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País de cenizas

Fui niño de pecho hasta los cinco añitos.

Mi madre no pudo darme ni una sola gota de leche. Murió después de que yo nací. El abuelo creía que mamá se había quedado en los huesos debido al parto. También me decía que yo le había chupado la vida a su única hija. La abuela también se fue con mamá. Le dio un paro de la impresión. No pudo soportar perderla y la siguió hasta el País de las Cenizas.

Me quedé a solas con mi abuelo y su aliento a curado de avena.

Él contrató a una mujer, blanquísima y con unas chichonas que me estrangulaban si no me ponía buzo. Yo la veía bien vieja pero como no estaba casada, el abuelo insistía en llamarla “señorita Lozano”. Yo la llamaba por su nombre: Crescenciana. Ella era la encargada de darme de mamar. Luego la mordía y se le amorataban las chichonas. La leche le salía con sangrita seca. Hasta la fecha, extraño ese sabor aceroso. Todavía lo siento en la punta de la lengua cuando se me viene el sueño.

Las campanadas de la iglesia eran nuestro reloj. Crescenciana sabía que a la primera campanada debía alimentarme. En la penúltima de la noche, yo me quedaba echadote y con la barriga repleta de leche hasta que llegaba mi abuelo a darme las buenas noches. Siempre me contaba una leyenda acerca de un lugar llamado el País de las Cenizas. Crescenciana me había dicho que mamá y la abuela estaban en el cielo, pero el abuelo no creía en eso. Él siempre aseguró que estaban en el País de las Cenizas.

Cuando terminaba de eructar, el abuelo me acunaba entre sus brazos y me apretujaba para comprobar que ya no tenía gases. Yo me estaba calladito mientras él me enlistaba una serie de características geográficas acerca de ese lugar. Según él, este tal País de las Cenizas se encontraba entre Minatitlán, Veracruz, y Minatitlán, Colima. Los días eran cálidos y, obviamente, eternos. El abuelo siempre agregaba un suceso trágico a su narración como una niña quemada o algún torso carbonizado entre la tierra.

El País de las Cenizas era un espanto, pero recibías una recompensa por irlo a visitar. El abuelo nunca me dijo cuál era. Tampoco le preguntaba. Estaba asustado. No quería seguir llenándome los oídos con esas barbaridades. Entonces, medio que bostezaba y cerraba los ojitos para que le parara o no pegaba ojo en toda la noche.

Lo que no he podido borrar por completo de mi mente es que, al darme la bendición para espantar los malos sueños, el abuelo solía decirme:

—Esa tierra es de los muertitos, m’hijo. Tu mamita la nutre y tu abuelita también. Y nosotros estamos aquí, tragando polvareda. Estamos bien pinches dejados a la vidita.

 

Yo sospechaba que, para mi quinto cumpleaños, el abuelo ya no me persignaría las tres veces de rigor. Él aseguraba que al lustro ya eras un medio adulto. Yo le pregunté a Crescenciana que significaba eso de ser medio adulto. Me colgaba de sus chichis y las succionaba con fuerza cuando ella me respondió:

—Pos que ya estás lo bastante grandecito pa’ enfrentar a los mal sueño sin la ayuda de un “Amén”.

 

Durante mi fiesta de cumpleaños, el abuelo me entregó un cuaderno de tapas de piel rojiza. Estaba lleno de anotaciones y algunas páginas se desprendían. Él no volvió a dirigirme la palabra. Yo había tenido razón. Él cambió conmigo. Mi consuelo es que Crescenciana siguió amamantándome.

Las tetas de Crescenciana se le fueron achicando y a mí me empezó a  salir un bigotito que como que me daba ansías. Me lo jaloneaba y Crescenciana me pegaba en las palmas de la mano necia. El abuelo nos miraba con lástima, pero no participaba en el castigo. Más de una vez, lo escuché decir que las mujeres eran las indicadas para sobarse a los niños puesto que no los podía hacer chillar. Yo no era tan hombrecito a sus ojos, supongo. Por eso nunca me puso una mano encima.

A veces, el abuelo se paraba enfrente de Crescenciana para retorcerle el pezón. Me quitaba de entre sus brazos para sentarse en sus piernas. Crescenciana gemía. El abuelo se tocaba la entrepierna y Crescenciana gemía más duro. Yo me guardaba en las cortinas y esperaba tantito. Unos cinco minutos o poco más, pero nunca diez.

Yo intenté hacerle lo mismo a Crescenciana y el pezón no soportó mi pellizco. El bultito fue a dar al piso adoquinado. Yo lo iba a tomar, pero el abuelo me ganó en esa carrera. Él, con una sonrisa que nunca antes le había visto, se lo llevó a la boca. Comenzó a masticarlo y remasticarlo como si fuera un chicle. A la última campanada, lo escupió. Era una hora exacta. El abuelo se agachó, apenas lo limpió de su baba cuando le aventó alcohol. Un cerillo encendió la partecita de Crescenciana. Los restos fueron a parar a donde la abuelita. El abuelo, tosiendo, ahí los echó y se fue a dar la vuelta a la calle.

No lloré y Crescenciana tampoco. No le dolía cuando la tocaba el abuelo. Le quedaba un pecho completo y yo lo quería aprovechar, pero ella me quitaba. Yo no la dejaba hasta que llegaba el abuelo y me obligaba a tomar leche en polvo. Nuestros silencios, el del abuelo y el mío, crecían a la par y Crescenciana se hacía pequeñita.

 

Al año, mi abuelo me soltó tres palabras que marcaron mi destino:

—Ya es hora.

Murió al día siguiente. Crescenciana me dijo, lloriqueando, que había sido un fallo respiratorio. Noté que estaba frunciendo el ceño y se le formaban tres arruguitas. Me estaba mintiendo. Me enteré de la razón del fallecimiento del abuelo mucho tiempo después. El abuelo se tragó el contenido de la urna, completito. Se asfixió. La saliva nunca es suficiente y Crescenciana lo sabía. Por eso estaba rellenándolo con su lengua mientras él agonizaba tosido tras tosido.

No sabía mucho de mi abuelo. El diario hablaba de él pero como si no fuera él. Estaba escrito que había nacido en Minatitlán, pero sin especificar el estado. A lo largo de las hojas, él parecía tener una misma edad. Un sólo número de años, sin un pasado y, mucho menos, un futuro. Era como si el abuelo siempre tuviera sesenta años.

 

  1. El País de las Cenizas

He descubierto que el diario del abuelo sirve para entenderme a mí mismo. También he pensado que el personaje principal de este cuento es, en realidad, quien lo está leyendo. Él, sólo él, lo presentará como si fuera el escritor. Nadie lo sospechará. Si llegaran a acusarlo, el escritor señalará que no es un plagio sino un préstamo. Que el abuelo le dio su historia. Que el abuelo le dio el País de las Cenizas. Que me lo aprendí al pie de la letra.

Lo estoy escribiendo para ti.  

No será difícil llegar ahí. El mapa puede ser reemplazado por unas sencillas indicaciones como manejar en línea recta hasta la vuelta en “u”.

El País de las Cenizas existe cuando tú me dices, cabizbaja:

—Aquí estás.

Me habías dicho que te encontraría y así fue”, es lo que responde el abuelo en su diario.

 

Crescenciana dejó de dar leche cuando yo me enamoré.

De ella.

Supe que se había roto el primer vínculo entre nosotros al soñar con mi abuelo. Durante mi dormir, él tenía la mirada apagada. Volteó hacia mí y me dio la bienvenida con una mueca brusca. Después, sin apartarme de su vista, sopló un polvo grisáceo. Cuando se disipó, noté que estaba metiéndose debajo de una falda de carne. El cuerpo empezó a formarse en torno al polvo. Los rastros de tizne se hicieron piernas y brazos. Reconocí a la mujer guanga. Tenía el mismo rostro que el retrato que colgaba en la sala. Era mi abuela, siendo carcomida por él.

 

  1. Vuelta al País de las Cenizas

Un cuento nace.

Tiene su origen en un tiempo preciso, de preferencia, presente. Tiene su lugar en un espacio determinado por la elección del autor. Si los personajes son más poderosos que quien los escribe, son ellos quienes deciden el espacio y manejan el tiempo a su antojo. Incluso vuelven un acto a cada una de las palabras escritas. “El último recurso fue pedirte que vinieras por mí.  Personas, nombres, huesos. Cenizas. Un lugar para el polvo. Tómame en cenizas y sóplame. Seamos la plenitud…”.

He aprendido que todos los cuentos son perfectibles, sobre todo en su nudo. Todos aspiramos encontrar el punto preciso para asir al lector. En este caso, es la vuelta al País de las Cenizas lo que espero que te detenga para que no le des vuelta a la página. Es insufrible saber que puedo ser tan predecible y que te saltarás algunas palabras con el propósito de ahorrarte el tiempo (aunque, en realidad, este cuento no es merecedor de tu suprema atención).

Creo que me he extendido demasiado en el principio. Para lograr un efecto armónico y unitario es necesario que proceda al desarrollo del cuento. Nudo que es ahora no ves. ¿Cómo mantenerte al filo de la página?

Seré prosaico. Es lo mejor para ambos. Iniciemos con la descripción rutinaria. El narrador es alto, de nariz espigada y con un peinado pasado de moda. Como buen mexicano es admirador de Juárez y detractor de Díaz. Como buen lector de literatura mexicana prefiere a Rulfo sobre todas las cosas. Como buen escritor de literatura mexicana regionalizada y provincial prefiere escribir acerca de Tehuantepec o Minatitlán.

Es preciso enfocarse en el protagonista de la narración. Si rescatamos los preceptos básicos de la psicología, su perfil denota que es una persona con problemas para socializar, es decir, es introvertido e hipersensible.

Ahora tenemos a los personajes. El abuelo es como todos los viejos. Canoso, arrugado, lento, ojeroso y, sobre todo, viejo. No se sabe más. El abuelo dice una frase relevante. Eso sí.

Hay una conversación telefónica que parece que es necesaria para entender este cuento.

El narrador ha decidido que tres palabras son suficientes para incrementar el suspenso en la historia. El lector no tiene una pista más clara. Tal vez si el narrador deja a un lado el egoísmo y escribe un “Minatitlán”, el lector captará que el sitio mencionado se encuentra hacia el sur del país.

Entonces, hay un mar. ¿Cuál mar?

Después de lo anterior, el narrador omite párrafos porque así lo cree conveniente. Le tiene el debido respeto a la inteligencia del lector.

(Lo que el lector no ha tomado en cuenta es que el narrador se quiere hacer pasar por el Loco. Sin embargo, el Loco es loco y no el nieto del abuelo. El abuelo no tiene nieto alguno).

 

—Vuelvo el miércoles —dije y le colgué.

Tuve que mentirle a Rosendo. Que me iba a un viaje de negocios a Minatitlán. Todavía no sé si a Veracruz o a Colima. Le recordé que la planta petrolera requería mi presencia. ¿Será Veracruz? La supervisión tomaría tres días a lo mucho. ¿Puede ser una mina en Colima?

 

Estoy en Minatitlán.

El calor es atípico. Hay un poco de mar. Bajo los vidrios en el primer poblado. La gente enmorenada me sonríe. Me hago guiar por los lugareños. Un anciano me ofrece un pañuelo para combatir el sudor.

—Mire joven, sígase derechito y llegará —me dice—. Tal vez…

Él habla lentamente, como si la lengua se le pegara al paladar. Yo recupero a la figura de mi abuelo. Lo imagino escribiendo en su apretada cursiva. “Cóbrate los cuerpos”. Ese enunciado, precisamente a la mitad del diario, no se aparta de mi mente. “Cóbrate los cuerpos. ¿Es que acaso debo seguir mi camino solo?”.

—¿Todo derecho? —pregunto.

—Hasta esa pinche vuelta en “u”.

Acepto la instrucción y el retazo de tela amarillenta para no ofender al viejo. “La gente de pueblo se ofende con un no”.

—¿Y luego?

Los ojos del anciano se asencillan conforme la tarde avanza. Puedo ver sus molares cariados. Sin respuesta por esperar, ajusto el aire acondicionado.

—Todo derecho hasta donde el sol se encuentra con el mar.

—Gracias —digo sintiendo una fría oleada.

—Váyase con cuidado.

—Gracias de nuevo.

—Se dicen muchas cosas de por allá —se despide el viejo.

 

Ahora hay que jugar con la idea del mar. Sólo el calor y el mar, insistirás. Yo digo que no. El calor (como idea) nos remite a un instante deslizándose en la espalda y la sensación resulta tremendamente incómoda.

“La Última Noche del Fuego fue el castigo para los pobladores. El País de las Cenizas fue salvado por el Volcán Mayor. Rugió y se hizo el umbral”.

¿Es el mar realmente infinito?

“Las olas se escuchan a los lejos y un cantar delata la sinrazón del País de las Cenizas. Es una niñita la que está cantando. Una ventana se abre. Es la inocencia. El pueblo pensó que ella era una bruja y la bañó en petróleo. Fue quemada viva. Esto fue en el Minatitlán de Veracruz”.

 

El cielo no se ha despejado.

No hay nubes. Son volutas de humo. Miro hacia el frente. Es un paisaje terrenal. Lava que se ha endurecido. Las construcciones son de obsidiana. El suelo es pedregoso y con fisuras, pero es transitable. Hay tres piedras delgadas de forma cilíndrica y huecas. Supongo que son las causantes del tamborileo que estoy escuchando.

¿Serán cuerpos incinerados lo que estoy respirando?

“Despertar a los muertos es imperdonable.”

Tomarán mi cuerpo y lo harán a su sombra. Tu cuerpo, ¿dónde está tu cuerpo?

 

III. El diario

Veinticinco de febrero. Todo cumple con un ciclo. Hay libros sobre volcanes por toda la casa. “Vesubio” era un poema que nos hacía reír. La pronunciación de troupier siempre te ha costado trabajo. Tus reglas de francofonética no son muy estrictas, pero al final sale limpia la palabra. “Trupie-rr”. Enfatizas en la ere y yo te sello con un beso.

Veintinueve de febrero. Te haces polvo.

Veinticinco de marzo. ¿Sabes? Soñé contigo. Estábamos en Pompeya, éramos dos estatuas sepultadas bajo las cenizas del volcán.

Veintinueve de marzo. Tu nombre es una palabra violenta.

Veinticinco de abril. Me estoy quemando por dentro. Exhalo humo. Constituyes el miedo inhumano. Me he quedado solo, solo con estos, estos tus escombros y un fuego, un fuego que destruye todo lo que encuentra a su paso.

Veintinueve de abril. Es de madrugada, amor. Y te extraño. Tengo que deshacerme de este diario. Las páginas sobre ti se llenan de hollín.

¿Es una señal?

 

Naples, ses tarentelles

Montrent son joli pied;

Mais la belle en dentelles

Fume comme un troupier.

Vésuve, Jean Cocteau.

 

—Usted llegaría el Miércoles de Ceniza —dice una voz cuyas ondas se pierden. Tengo que leer los labios—. Pero hoy es sábado y ya no estamos en marzo.

—Es abril.

—No se preocupe. Usted está aquí porque ella lo llamó.

¿Ella? ¿Amor, dónde estás?

—Mi nombre es Apo —se presenta—. El volcán me bautizó. Yo nací fuera del vientre materno. Él murió hincado intentando introducirme de regreso a sus entrañas. Nacer así es un mal augurio. Hay que regresar al recién nacido a su origen para que pueda lograrse dentro de otros nueve meses. ¿No se lo dijo su abuelo?

—¿Se conocían?

—Desde antes que naciera.

—¿Cuándo?

—Cuando él era como usted y pensaba que este lugar es puro.

—¿No lo es?

—Se está equivocando también.

Huesos de unos y otros.

Apo comienza a recitar una letanía. Se coloca a mi costado, emanando una humera y desprendiéndose en cenizas.

—Ya es hora —indica y hace una señal que me parece conocida.

Empiezo a caminar al revés. Estoy desandando mis propios pasos.

¿Sigues viva?

Mi corazón se ennegrece.

 

  1. El cuento después del país de las cenizas

No estamos en la realidad tangible y material sino en un espacio que parece inédito, pero que sí se está escribiendo.

Estamos en el País de las Cenizas, solamente estamos tú y yo.

Amor, te he encontrado. “Polvo eres, en polvo te convertirás”. ¿Te partirás cuando te haga el amor? Estoy aquí amor. Estoy aquí. Te tengo apenas en mis manos. Escucha el ruido que hace el fuego en el crematorio, escúchalo amor… Las cenizas son una condición más íntima que la mera constitución del cuerpo. “El polvo es la realidad última del sepulcro”, dirás.

—Ven aquí, te voy a dar de mamar —dice Crescenciana y yo me apropio de su pecho mutilado.

El abuelo nos acaricia a ambos.

Nuestros alientos se encuentran pero no podemos respirar.

Ella nos sopla y, el abuelo y yo, nos disipamos en forma y fondo.

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La Bitácora del encierro es un proyecto de la UAM Cuajimalpa