En la Genealogía de la moral, Nietzsche advirtió sobre el peligro de reducir la ética a un mero cálculo de culpas y venganzas. Cuando una comunidad se enfrasca en señalar al diferente, al extranjero o al “culpable”, corre el riesgo de encarnar el espíritu de resentimiento: una fuerza reactiva que renuncia a la creación. ¿No es esto lo que ocurre cuando funcionarios, profesores y estudiantes, ante la caída de cualquiera, convertimos el verdadero escándalo en simple espectáculo u oportunismo, olvidando que la universidad es, ante todo, un legado que nos emplaza a reinventarnos? La incesante compulsión de purgas y paros es también un síntoma de la impotencia que sufre la imaginación. En lugar de ello, parece oportuno convocar a formas menos policíacas de organización. Quizá podamos encarar el destino —incluso el más adverso y complicado— como materia prima para la transformación. Amor fati, le llamaba Nietzsche a esta posibilidad.
¿Qué es un maestro? Jacques Rancière nos recuerda en El maestro ignorante que la verdadera emancipación intelectual nace no en el momento en que, altaneros, nos mareamos desde la irrisoria altura de nuestra cátedra, sino cuando se subvierte la lógica jerárquica de los saberes. Es decir: al mostrarnos dispuestos a aprender de los otros, aunque ellos sean nuestros pares o incluso los aprendices que confían en la posibilidad de nutrirse de nosotros. En una universidad atomizada en feudos, donde el diálogo interdisciplinar es rareza y el poder se ejerce, a pesar de ella misma, desde estructuras verticales, la solución no radica simplemente en sustituir a unos actores por otros, sino en algo más crítico y profundo: reimaginar las reglas del juego. Rancière nos invita a considerar la redistribución de lo sensible, un reordenamiento radical de los roles y las voces que permite que el estudiante marginado, el profesor precarizado y hasta el crítico más incómodo tengan un lugar en el tejido común. La innovación no es mera retórica, sino un gesto político en acción. Es urgente crear espacios donde el disenso no sea sinónimo de traición, sino una fuente inagotable de estímulo y vitalidad.
En La escritura del desastre, Blanchot se refiere a la escritura como acto de resistencia ante lo intolerable. Trasladado al asunto de la universidad, esto significa entender la educación no como acumulación de títulos, certificaciones y condecoraciones, sino como una práctica de hospitalidad hacia lo desconocido. Si hoy —como tantas otras veces— las instituciones parecen encogerse ante el avance del extractivismo, la necropolítica y otras violencias estructurales y sistémicas, no es por falta de discursos y saberes, sino por la ausencia de esa atención radical a lo otro que Blanchot asociaba con la literatura. Es preciso preguntarnos por las potencias insospechadas de una escucha radical. ¿Es horror lo que nos paraliza? ¿O es simple ensimismamiento e individualismo lo que nos impide hacerlo? ¿Cómo exigir que comprendamos los desplazamientos forzados y el despojo territorial que tiene lugar en nuestro entorno si carecemos de la disposición para leer las grietas que se abren en el suelo y el clamor de los cuerpos indóciles que yacen bajo nuestros pies? La gratitud —entendida como reconocimiento de que somos eslabones de una larga cadena temporal— exige que honremos el pasado sin hacer de él un fetiche, pero también que convirtamos el presente en un ensayo constante de futuros posibles. No basta con asirnos de los privilegios frágiles que gozamos desde la impagable deuda del trabajo ajeno. Aunque la pequeña burguesía no podrá ni querrá entenderlo fácilmente.
Es urgente que la prudencia haga alianzas inéditas con la pasión. Ser prudente no significa ser tibio, sino actuar con la lucidez de quien sabe que toda institución es un organismo frágil que se sostiene por consensos precarios y finitos. La Universidad, con sus cerca de treinta mil estudiantes y sus contradicciones, afortunadas y desafortunadas, no necesita inquisidores morales ni héroes ni división sin diálogo, sino el cuidado de vigilantes nocturnos que fragüen y forjen el terreno para la creación de lo común. Esto implica, siguiendo a Rancière, desmontar las estructuras feudales que secuestran la disposición al diálogo. Pero también, en clave nietzscheana, sustituir la lógica del castigo y del resentimiento carente de creatividad por el compromiso apasionado que se imagina alegremente el reto de otro horizonte: uno siempre inaudito.
“En tiempos donde nadie escucha a nadie” —como dice Fito Páez— “en tiempos donde todos contra todos” —como estos— todo queda reducido a un binarismo que pinta el mundo en dos tonos: el blanco y el negro. Renunciamos así a toda una escala de grises y a los incontables e infinitos matices de la vida que siempre rebasan los esquemas. Conviene recordar la idea de Blanchot según la cual la comunidad no se afirma, no se confiesa, no se declara ni se dice definitivamente sino que se expone mutuamente a la alteridad. La universidad que requerimos no nacerá de la falsa purificación ni de los golpes del resentimiento. Será, en todo caso, preciso el coraje simultáneamente crítico y creativo para habitar juntos la incomodidad de lo inconcluso. Que este tiempo de crisis no sea un epílogo ni un performance del desamparo, sino el preludio de una reinvención colectiva. Después de todo, como sabía Nietzsche, la madurez radica en recobrar la seriedad que el juego tenía cuando fuimos niños.
Jugar —entonces— significa atrevernos a recrear nuestro destino.