Creación


Experiencia de la inscripción

Ahí iban los más revoltosos

Pero también ha habido cosas buenas. Por ejemplo, yo representé a mis compañeros, mucho tiempo, casi 20 años. Representaba a los varones. Lo único que pedía a Dios era que pudiera hacerlo bien, hacerlo con transparencia, para todos. Que si había algo para compartir, que lo hiciera con sabiduría. No podía darles a todos por igual, en algunos casos. Por ejemplo, si se tenían 20 gallinas, que significan 40 piernas, y había que servir a 60 o 70 personas, y todas querían pierna, pues era imposible. Ahí, había que ser cuidadoso porque se creaba una situación en la que la gente pensaba que yo daba preferencia más a unos que a otros.

Seres humanos como cualquier otro

Yo deseo que se mantenga el hospital para muchas personas que son abandonadas, que no tienen ningún refugio, que ya no tienen a su familia. Por eso yo me pongo en pie fuerte y les digo a los que viven allí: no se dejen quitar el hospital, no se dejen. ¿Por qué nos lo quitan? Han hecho un área para los drogadictos y poco a poco van desplazando a las personas que siempre han vivido en el hospital. Por eso yo creo que sí es importante que la sociedad conozca la realidad de la vida de los pacientes, para que les permitan vivir dignamente a muchas personas que todavía están. La ignorancia y el desconocimiento hacen que las personas actúen con repudio. Somos seres humanos igual a otros y debemos convivir.

Cómo era la vida afuera

Amigos se han ido. Y aunque son compañeros, yo sí considero que son una nueva familia. Porque con ellos he vivido, a ellos les tengo confianza y nos ayudamos de una u otra forma. Por eso cuando mueren, me ha dolido mucho. Moralmente es un golpe. Provoca mucha pena. Una de las cosas que más me ha dolido es que llegamos aquí con determinadas molestias y algunos han muerto y no han llegado a saber cómo era la vida afuera, después de la enfermedad.

Prohibido tener enamorado

Entonces había unas canastitas con tapa, ahí ponían la ropa y, en medio de la ropa, mandábamos las cartas. No podíamos conservar ninguna de las cartas, nos hubieran descubierto y hubiera sido terrible. Le escribía en las cartas que me gustaba, que le quería. Cuando ya se fue, le pedí que no se quedara por allá, que me buscara. Era por el amor. El amor, que es bonito, pues. Nos veíamos por las rendijitas de un portón grande. En ese tiempo, esto era un hospital y un cementerio al mismo tiempo. Porque, antes, a nadie lo enterraban afuera, todos se morían y se quedaban aquí adentro. Y, claro, cuando uno abría el portón grande, se veían sólo viejitos, y los saludábamos con las manos. Por suerte nunca nos llegaron a descubrir las cartas. Porque ¡uy!, ahí sí nos hubieran castigado.

Estábamos juntos

Por eso, creo yo, desde pequeña, la sociedad ya me tenía aislada. Yo no disfruté de la niñez ni de la juventud. No podía reunirme con otros niños para jugar, así como lo hacen todos. Me pusieron mis papacitos en la escuela. Antes, era de dos jornadas, uno iba de mañana y salía a las 12, algo así. Luego, se entraba a las dos de la tarde, nuevamente. Me fui en la mañana a la escuela, muy contenta, y volví a casa muy contenta, también. En la tarde regresé a la escuela, pero ya no pude entrar. Todos los padres de familia se habían levantado para quejarse con las autoridades, para reclamarles que una niña leprosa no podía estar junto a sus hijos, y que yo no podía estar en la escuela. Entonces, la profesora, quien era mi madrina de bautizo, ya no pudo recibirme porque había una orden de las autoridades de no hacerlo. Regresé a la casa, recuerdo, la cabeza agachada, porque yo quería aprender, yo quería hacer algo, pero la vida no me dejó. La vida me lo negó todo.