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Vino Miguel a traerme el equipo de sonido Technics completo: tornamesa, amplificador, bocinas y radio. Contacté a Miguel a mediados de abril, sin saber muy bien qué necesitaba el equipo para volver a funcionar. Mi abuela me lo dio más o menos en esas fechas, cuando la pandemia arrancaba en forma. Había sido de mi abuelo, que tenía tres meses de fallecido.
Con Miguel di por Twitter. Pregunté al aire si alguien conocía a una persona que restaurara tornamesas. Un reportero que no conozco me lo recomendó por mensaje directo. Hablé por WhatsApp con Miguel antes de conocerlo y, por una nota de voz, me contó que ese Technics que tengo es un aparato de los setenta casi de colección que reproduce un sonido impecable.
Casi cinco meses después estaciona su coche azul junto a la banqueta de mi calle, entre el edificio porfiriano abandonado y el carril de las bicis. Salgo a ayudarle a cargar las cosas. Junto a nosotros pasan dos personas con tapabocas negros paseando a un perro. La banqueta tiene heces viejas embarradas sobre la piedra; una congregación de moscas se agasaja sobre ellas desde hace días. Enfrente pasa un señor con el carrito de donas tocando esa grabación de voz de niño espantosa.
Miguel y yo entramos a mi departamento y empezamos a acomodar las cosas. Por la ventana entra la música de los trompetistas que recorren la calle pidiendo dinero. Me paro junto a él mientras instala todo, para aprender. Amplificador sobre radio en una repisa. En otra, la tornamesa. A los lados, las bocinas. Amarradito en la manija de la ventana, el cable extra a modo de antena porque no tengo una. Conecta todo, presiona los botones de encendido y se iluminan foquitos LED por todos lados: en la ventanita del amplificador, en la consola de la radio, dentro del prisma transparente junto a la charola donde se pone el vinilo.
“Todo tuyo”, me dice.
Apenas ahorita, a principios de septiembre, me doy cuenta que cuando Miguel empezó a trabajar en el equipo mi abuela todavía vivía. Hoy, que me lo regresa listo para usarse, ya no tengo a ninguno de mis dos abuelos.
Saco un disco de Bob Dylan, Miguel lo coloca en la tornamesa y presiono play.
2
Dice mi psicóloga que es ansiedad. Yo le llamo “el momento de terror en el que se engarrota mi cuerpo y se me derrite el cerebro”. Cuando me sucede se hace presente, casi siempre, al despertar. Lo malo es que es impredecible, no sé qué días se va a desatar. Aunque casi siempre me pasa cuando me quedo dormida y no logro pararme a la hora que me había propuesto la noche anterior. Quizás ese es el primer detonante: saber que lo primero que hice al despertar fue fracasar.
Para cuando abro los ojos y veo el reloj, empieza a llover sobre mí una lista de pendientes de diversa índole. Hacer ejercicio al menos una hora o no sirve de nada. Bañarme. Desayunar, pero sano porque si no para qué hice ejercicio. Revisar mi agenda del día, una donde anoto las actividades a realizar por hora, y empezar a trabajar. Si logro cumplir con todas las metas del día entonces seguramente a fin de mes voy a haber conseguido terminar la primera fase del proyecto en el que estoy trabajando, lo cual me permitirá llegar a la segunda y para cuando termine el año de duración habré concluido en forma.
Pero una de las entrevistas que tengo calendarizada para hoy va a ser difícil. Se trata de una fuente reticente y ha cancelado varias veces. Además, requiere mucha concentración de mi parte porque se trata de una persona evasiva. Es entendible, ha vivido cosas muy complicadas. Si no logro concretar esa entrevista se va a atrasar el resto del plan para reportear esta historia —que es apenas la segunda de siete que tengo planeadas— y todo el plan de trabajo se va a recorrer. Si tan solo me hubiera despertado temprano, habría ido a correr antes de empezar el día laboral y eso hubiera ayudado con la angustia que me genera la posibilidad de no terminar. Porque si no termino, no puedo renovar mi financiamiento y si no lo renuevo no podré pagar la renta y si no la puedo pagar entonces no habré logrado la estabilidad que buscaba.
A estas alturas llevo 30 minutos pensando en cómo empezar el día porque me desperté tarde y eso hace que, lógicamente, se me haga más tarde. Justo entonces es cuando me acuerdo que no tengo huevo.
Y la lista vuelve a empezar.
Hacer ejercicio al menos una hora para que valga la pena. Se me tiene que ocurrir una rutina suficientemente larga y del impacto necesario que, además de garantizarme quemar grasa, concluya en la puerta del súper —o en el Oxxo cuando menos— para que justo al terminar el ejercicio pueda pasar a comprar el huevo sin perder más tiempo. Porque si hago ejercicio y después voy por el huevo van a haber pasado más de 30 minutos después de terminar de hacer ejercicio y si no como proteína en el intervalo indicado posterior al ejercicio entonces para qué hice ejercicio en primer lugar porque mi cuerpo se va a alimentar de mis músculos en vez de quemar la grasa que quería quemar al hacer ejercicio.
En este momento, calculo, ya llevo una hora en la cama desde que me desperté tarde. Todo el rato he estado en silencio, viendo al techo, tapada con mis cobijas escuchando el ruido de la calle por la ventana pero, sobre todo, con un diálogo interno ensordecedor. Quiero ver el reloj para saber si efectivamente ha pasado una hora, pero me da miedo que sea cierto o —peor— que sea más. Reviso la hora.
Y se desata la parálisis.
Lo que era un listado de pendientes atiborrándose en mi mente a una velocidad estrepitosa se ha convertido en una avalancha imaginaria que me sepulta.
Llevo dos horas en la cama y no me puedo mover.
Entonces empieza el pánico.
3
Se oye un chasquidito, primero, cuando se enciende el amplificador. Después, al presionar play, se escucha el recorrido de la aguja curiosa buscando sobre el vinilo la hendidura donde empieza la primera canción, hasta que aterriza. Es de noche y ahora escucho un disco que, según me cuenta mi mamá, les encantaba a mis abuelos: el tema de A Summer Place con la orquesta de Billy Vaughn. Tanto les gustaba que cuando recogí el vinilo en su casa, pensamos mi mamá y yo, aunque nunca nos lo dijimos con todas sus letras, que la música del disco podría tener el poder invocarlos.
El sonido de los violines con el piano me recuerda a una canción de la serie de terror The Haunting of Hill House de Netflix que trata sobre el trauma de una familia de cinco hijos después del suicidio de su madre. Me acuerdo mucho, en especial, de uno de los personajes: la hermana menor de la familia que después de la muerte de su mamá empieza a tener pesadillas en las que una mujer muerta se coloca sobre ella en la cama al dormir. Cada vez que intenta abrir los ojos para pararse y huir se da cuenta que está paralizada, inmóvil. “Se le subió el muerto”, es como conocemos esa condición en la que el cerebro despierta antes que los músculos al dormir.
Pienso en ella porque, desde que murió mi abuela, tengo pesadillas casi todas las noches. Hace dos semanas pasé la primera noche sin soñar nada en tres meses seguidos. Pero cuando sí tengo pesadillas, son siempre así: sueño que hay alguien en mi casa, parado junto a mi cama, intentando tocarme y yo no me puedo mover. A veces siento el roce de los dedos del fantasma en mi nuca o su mirada postrada sobre mí.
Aunque muy de vez en cuando los sueños no son malos. Anoche vi a mis dos abuelos en uno de ellos. Habían venido a responderme una pregunta que, desde que se fueron, no he parado de hacerme. “Vinimos a decirte lo que se siente morir”, explicaron, y me empezaron a contar cómo es la sensación que te invade cuando sabes que la vida se te escapa. Desperté tranquila, con una claridad deliciosa.
Es media noche. Estoy sola y el sonido del piano de la orquesta de Vaughn inunda mi departamento. La mitad de mis cosas están medio cubiertas por sombras y no puedo evitar pensar que ojalá fuera cierto; ojalá este disco de pasta tuviera el poder de invocarlos.
4
Esta semana estuve pensando mucho en la necesidad de actualizar la idea que tengo sobre mí misma hasta empatarla con la realidad de quien soy. Es raro cómo nos pensamos de una manera y la gente nos percibe de otra; aspiramos a algo y proyectamos una cosa diferente.
Durante los tres últimos años que viví en Estados Unidos, al graduarme del posgrado, me dediqué a aplicar a trabajos en medios de comunicación, como reportera, de manera más o menos regular. El hábito se convirtió en una especie de manía; ese tipo de cositas raras y excéntricas, a veces medio antipáticas, que les adhieren los escritores a sus personajes para hacerlos más humanos. Si yo fuera un personaje de novela, mi descripción incluiría “pasatiempo: buscar aceptación mediante el envío compulsivo de solicitudes de empleo a medios de comunicación y fracasar en cada uno de los intentos, pero seguir aplicando”.
No conseguí uno de esos trabajos nunca. Lo extraño es que todo el rato que me dedicaba a intentar ser quien yo creí que debía ser, estaba siendo alguien más. De ahí la necesidad de actualizar mi percepción de mí misma hasta que empate con mi realidad y, al embonar, me complete.
Pero para llegar ahí tengo que soltar la idea de quien debí ser. Esa es la parte difícil. Hay quien llamaría a esa ruptura un duelo; los budistas describirían el proceso de actualización como aceptación.
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Ni mi ansiedad ni la muerte de mis abuelos fueron ocasionadas por la pandemia. Pero es verdad que tampoco ayuda. Salvo en la percepción, quizás, de sentirme acompañada. Como ahora casi todos han atravesado por una crisis, me siento menos sola. Es como estar mojada, rodeada de gente con ropa seca, y que de repente empezara a llover a cántaros.
No todos los días son malos ni todas las horas inclementes. Hoy tuve la entrevista con la fuente esquiva. Le marqué por WhatsApp a las 20:00 horas con una flojera inmensa. La línea conectó y del otro lado estaba ese hombre al que había intentado contactar tantas veces sin éxito. “Listo”, me dijo como si nada. Y hablamos durante los siguientes 94 minutos seguidos sin parar. Al colgar parecía que ninguno quería hacerlo.
Al terminar sentí esa subida de adrenalina que produce hablar con la gente; escuchar sus historias y entender una vez más, aunque ya lo sabía y es trillado de tan choteado, que la realidad supera siempre a la ficción. Por un instante me regocijo por ser esta versión de mí que sí soy.
6
“Esperamos acabar con esta pandemia en menos de dos años…” empieza a decir el director general de la Organización Mundial de la Salud mientras pienso que no llevamos ni uno.
No sé bien en qué momento de la pandemia decidí dejar de añorar el mundo como era. Lo extraño, claro, pero he perdido tantas cosas en los últimos meses que perder la normalidad es lo último que me preocupa. La realidad es que han muerto 852 mil personas en el planeta de una enfermedad sin cura ocasionada por un virus sin vacuna que ha infectado a más de 25 millones y eso no va a cambiar pronto. En ocasiones la inmensidad del problema incluso hace que me pueda concentrar más en el día a día.
A veces, cuando despierto y siento venir la lluvia de pendientes acumularse, intento batearlos para concentrarme solo en uno. Un pendiente. Una cosa. Una tarea por chiquita que sea. Cambiar la perspectiva: del lente macro al micro. Así logro salir de la cama y meterme a bañar. Un logro. Pequeño, pequeñísimo. Quizá pueda con otro. Estoy trabajando en eso, en fracturar la inmensidad de mis miedos hasta que se vuelvan una secuencia de tareitas cotidianas sobre las cuales sí tengo control.
Le mando un video de mi tornamesa Technics a mi familia. Está sonando el disco texano de “Asleep at the Wheel”, que me compré de remate en una venta de garaje a 1 dólar en el West Village hace un año. “Abuelo presente”, les escribo.
Cuando veo más tarde a Jorge y me abraza, cierro los ojos. Como casi todos los días desde mediados de mayo, cuando murió mi abuela, lloro a momentos esporádicos. Cada que sucede, Jorge me pregunta “¿por qué lloras?” y siempre, sin falta, le respondo “por lo mismo”.
De repente pienso en ese estúpido tuit cursi de moda que ahora todo mundo escribe: “A veces, la felicidad es ___________”.
Y sí, me digo.
A veces la felicidad es la ansiedad, las pequeñas victorias, el duelo colectivo, extrañar a quien amaste, tener miedo al fracaso y también disfrutar lo que haces, aplicar a trabajos que nunca vas a conseguir como característica excéntrica, escuchar un disco de vinilo en una tornamesa restaurada.
A veces la felicidad es solo vivir, o intentarlo, aunque nadie sepa bien cómo.
La Bitácora del encierro es un proyecto de la UAM Cuajimalpa