Luis:
Es difícil reconocer a la gente cuando se hace de noche. Por eso he creído verte estos días. Últimamente camino de noche, después de la dosis diaria de trabajo que me he impuesto por nuestro bien. Ese trabajo que, sin que lo sepas aún, bebe de lo que dejaste aquí antes de irte. La primera vez te confundí con un hombre que apuntaba una cámara idéntica a la que te regalé. Su postura se parecía a la tuya, que siempre consideré histrionismo para ocultar tu falta de práctica. En realidad nunca me importó si sabías dispararla o no.
Vi al hombre, no pude contenerme, fui hacia él. Lo tomé del hombro, dije tu nombre y, después de mirarme, se echó a correr. Sentí vergüenza. Sólo entonces me di cuenta de lo que quería fotografiar: bajo un poste de luz yacía el cadáver de un perro, cuyo cráneo había sido mutilado por un neumático o algún demente. Pensé en ti, Luis, en las fotos de los periódicos. Dime, ¿eres tú alguno de esos muertos?, ¿o sigues aquí, enamorado, escondido de papá para ahorrarte el insulto?
¿Fue algo que yo dije?
La siguiente ocasión fue peor. Hice el ridículo como en aquella fiesta en que me ahogué de borracho y quise besar a Diana Laura frente a todos. ¿Recuerdas?, papá sólo dejó de pegarme hasta que se lo pediste tú. La segunda noche en que creí verte iba saliendo de un bar, a solas, cuando vi a dos hombres que caminaban sobre la acera. El cabello de ambos era exactamente igual al tuyo: el mismo corte, las mismas canas. Caminaban lejos de mí, vi que estaban a punto de tomar un taxi. El coche arrancó y yo tuve que correr para alcanzarlo, para alcanzarte. Corrí cuadras enteras gritando tu nombre, pensando en la retahíla de reclamos que te diría antes de confesar que te echo de menos, que te quiero. El coche se detuvo. Cuando me di cuenta de que no eras tú, me eché al suelo para tratar de recobrar el aliento y, con él, todo lo que desapareció contigo. Caí dormido en la calle, desperté a la mañana siguiente.
Ha sido duro no saber de ti en tanto tiempo. ¿Recuerdas cuando dijiste que papá no podía volverse más loco? Empeoró. Y yo, bueno, no sé muy bien qué ha sido de mí: las causas grandes son capaces de consumir a los hombres más altos. Lo cierto es que tengo una idea capaz de concretar una serie de situaciones que acabarán con todo esto. Desde que te fuiste descubrí el valor de lo que decías, que siempre percibí como fantasía, pataletas de niño rico. Perdóname: la calidez de tu compañía hacía que a veces no te tomase en serio. Lo importante es que mi método posibilitará tu regreso. No será fácil: primero vendrá un estallido, una llamarada visible desde cualquier punto de este país. Una especie de apocalipsis. Después, cuando todo pase, nos encontraremos como hacíamos antes. Podemos tomar una cerveza por allí, como si nada de esto hubiera ocurrido. Te juro por la cabeza de mamá que será nuestro por bien, que podrás estar con quien tú quieras una vez que hayamos dinamitado los malditos valores de nuestros padres.
Hubo una tercera ocasión, la más cruda. Esa vez no fue un accidente. Fui yo, yo te hice aparecer.
Fue producto de innumerables experimentos hechos con mis estudiantes. Fue también la comprobación de que mi método servirá para clausurar esta carnicería. Algunos podrán tacharlo de salvaje, o delictuoso, pero no importa: tú lo aprobarías, estoy seguro, porque es la única forma de lograr aquello que soñabas, que decías soñar. Fue una madrugada, me quedé dormido en el estudio mientras leía. Uno de los ventanales se abrió con ruido y me despertó. Era una tormenta. Fui a cerrarlo y, una vez allí, vi que afuera todo estuviese en su sitio. El viento era tan fuerte que derribó la mesa y las sillas que teníamos en el jardín. Era imposible mantener los ojos abiertos. Después de recoger los muebles y dejarlos en su lugar, pensé que era hora de ir a dormir. Pero vi que mi proyector estaba encendido. Lo tuve apagado durante el día, así que sospeché que un apagón fugaz lo había reiniciado. Proyectaba un juego de imágenes que diseñé para mis alumnos. Mi dispositivo estaba constituido a partir de dos escenas que se repetían intermitentemente en búsqueda de un efecto, una especie de conmoción de la que te hablaré cuando vuelvas. No obstante, el montaje que yo había elaborado incluía sonido: se trataba de una premisa calderonista grotesca, pero necesaria para mis fines. La ventisca en el exterior me impidió darme cuenta inmediatamente de que a esas imágenes les faltaba la voz. Mi invento ahora era portador de un silencio helado. La repetición del movimiento y el mutismo, lejos de exasperarme, me atrapó. Debiste verlo: fue entonces que me convencí de la facultad de mi dispositivo para adormecer a sus víctimas, para colocarlas en un estado de vulnerabilidad que pudiese lograr una suerte de trance. ¿Recuerdas aquel cumpleaños tuyo en que papá nos llevó a ese espectáculo? Después de eso no quisiste jugar a otra cosa. No fue sólo mi adormecimiento lo que corroboró mis teorías. Fue la mancha que apareció allí, en el rostro mecánico de Calderón, como una sombra, un salpullido obsceno. Su aparición, como sus mutaciones, debieron ser fugaces. Estoy seguro que la ralentización de sus movimientos provino de mí. La tiniebla tomó la forma de un pardal, o de un halcón, que agitaba las alas como si volase al revés. Después lo vi adelgazar, torcerse hasta perder el sentido y conformar una rama, o una Z, que comenzó a crecer sin vergüenza. Antes de que la negrura terminara por inundar el cuadro, la sombra se convirtió en algo parecido a un mazo o un revólver. La fragilidad que sentí me hizo estallar de risa. Supe que tenía razón y, borracho de alegría, olvidé la tormenta. De pronto, los cristales se abrieron ruidosos otra vez. Sucedió cuando el mazo-revólver apuntó a mi cabeza. Entonces miré hacia el ventanal, Luis, y vi una luz que me encegueció. Sentí algo parecido a un golpe, tal vez una corriente que me desplomó en el suelo. Te juro que nunca preví los alcances de mi mecanismo. Desperté en un lugar que era mi despacho y su negación. Sé que es difícil entender, pero yo mismo me siento incapaz de hacer una descripción exacta. En el piso abrí los ojos y, cuando recobré la claridad, me percaté de que no me hallaba solo: en eso que parecía mi estudio, pero que simulaba una fiesta, o una orgía, te vi. El escenario conservaba las piezas fundamentales de mi despacho: un pedazo de jardín, el escritorio lleno de papel, los libreros viejos, la proyección incesante. Además había gente: hombres de frac que bebían, que reían –y gruñían– como los amigos de Adolfo; mujeres blanquísimas envueltas en pieles negras, otras desnudas, que devoraban fresas y escurrían vino. La luz era tenue, como evidenciaban las fotos de nuestros padres en esos banquetes que organizaba Manlio. Tú eras un niño allí, no tendrías más de cuatro años. Tratabas de cargar una regadera y con ella mojabas apenas las hortensias de mamá. Vestías una de esas batas cuadriculadas que los niños usan cuando van al kínder. Y nada más. Entonces comprendí que una parvada de hombres se acercaba a ti. Sus muecas me horrorizaron: los hocicos parecían alargarse en una sonrisa muerta, pero voraz. Tiraban babas como los perros que papá usaba para trabajar. Intenté levantarme, tomarte y salir de allí. Salir de aquí, Luis, y olvidarnos del país para siempre. Pero cuando logré incorporarme, cuando pude por fin ir hacia donde estabas, algo me tomó del brazo y me llevó a otra parte. Era una mujer, una rubia casi desnuda que me prometió el amor de Dios. Intenté zafarme, pero fue inútil. De pronto ya no estaba en casa, sino corriendo en un pasillo larguísimo cuyas ventanas filtraban ráfagas de aire que jugaban con las cortinas y los cabellos de la mujer. Me miraba de vez en vez, sonreía con malicia. Llegamos al fondo y abrió la puerta de una habitación apenas iluminada que tenía un ventanal que daba al vacío. Entonces comprendí: me había encerrado allí completamente solo. Te estaría mintiendo si dijese que yo sopesaba la irrealidad profunda del escenario. Lo cierto es que todo me fue real: la piel de leche de la mujer, su mirada tibia; el agua que brotaba de tu regadera, los pasos de los buitres que te acechaban. Lo peor estaba por venir. Tras la ventana estaban mamá y papá, vestidos como en esas imágenes, acompañados de esos que veíamos a menudo en casa: Manlio, P. Joaquín, Diana Laura, tal vez más. Mamá me sonrió, tenía puestos los aretes largos que tiramos por el retrete cuando éramos niños. Fue papá, Luis, fue él quien me mostró tu cabeza colgando de su puño: eras tú, pero te faltaba un ojo, que seguramente había sido arrancado por alguno de ellos. Estabas sucio, casi bañado de sangre. El ojo que quedaba en tu rostro bailaba al compás de la agitación de tu cráneo. Sólo se quedó quieto cuando papá dejó de balancear tu cabeza. Entonces me miraste, Luis. Y yo, que nunca me he contenido en situaciones de crisis, grité. Grité cuando vi que mamá no se inmutó y siguió sonriendo, grité cuando vi que la mueca de mi padre se torcía de júbilo sin detenerse.
Desperté a mediodía, el estudio estaba destrozado. Los ventanales seguían abiertos y los cristales estaban rotos. Había libros en el piso tirados con saña. El proyector se había fundido. Tardé poco en darme cuenta de la herida que tenía en la frente. Estaba sangrando. Debí golpearme durante el trance, debí destruir el lugar durante esas horas. Pasé mucho tiempo tratando de poner todo en orden, tuve que cancelar mi reunión de ese día. Me dije que no importaba, que un día sin trabajo compensaba la demostración de mi éxito. Si te hice aparecer bajo esas condiciones, entonces era capaz de hacer aparecer a cualquiera. Todo ha valido la pena si he logrado verte otra vez.
Hubo un detalle, sólo uno que me hizo pensar que mi trance había sido demasiado. Verás, yo tenía dispuesta una serie de fotos que he intervenido. Estaban seriadas y, una vez que levanté mi desastre, pude ordenarlas exactamente como estaban. Sentí un escalofrío cuando llegué a la foto del presidente. Pensé, por un momento, que todo había sido un ardid de alguien más, que realmente había estado en ese nido de arañas. Pero no, me deshice de cualquier idea que contrariara mi éxito. Sólo yo era capaz de hacer eso sobre el rostro del comandante supremo. Yo soy el comandante supremo. El dibujo sobre su rostro me hizo recordar cuando éramos niños. Tú eras muy pequeño, tal vez no lo tengas presente, pero mamá solía cantarnos y ponernos a colorear cuando Adolfo se encerraba en su despacho. Para ahogar los gritos y los golpes que salían de allí, mamá jugaba a seguirnos mientras corríamos. Al tomarnos entre los brazos, cantaba más y más fuerte. El ruido que venía del despacho desaparecía pronto bajo su voz. Después se fue, ¿recuerdas?
Te extraño tanto que a veces olvido que pronto estarás aquí.