Esta frase ha sido dirigida a mí en múltiples ocasiones a lo largo de mis 39 años de vida. Cuando eres niño es normal que si te acercas a la estufa o te encuentras a dos metros o menos de un cuchillo, algún adulto te indique mejor alejarte, salir de la habitación o irte a sentar. Pero como persona con discapacidad visual, y más aún, persona con discapacidad visual del sexo femenino, he terminado por acceder a sentarme aun cuando preferiría estar de pie, sin importar mi edad. He ido desarrollando un reflejo que se activa cuando oigo a alguien aproximarse: el de hacerme a un lado para dejar pasar.
Como persona ciega, siguiendo esta vereda de protectora exclusión te puedes librar de muchas labores engorrosas: hacer de comer, ayudar a subir las maletas al carro… pero el día que decidí no solo renunciar al estatus de damisela en apuros, sino también combatirlo, fue la vez que noté una marcada reticencia por parte de ciertos familiares cuando quise cargar a mi sobrino de tres años.
Mi sobrinito se me acercó, y mi instinto para poder comunicarnos cara a cara fue levantarlo en brazos.
¡Mejor no!, dijo alguien.
¡No se te vaya a caer! ¡Siéntense aquí!
Sintiéndome no solo observada sino incluso hostigada, resolví ignorar a mi audiencia y proseguir divirtiéndome con mi sobrino. Terminamos muy contentos jugando a las borrachinas. Él sin duda se veía feliz. Por mi parte, confieso no haber gozado plenamente del momento. ¿Debí acaso emprender una defensa de mis habilidades para cargar a un niño?, alegando algo así como: a falta del sentido de la vista tengo muy agudo el tacto. Soy de hecho experta en cargar y sostener objetos.
Lo que por aquí consigno no constituye sino un ejemplo mínimo de lo que es en realidad un patrón omnipresente en múltiples ámbitos de mi vida, donde por regla general no se me requiere ayudar, contribuir o apoyar a los demás, sino simplemente, no estorbar.
La sobreprotección es normal entre quienes conviven de manera cercana con un discapacitado y quieren lo mejor para él. Pero lo cierto es que para enseñar a un ciego hay que meter las manos y eso requiere paciencia. Una persona ciega no aprende observando discretamente, sino involucrándose. Que no sorprenda luego la actitud desarrollada por varios sectores de la comunidad con discapacidad, donde casi en automático esperamos que alguien más nos resuelva o saque de problemas. Que no sorprenda tampoco, nuestro genuino deseo de ser independientes y contribuir con nuestra comunidad. ¿Cuáles serán las habilidades más adecuadas con las que una persona ciega pudiera apoyar a otros en situación difícil, o aún en situaciones cotidianas?
En efecto, a veces hacerse a un lado es lo más conveniente, ya se tenga o no una discapacidad. Pero no debería ser ese el espíritu ni la consigna que permee nuestro día a día. Antes bien, me gustaría llegar a tener la certeza que las personas a mi alrededor saben que cuentan conmigo. Que pueden recurrir a mí con toda confianza, confianza que hay que ir construyendo a nivel personal, familiar, comunitario y social.