Creación

Volaron las palomas

Paisaje afectivo de una familia que jugó un papel en la modernidad mexicana. Fino tejido de diarios, cartas y memorias. Jirones del devenir judío y europeo en el siglo XX. Celebración.

Habitar es también persistir en el aleteo de una paloma…

(Nota: una nueva edición de Volaron las palomas será publicada en breve por Editorial Diecisiete en la serie Habitaciones.)

Mamá fue la más chiquita y la más consentida de una familia de seis hermanos. A ella le tocaba el corazón de las lechugas y el de las alcachofas; las orillas doraditas del pan; las fresas más grandes, y se le pelaban las nueces y las uvas. En las noches, sus hermanas le cepillaban el pelo y, en las mañanas, se lo peinaban. Le hacían su ropa y se la almidonaban. Le tejían sus suéteres y la tía Clara le hacía sus muñecas.

Desde que era muy chica empezaron a hacerle sábanas de lino bordadas con su nombre: Anna. También le bordaban batas y enaguas de una seda muy delgadita. Todo lo guardaban en un arcón de madera tallado que lograron salvar de los incendios. Con ellos llegó años después a México. Anna iba a ser la novia más bella y su ajuar, un tesoro.

La boda de la tía Ernesta, una de sus hermanas —matrimonio por cierto malogrado—, había sido la más espléndida y lujosa de la que se tenía memoria en Monastir. La novia había salido de su casa en un coche de caballos adornado con flores blancas; la seguían otros dos coches, uno cargaba su ajuar: preciosas cajas envueltas en papel de seda con moños de satín o de terciopelo, y en el otro iban sus padres.

Sentada al frente, mamá, que a los cinco años era ya una niña que llamaba la atención por bonita. Los tres carruajes atravesaron el pueblo, seguidos por músicos a pie, hasta llegar a la casa del novio donde depositaron a la novia con su ajuar y toda su comitiva.

Sus padres y sus hermanos imaginaban para la niña de sus ojos, Anna, una boda al menos igual de rumbosa, el día que apareciera el hombre que la mereciera.

En 1924 llegó papá a París en viaje de negocios y pasó, como se lo había prometido en Nueva York, a saludar a la familia de su amigo Sol. Estaban en la sala tomando café cuando entró mamá con sus libros de música bajo el brazo. Anna, a quien él recordaba como la niñita de la trenza larga. Su trenza era todavía muy larga pero ya no era niñita.

Apenas la vio, pidió una segunda taza de café y antes de terminarla, ya había decidido prolongar su estancia en París.

Al día siguiente, primero de mayo, papá tocó a la puerta con un ramito de muguet en la mano y pidió ver a Anna. Se saludaron en griego, el idioma de su niñez, pero en griego no tenían las palabras que dijeran lo que en ese momento sintieron el uno por el otro y cambiaron al francés, idioma en el que hablaron hasta el día en que mamá habló el español de México y ya no en el ladino de Monastir.