Sexta semana de enclaustramiento.
La primavera está presente-ausente. ¿Cómo ir a su encuentro con solo mirar por la ventana, salir al balcón a regar las plantas, ir y venir (unos cientos de pasos) en una calle peatonal a la que vamos una vez por semana para adquirir productos llamados de primera necesidad? Los libros no forman parte de esos indispensables. Todo es para la boca, el gaznate y la panza.
Los árboles que uno se encuentra no juegan el juego de la gran resurrección estacional. Saben que los transeúntes les lanzan una mirada distraída porque deben poner atención hasta en los más mínimos hechos y gestos: alejarse, no muy ostensiblemente, cuando se cruzan con alguien en su camino, mantener la mano en el bolsillo cuando a lo lejos ven a un amigo o a un conocido y solo hablarle con sana distancia. Es inútil seguir agregando a la lista medidas de higiene y de distanciamiento social.
(¡Distanciamiento! ¿Cómo es que ese vocablo del léxico teatral vinculado al nombre de Bertolt Brecht se pudo volver a introducir en el lenguaje de hoy en día? ¡Las palabras también viajan y a veces tienen encuentros desafortunados!)
Sin estar confinados, los árboles sufren la soledad. Incluso entre ellos, no hay las confidencias habituales. A su vez, el sol es, por decir lo menos, tímido. Brilla perezosamente, de forma intermitente. Intuimos que se prepara para la próxima canícula donde hará de las suyas después de haber encontrado empleo de tiempo completo.
Lo que más impacta y entristece al señor Barde es la proliferación de los cubrebocas. El gran libro que no deja de leer, con una curiosidad renovada que raya en la pasión, es el que los rostros humanos, en su variedad infinita, le ofrecen cotidianamente. No obstante, ese libro se cierra poco a poco, y extraña esa lectura. De un poeta se esperaría que fuera mucho más sensible a los espectáculos divertidos, ininterrumpidos que proporciona la naturaleza y sus intérpretes tan talentosos los unos como los otros: montañas, mares, desiertos, bosques, glaciares, manantiales y cascadas, salidas y puestas de sol, arcoíris, auroras boreales, campos de lavanda y de azafrán, naranjos y almendros en flor… ¡Lejos de eso! Nuestro poeta, si bien aprecia lo que puede abrazar de esas bellezas establecidas, irrefragables, aún así tiene una debilidad por el más humilde espectáculo que se ofrece si presta atención a los rostros de sus semejantes. Lo que lo conmueve es constatar, con una simple lectura de aquellos sobre los que posa su ojo, que cada ser humano es único. Un milagro sin artificios que le da escalofríos y lo sumerge en la fascinación. Podríamos objetar que la naturaleza brinda un milagro similar. Ningún árbol se parece a otro, ninguna montaña es la copia exacta de su vecina, ningún arcoíris se produce dos veces en el mismo pedazo de cielo. Es verdad, pero el señor Barde no es versado en las ciencias exactas consagradas a la naturaleza. La ciencia que mejor domina es la que, inexacta, se ocupa del abismo insondable así como de los tubos de luz de la extraña creatura de la que habla su hermano mayor Nazim Hikmet, y lo conduce a perseguir incansablemente lo que califica como viaje al centro del hombre.
Un rostro expresa por sí mismo, y en una lengua que le es propia, mil manifestaciones tan sorprendentes y sutiles como las que la Señora Naturaleza se ingenia en crear para sorprendernos. Todavía hay que querer aprender esa forma de hablar y los signos que la acompañan.
El señor Barde intenta mitigar su frustración diciéndose que va a poder continuar leyendo, al menos, los ojos. No obstante, constata que los cubrebocas alteraron el magnetismo. Este se debe a las muy sutiles correspondencias que los órganos de la vista mantienen con los estremecimientos incontrolados de los labios, las palpitaciones gratuitas de las fosas nasales, las formas inventivas de los mentones y de las orejas, la hospitalidad de las frentes, la fuerza secreta que emana de las cabelleras.
La combinación de esos elementos es la que engendra la singularidad, la propia identidad de un rostro. Cada encuentro es un libro abierto, único, que se ofrece para ser leído por aquellas y aquellos que tienen sed de lo que sus semejantes le ofrecen a la vida, por el mero hecho de existir.
Si el rostro, en su integralidad, ya no debiera formar parte de los paisajes humanos, el daño sería tan funesto como la desaparición de los pájaros.
Traducción del francés de Adriana Romero-Nieto
La Bitácora del encierro es un proyecto de la UAM Cuajimalpa