No debería haber estado ahí. Normalmente, a la menor oportunidad, me subo a un carro, un tren o un avión. Me voy. Así es, estoy acostumbrada a las despedidas. Con frecuencia me dicen que mis distanciamientos son huidas hacia delante. Puede ser. Sin embargo, para mí viajar es una oportunidad para revitalizarme. Ir a otro lugar para ver cómo viven los demás y lo que puedo aprender de ellos. Nací del viaje, del encuentro entre un hombre procedente de Costa de Marfil y de una mujer procedente de Francia. Toda mi vida bailé entre dos, un pie aquí, un pie allá, nunca en el lugar donde me esperan.
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Esta vez estoy atrapada. Como millones de personas en el mundo. Ya no puedo moverme. E incluso si las restricciones sanitarias se relajan progresivamente, las fronteras todavía no se reabren, los aviones no vuelan como antes y los aeropuertos ya no saben qué reglas de higiene adoptar. ¿Usar un cubrebocas durante todo el vuelo? ¿Es peligroso contaminarse con el aire que se respira en la cabina? Es difícil saberlo.
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Desde la ventana de nuestro departamento observo la calle. El restaurante de enfrente todavía está cerrado. Sin embargo, tiene permitido servir comida para llevar. La puerta de entrada se entreabre y una mano le entrega un paquete a un repartidor que vino a recoger la orden de un cliente. Muchos motociclistas están estacionados frente al establecimiento. Esperan su turno mientras hablan ruidosamente y fuman cigarros. Las calles de Londres ahora les pertenecen. Dividen la ciudad en zonas y manejan rápido porque la comida no debe enfriarse. Las sirenas de las ambulancias perforan los días. Un sol pálido acaricia la colonia, es primavera. Frente al inmueble vecino, un magnífico cerezo en flor se yergue orgullosamente. La banqueta está cubierta con un tapiz rosa. La cantidad de decesos por Covid-19 sigue siendo muy elevada. Se nos encoge el corazón.
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Estoy aquí, estamos aquí. Juntos y, sin embargo, solos. Más solos que nunca porque no sabemos cuándo acabará todo esto. Sí, antes del confinamiento, ya me hubiera ido desde hace mucho tiempo. Incluso si “irse” simplemente quiere decir ir a la biblioteca durante algunas horas. Tal vez estoy particularmente intranquila porque vivo lejos de mi país, Costa de Marfil. Me pregunto cuándo podría ir para allá. Vivo en Londres desde hace cinco años, pero todavía no me siento en casa. ¿Estoy en exilio o en la diáspora? Oscilo entre los dos sin encontrar dónde poner mi maleta. Y, entonces, un virus me cancela cualquier posibilidad de regresar.
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Con frecuencia llamo a Abiyán para tener noticias de mi familia y de mis amigos. “¿Cómo están?”, “¿cómo está el ambiente?”. Cada noche, desde el inicio de la pandemia, un amigo me envía las cifras de las víctimas. Casos confirmados. Nuevos contagiados. Curados. Muertos. Las tasas son muy bajas en comparación con las de Gran Bretaña. Aquí, la cantidad total de víctimas desde el inicio de la pandemia superó los cuarenta mil, mientras que en Costa de Marfil solo se cuentan treinta y ocho para esa misma fecha. Hay muchas teorías para intentar explicar esta increíble diferencia: las poblaciones africanas tienen una media de edad muy joven, en tanto que la enfermedad se centra en la población que envejece, el clima cálido aleja el virus, los intercambios con el exterior son mínimos, África tuvo la posibilidad de prepararse, el coronavirus llegó más tarde al continente, etcétera, etcétera. De hecho, los científicos no tienen verdaderas respuestas. Tampoco saben si ese fenómeno va a confirmarse los próximos meses. En India y en América Latina la situación es grave.
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Tengo miedo. El ébola, era el 2014, fue hace apenas seis años. La epidemia se declaró en Guinea, en Sierra Leona y en Liberia. El mundo entero vio las imágenes televisadas de esta tragedia. Fue necesaria la intervención de numerosos países extranjeros para contener la enfermedad. Los sistemas de salud eran deficientes. Todavía lo son. La mayoría de la población era pobre. Todavía lo es. La epidemia adquirió proporciones gigantescas. Una pandemia es una epidemia que atravesó las fronteras nacionales y se extendió por todo el planeta. Pero sigue siendo una epidemia al interior de un país particular y su evolución es diferente que en otras partes. Esto nos separa a unos de otros.
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Hoy no me siento muy bien. Como que tengo los inicios de una amigdalitis. Un punto en el lado derecho de la garganta. Mis ganglios no están inflamados. Al finalizar el día, de todas formas voy a hacer mi caminata cotidiana por las calles desiertas de la colonia. Me alejo, trato de descubrir caminos que no recorro a menudo. La sorpresa está a la salida de una curva. La puesta de sol se refleja en los vidrios, los monumentos y edificios de repente adquieren un tinte irreal.
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Por prudencia me tomé una dosis doble de zinc. Escucho a mi cuerpo. Siento un malestar que va de mi esófago a mi estómago. Una presión que me preocupa un poco. ¿Habré cometido un error? ¿Me habré lavado las manos con suficiente frecuencia? No toso, es lo principal. Debe ser el cansancio. Llevo dos noches sin dormir. Ya no sé en qué día estamos. Nuestro departamento es una cárcel. Afuera ya no quiere decir nada, el peligro se esconde en los más pequeños rincones. Si todo esto termina, si somos liberados, prometo que ya no voy a vivir como antes. Y que voy a utilizar mejor el tiempo que me concederán.
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Finalmente no es nada. Mi dolor de garganta parece haber desaparecido. De todas formas sigo tomando zinc. Parece ser que es bueno para reforzar el sistema inmunológico. El otro día, olvidé ponerme un cubrebocas antes de salir; en la calle, recobré el placer de sonreírle a los transeúntes. Ayer era el cumpleaños de Nick. Los niños vinieron a visitarnos. Todos mantenemos los dos metros de distancia entre nosotros. Después de haber comido un pastel de chocolate, Nick recibió sus regalos en bolsas de plástico. Los abrió rápidamente. Contento, se lavó las manos y luego nos agradeció a todos.
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El gobierno marfileño acaba de levantar la cuarentena que aquejaba a Abiyán desde hace varios meses. Está prohibido entrar o salir de la capital. Además se impuso un toque de queda, de las 21.00 a las 6.00 de la mañana. Muchos comercios cerraron. Los trabajadores que tienen trabajitos se convirtieron en prisioneros de una ciudad en cámara lenta. No tienen ningún medio de subsistencia y tampoco tienen nada que llevar a casa. Las familias están apretujadas en sus pequeñas habitaciones, el transporte público está abarrotado y los mercados están repletos de gente. Es imposible mantener la distancia.
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Sí, en el mundo entero los gobiernos relajan cada vez más las restricciones sanitarias para que la economía pueda reanudarse. Pero todavía mueren demasiadas personas. No quiero morir de esta muerte. Hospitales inmensos, equipos sofisticados, aparatos respiratorios, doctores vestidos con sus overoles de astronautas, enfermeras detrás de sus viseras de plástico, cubrebocas, guantes y ningún rostro conocido alrededor. ¿Encontrarnos solos en una cama, lejos de quienes amamos, no es lo que más tememos?
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En el jardín, los zorros cavaron un gran agujero en el que se esconden hasta el anochecer. Cuando salen, tiran las macetas de flores, buscan comida en la basura, tratan de encontrar agua. Se convirtieron en animales urbanos con los que cohabitamos. A veces, de lejos, nos miramos a los ojos. Tengo la impresión de que les gustaría que los adoptaran, pero su instinto de libertad todavía es demasiado fuerte. Una ardilla eligió su domicilio en uno de los árboles. La vemos saltar de rama en rama. Destruye las plantas y se come las flores que tienen un sabor dulce. Las aves hacen escuchar sus cantos con un mayor fervor. Con la nueva calma de los alrededores, nos ofrecen un verdadero concierto.
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Si me muero aquí quiero que repatrien mi cuerpo. Que me entierren cerca de mis padres en el pueblo de mi papá. Todo el tiempo estoy pensando en ese allá. El poder del sistema capitalista conquistó el mundo entero hasta los lugares más remotos. Nada se le pudo resistir. Ni las tradiciones ancestrales ni el estilo de vida comunitario. Se perdió mucho. En la actualidad, África debe recobrar su creatividad, retomar conciencia de sus propias posibilidades. Avanzar. Progresar por ella misma. Es el momento de cambiar. De rechazar el statu quo. Después de tantos sufrimientos, en todo el mundo, numerosas personas se preguntan cómo vivir de manera diferente. Las manifestaciones contra el racismo expresan ese combate por la justicia y la igualdad. El color negro es la suma de todos los colores. No habrá una falsa solidaridad. Habrá hombres unidos para terminar con la opresión. Ya no somos los mismos. La humanidad es un murmullo mezclado de gritos y silencios. Somos una misma raza y debemos ayudarnos mutuamente.
Costa de Marfil / Londres, Inglaterra
Traducción del francés de Adriana Romero-Nieto
La Bitácora del encierro es un proyecto de la UAM Cuajimalpa