnancia

ante los desastres en que ha sido tan pródiga nuestra

civilización.

 

Es sencillo darse cuenta de que el veneno no viene

de la selva ni de China ni de pasados siglos:

viene de nosotros, es nuestro polluelo,

anida en nuestro seno, desde siempre nos habita.

 

5

Quédate inmóvil.

Deja que pasen a tu lado los días como aguas servidas.

Que el agua arrastre la suciedad y diluya el veneno.

Que el agua encuentre siempre limpia tu piel

y que tu piel te salve.

Flota en ella como en una confortable balsa,

navega por estos días sin moverte,

sin hacer más nada que lavarte las manos

mientras la multitud vocifera, enjuicia y elige.

 

(Multitud —no lo olvides— de la que eres parte.)

 

Hay que esperar. Hay que armarse de paciencia.

Sólo que todas las armas matan

—aun a quien las maneja.

 

6

Es fácil creer que Dios nos flagela.

Sabemos que le sobran razones para hacerlo.

Es fácil advertir que el temor es el tambor

con que anuncia nuestro inminente fin,

el Día del Juicio

que ya está marcado en Su calendario

y tarde o temprano llegará a las primeras planas.

 

(Pero quizás convendría pensar que Dios

debe estar ocupado en otras cosas

y que en su Divino Plan no está el ponernos atención

por ahora

ni siquiera para salvarnos).

 

7

Semanas interminables que devienen meses,

meses que amenazan con fundirse y forjar años…

todos aquí hemos perdido la noción del tiempo,

todo se ha vuelto monótono, lento, trágico.

Los días parecen transcurrir en blanco y negro

y a veces, cuando uno los repasa, resultan inconexos,

como esos viejos rollos de 16 mm que la casualidad

descubre ocultos en latas olvidadas

y aunque su clasificación es clara

al revisarlos en orden no proyectan

sombra de continuidad ni de argumento.

Volvemos entonces a las cifras y al conteo

buscando siempre el amparo de lo que podemos medir

aunque medir es una idea cuya realización nos excede.

 

8

Sitiada por un enemigo invisible que la asfixia

—veneno que en el aire se disfraza de aire—

la ciudad quiere

pero no puede escapar de su propia ponzoña

Se revuelve con la desesperación de quien sueña

o cree que sueña

y busca afanosamente la salida

pero no consigue despertar.

 

 

Ciudad de México, 7, 8 de julio de 2020

La Bitácora del encierro es un proyecto de la UAM Cuajimalpa