Alzo los brazos para entrar en un vestido que no he usado durante los últimos seis meses. Viene a mi mente el pullóver de Cortázar; no se culpe a nadie de mi muerte, ni siquiera al covid. Acudo a fotografías viejas para recordar cómo se veía mi cuerpo al inicio de la pandemia. En apariencia soy la misma, aunque me toma tiempo reconocer mi propio rostro en el espejo. Siento que he extraviado algunas expresiones —la ligereza y la ingenuidad— y a cambio he ganado otras. La verdad es que me gusta cómo me veo, pequeñas ganancias frente al saldo rojo del apocalipsis.
Recién salí del baño y mi vestido ya está empapado de una mezcla de agua limpia y sudor. Afuera, la temperatura es de cuarenta grados a la sombra; hasta los pájaros buscan refugio en mi casa, y eso que nunca enciendo el aire acondicionado. Termino de arreglarme, abusando de todos los artilugios cosméticos que guardo para ocasiones especiales. Al final, incluso, me pongo perfume.
Es un día importante.
Voy al súper.
Cuando planteó su idea de los “no lugares”, Augé los definió como espacios de la Modernidad donde reina el anonimato y no se generan identidades relacionales ni históricas. En esta categoría se encuentran incluidos los supermercados, junto a los aeropuertos y otros nodos de circulación de personas. Mi archivo emocional contaría una versión distinta: es en los súper donde se sitúan algunos de mis recuerdos más notables, los máximos detonadores de mi química cerebral. Fue en un supermercado donde jugué por primera vez a ser adulta —la Comercial Mexicana de Peralvillo, allá por 2007— y fue en una grocery store —el Mata’s Fruit Store— donde un día de pronto entendí que El Paso sí llegaría a ser mi hogar eventualmente.
Cómo van a ser no lugares los supermercados, si hay tanta gente extrañándolos.
Como ejercicio de desbloqueo creativo, a veces contesto una versión del cuestionario Proust que yo misma he adaptado para la pandemia: comparo cómo era en febrero y cómo soy ahora, en esta nueva normalidad. Las respuestas rezuman obviedades: la mayor desgracia que podría sucederme hoy sería la muerte de todos mis seres queridos —seguida o aparejada de la pobreza económica— y ya ni siquiera sé cuáles eran los asuntos que me agobiaban a principios de año. Me acababan de robar la bici —ahora recuerdo— y tuve que conseguir otra.
A la pregunta ocho: “¿a dónde te gustaría ir?”, durante años había ofrecido la misma respuesta indiscutible: a Nueva York. Hoy todo es distinto, y para prueba mi enunciación: “Al Mata’s”, confieso, a solas, con falso acento fronterizo.
Me regalo a mí misma una sonrisa sincera, aunque algo derrotada.
Pasé la primera mitad de la pandemia —sí, yo sigo calculando que todo terminará alrededor de marzo— en mi país, pero ahora estoy de vuelta en el desierto texano. En marzo, cuando llegué a Veracruz, se suponía que iba a quedarme una semana. Se convirtió en seis meses y durante ese tiempo tuve que intercalar mi única playera y dos vestidos. En general tiendo a la frugalidad, pero no hasta el extremo de un desapego casi budista.
Cruzo la frontera hacia Estados Unidos con ocho kilos de equipaje en la espalda. Sin embargo, siento que acabo de despojarme del peso de varias toneladas. A partir de este día cargo únicamente con la responsabilidad de mi propia salud y ya no la del posible contagio a mis personas más cercanas. A lo largo de varios meses, fui el enlace de mis papás con el resto del mundo, incluso durante el protocolo funerario de mi abuela; si el virus hubiera entrado a la casa familiar, habría sido yo la responsable y nadie más, o eso solía pensar para darme importancia. Durante las últimas semanas, dejé de ir al supermercado y comenzamos a pedir todo a domicilio; mis papás pueden permitirse esos lujos que tal vez para mí resultarían impensables.
Vivo muy cerca del puente fronterizo, así que camino hasta mi departamento. Al entrar, me invade una tos que —ahora lo pienso— debe de haber alarmado a mis vecinos. Todo está cubierto de polvo, de esa tierra roja y dispersa de esta zona del valle. Pasaría la noche trapeando, pero no tengo limpiadores adecuados. Se los doné a mis amigas al principio de la pandemia, cuando no se sabía si las tiendas algún día volverían a vender Lysol. Alguien se llevó hasta mi galón de vinagre. Lo único que me queda es detergente para ropa.
Sacudo y limpio con un poco de agua, y me acuesto.
Tengo que ir al súper, me digo antes de cerrar los ojos, con la emoción de quien espera que al día siguiente la visiten los reyes magos.
Al despertar en mi cama de El Paso, lo primero que percibo es la levedad. He dejado de apretar los dientes y, si no me equivoco, logré dormir toda la noche de corrido. ¿Acaso se apagó la paranoia?
Es increíble cómo el dispositivo del miedo —que, si es infundado, no es otra cosa que ansiedad— se activa en automático, igual que algunos servicios bancarios: no te das cuenta de en qué momento aceptaste sus condiciones hasta que llega el momento de pagar el recibo. Durante esta pandemia —dicho con la ingravidez de quien enuncia “en estas vacaciones”— desarrollé bruxismo, cistitis, sarpullidos, contracturas, conjuntivitis y agotamiento extremo del cuerpo; sin mencionar mis padecimientos emocionales.
Por eso sorprende que, de súbito, en un abrir y cerrar de ojos, mis males parezcan haberse esfumado. Aunque es a todas luces una mentira —no mentira, ilusión—, me dejo envolver por una alegría tranquila y cálida, y hasta me permito un modesto baile en la regadera.
Lavo toda mi ropa con el jabón que encontré y luego la cuelgo a secar al sol. El desierto ofrece espectáculos hermosos —atardeceres en horizontes interminables, cerritos azules, ejércitos de cactáceas, grietas inmensas como puertas al centro del mundo—, pero sin duda nada me hace tan feliz como ver y sentir mis vestidos secos en escasos veinte minutos.
Antes de guardarlos, me pruebo cada uno frente al espejo. Después de seis meses sin usarlos, es como si estuviera estrenando ropa recién comprada —y que, además, me gusta y me queda bien—. Algunos, los más entallados, me aprietan un poco de la cadera, pero me convenzo a mí misma de que mi constitución muscular es ahora más saludable, tras seis meses practicando yoga para combatir la ansiedad y el sedentarismo.
Mientras pedaleo rumbo al Mata’s en mi segunda bici texana, siento algo parecido a la felicidad. Atisbos de la normalidad de antes. El combustible es ese cúmulo de detalles que nunca miré con atención —mi vestido, mi regadera, mi bici, mi calma— y que hoy me asombra; minucias de interés para trovadores y poetas filósofos, “la sorpresa casi cotidiana del atardecer”.
A partir de hoy, todos los días serán importantes —todos los minutos, si los miro con cuidado—, me digo. Ya sé que me digo muchas cosas, que estoy llena de palabrería.
Pero hoy se cumple todo.
Hoy voy al súper.
La Bitácora del encierro es un proyecto de la UAM Cuajimalpa