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Llevar la cabeza de paseo. Fragmentos

Teletrabajo, videollamadas, chat, redes sociales, noticias, conciertos en casa, festivales, lecturas, cursos, conferencias, sexo, la vida toda virtual. Perdimos la libertad de entrar y salir del mundo real. ¿Llegaremos a naturalizar este exceso de introversión?

 

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¿Dónde ocurren, en nuestra mente, las interacciones virtuales? ¿Cómo las interpreta el cerebro? ¿Estimulan algún lugar concreto?

 

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¿Qué ocurre cuando miramos, sin oler, escuchar y sentir lo que nuestro cuerpo necesita para dar sentido de concreción a la realidad? Ante la ausencia de estímulos reales, ¿perderá elasticidad el cerebro? ¿Se compactará?

 

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Ejercitamos la mente, pero vivimos al amparo del recuerdo de sensaciones que constituyeron nuestra experiencia. Sensaciones que no están puestas realmente en funcionamiento en la pandemia; llevamos la cabeza de paseo, sin movilizar el cuerpo.

 

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Cocinamos y mostramos platos suculentos creados en nuestra cocina. Lucen muy bien, pero algo en el sabor se siente apagado. Leemos, intentando reanimar los sentidos, pero de alguna manera la trama se pierde. El brillo en las palabras desluce. La vida sigue estando afuera.

 

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Volvemos a los pasillos de las redes sociales y tropezamos por exceso de estímulos. Todas las voces hablan al unísono —quedarnos en casa, cuidarnos entre todos, cifras, récord de muertes, cuerpos despojados de dignidad— entristecen, saturan, desinflan.

 

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En nuestro afán por comunicarnos, cuesta distinguir una interacción virtual de una real. Las palabras no tienen el mismo destino, recepción, ni la misma reacción.

 

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Palpar la realidad a través de una mascarilla. ¿Qué dejamos de percibir con la nariz y la boca tapadas? ¿Tendrá algo que ver el olfato en confirmar nuestra experiencia? Los sentidos nos anclan, si es real es porque al sentir operan todos a la vez.

 

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En sueños, salgo de casa con barbijo; casi siempre alguien me acompaña. Siento que su presencia, su voz, es igual a la que percibo virtualmente. El inconsciente ya reconoce este tipo de compañía.

 

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Cuando todo esto termine, ¿qué habremos extrañado más de la vida que llevábamos y qué nos parecerá extraño?

 

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Una cantidad inusitada de viajeros recorre el aeropuerto. Aquí dentro, todos queremos las mismas cosas —ir al baño, mirar la hora, revisar el pasaje, vagar por los pasillos, distraernos, tomar un café, hojear una revista o un libro y enchufarnos—. Las mascarillas resultan sobrias, escandalosas, ingeniosas y francamente ridículas. Diluimos la angustia con asombrosa rapidez hasta que vemos a alguien que la lleva mal puesta (¡o no la tiene!).

 

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En los aeropuertos la hora significa algo distinto para cada persona y las interacciones siguen siendo neutras. Intercambiamos información indispensable, cruzamos miradas y ninguna palabra, con naturalidad. ¿A partir de cuándo comenzamos a ser indiferentes? ¿Será por pereza o falta de curiosidad? ¿Qué tuvo que ocurrir para que se instalara este silencio?

 

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Ahora tenemos permiso para volar. Agotamos las distracciones, algo en la pista sigue disperso.

 

La Bitácora del encierro es un proyecto de la UAM Cuajimalpa